Para entender las relaciones internacionales hay que conocer en qué punto se encuentra el capitalismo mundial. Normalmente, las grandes cuestiones geopolíticas suelen considerarse independientes de la situación económica subyacente, aunque se supone que las decisiones políticas y los conflictos interestatales tienen "consecuencias" para la economía.
En esa narrativa, explica Benjamin Bürbaumer, profesor de Economía en la Facultad de Ciencias Políticas de Burdeos y autor de un libro sobre la historia del imperialismo, Le Souverain et le Marché (Ámsterdam, 2020), "la economía aparece como ajena a esas tensiones geopolíticas, como si interrumpieran el funcionamiento armonioso de la economía”. Pero esa narrativa es de por sí una opción ideológica implícita, según la cual el modo de producción capitalista es fundamentalmente estable y sólo se ve perturbado por las "externalidades".
Si, por el contrario, consideramos que el modo de producción capitalista es inestable y que esta inestabilidad forma parte del desorden geopolítico, entonces el análisis debe partir también del desorden económico. Como señala Benjamin Bürbaumer, "esto no significa que la política no tenga ningún papel y que exista un simple determinismo económico". Para él, en efecto, "los regímenes de acumulación de capital ofrecen varias vías a los actores políticos con proyectos hegemónicos".
Se trata, pues, de examinar la dialéctica existente entre ambas esferas, siendo la situación geopolítica el complejo producto de la inestabilidad capitalista y de las opciones políticas elegidas en respuesta a ella. Esta dialéctica es crucial para comprender el surgimiento del gran conflicto entre China y Estados Unidos que podría estructurar el mundo en las próximas décadas.
Durante 40 años, un régimen neoliberal centrado en EEUU
El comienzo de la década de 2020 ha confirmado la profunda crisis del régimen de acumulación neoliberal, que ha sido el modo dominante de gestión del capitalismo a escala mundial durante casi cuatro décadas. Este régimen se instauró a raíz de la crisis de los años setenta para salvaguardar el poder económico occidental, en particular el de Estados Unidos.
Hasta los años sesenta, la economía estadounidense era el corazón de la economía mundial, a la vez el principal acreedor y el productor central. Sus productos inundaron el planeta, retroalimentando un sistema financiero que dominaba a través del dólar. Estados Unidos podía entonces controlar los recursos y los mercados.
A finales de los años sesenta, sin embargo, esta configuración se estaba ya desmoronando. La posición competitiva de Estados Unidos se deterioró y en 1971 el país registraba déficits por cuenta corriente, comercial y público. Entonces una violenta crisis sacudió a la superpotencia. Pero en las décadas de los 80 y los 90 surgió un nuevo orden. Estados Unidos reconoció su declive industrial y aceptó un enorme déficit comercial. Se convirtió entonces en el centro del consumo mundial y ya no en el centro de la producción.
En este esquema, los beneficios de las empresas americanas se garantizan de otra manera. La producción industrial se deslocaliza en gran medida y las multinacionales se concentran ahora en los servicios y la investigación. La innovación, sobre todo en tecnología digital, se convierte en el punto fuerte del país, lo que genera nuevas multinacionales. Pero estos nuevos gigantes, los Gafam (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft, ndt), no producen directamente bienes como sus predecesores. Se trata principalmente de proveedores de servicios que se han hecho indispensables.
El orden neoliberal permitió mantener la centralidad de Estados Unidos en torno a tres pilares principales: el dólar, el poder militar y la capacidad de innovación
La terciarización de la economía implica un descenso global de la productividad, acompañada por una moderación de los salarios reales y una disminución de la inversión productiva. Y para evitar que este fenómeno provoque una caída del consumo y de los beneficios, el sistema se apoya en la financiarización para proporcionar crédito a los hogares, a las empresas y al Estado, e ingresos adicionales a los ricos y a las empresas.
En este régimen de acumulación neoliberal, el poder de Estados Unidos descansaba en una aparente paradoja: su fuerza se convertía en déficits comercial y por cuenta corriente. Los nuevos países industrializados, empezando por China, que surgió en los años noventa como "la fábrica del mundo", o las antiguas potencias industriales como Alemania, dependían en gran medida del mercado americano.
Como los salarios americanos seguían bajo presión, los productores tenían que producir a costes reducidos, por lo que reprimieron fuertemente su demanda interna. China retrasó así el desarrollo de su demanda, y Alemania comprimió sus salarios durante 15 años. En estas condiciones, esos países se hicieron aún más dependientes de los déficits americanos, alimentados por importaciones masivas.
Para imponer su poder, el Tío Sam se aseguró de seguir siendo el centro financiero del mundo, de modo que los excedentes de los países productores pudieran reciclarse al otro lado del Atlántico para financiar el doble déficit de Estados Unidos y la demanda de deuda de la economía. Los bancos neoyorquinos podían confiar en el rey dólar, que seguía siendo el amo del juego monetario.
El dólar estaba a su vez "asegurado" por el poder militar del país. Las operaciones exteriores de la década de los 90, y especialmente de 2000, trataron de mantener esa posición de superpotencia, que hizo al dólar inevitable. Además, el gasto militar ha seguido siendo una partida central del presupuesto federal y una de las pocas producciones industriales del país que se han mantenido.
El orden neoliberal permitió así mantener la centralidad de Estados Unidos en torno a tres grandes pilares: el dólar, el poder militar y la capacidad de innovación.
Crisis del régimen neoliberal
En las décadas de 1990 y 2000, este régimen parecía ser generalmente aceptado. El capitalismo occidental parecía haberse salvado y un gran número de países emergentes se beneficiaron de un fenómeno de recuperación sin precedentes, bien integrándose en la cadena de producción industrial globalizada (China, Turquía o México, por ejemplo), bien abasteciendo de materias primas a esa cadena (Rusia, Brasil o Indonesia, por ejemplo). Bloqueado en su desarrollo en los años setenta, el capitalismo se había expandido para sobrevivir.
Esto no significa sin embargo que la situación fuera armoniosa. Benjamin Bürbaumer señala: "Ya en los años 90, las expectativas de Estados Unidos y China respecto a la adhesión de esta última a la OMC (que tendría lugar a finales de 2001) eran muy diferentes.” En Washington, se ve como una oportunidad de acceder a nuevos mercados y a mano de obra barata. En Pekín, las expectativas se dividen entre los que apoyan el desarrollo bajo la presión exterior y los que defienden la protección, mediante la acumulación de divisas, contra esa presión.
Además, desde los años 2000, en Estados Unidos ha habido resistencia al ascenso de China. Aumentan las críticas por el "robo de propiedad intelectual", al tiempo que la debilidad del yuan suele ser castigada en Washington. "Detrás de la interdependencia se desarrollan intereses contradictorios", resume Benjamin Bürbaumer.
Y estas contradicciones pronto se agudizarán aún más porque el régimen neoliberal es incapaz de cumplir sus promesas. Se suponía que el fin de la redistribución de la riqueza en Occidente frenaría el declive de la productividad estimulando la inversión. Pero nada de eso ha sucedido. A diferencia de las revoluciones industriales del pasado, la revolución informática y luego Internet no provocaron un nuevo aumento de la productividad, a pesar de un ligero repunte a finales de los años 90.
Sin una nueva dinámica de productividad, el sistema está destinado a agotarse, endeudándose cada vez más, a pesar de que los ingresos de los hogares están bajo presión. En 2007, la crisis de las subprime sacó a la luz esta contradicción y puso en peligro el sistema al debilitar su pilar financiero. Esa contradicción estalló el 15 de septiembre de 2008, con la quiebra de Lehman Brothers.
En respuesta a esa emergencia, los principales bancos centrales, y la Reserva Federal de Estados Unidos en particular, acudieron al rescate del sector financiero, al que apoyaron directamente con la expansión cuantitativa (quantitative easing), es decir, una política de recompra masiva de títulos. Al mismo tiempo, China lanza un plan de inversión masiva para compensar la debilidad de la demanda occidental.
Esta doble respuesta funciona a corto plazo. Las finanzas americanas repuntan y el crecimiento se estabiliza. Según los números de la Oficina de Administración de Washington, el crecimiento estadounidense en la década 2010-2020 se aproxima al de 2000-2010, con una media del 1,7% anual. Pero esta tasa es la mitad de la de las dos décadas anteriores.
Porque aunque se ha controlado el incendio de la crisis financiera, no se ha resuelto nada en el fondo. Las finanzas, subvencionadas por los bancos centrales, se están convirtiendo en un coto cerrado que, lejos de fomentar la inversión, concentra los flujos de capital. También crecen las contradicciones de la terciarización, que se traduce en una disminución del desempleo pero sin una mejora sensible de la renta o de la demanda. La desigualdad sigue creciendo en Occidente y la productividad sigue debilitándose.
En este contexto, las dependencias del régimen neoliberal empiezan poco a poco a ser vistas por sus principales protagonistas como obstáculos y debilidades, pero también por potencias económicamente secundarias. En 2008, China prueba a jugar a la interdependencia, en su propio interés. Su enorme reactivación en inversión industrial y en infraestructuras garantiza la demanda de Alemania y los beneficios que reciclarán las finanzas americanas. El restablecimiento del crecimiento debería permitir un mayor desarrollo de China.
La integración de China en el régimen de acumulación neoliberal ha permitido un aumento del nivel de vida. Pero para pasar de la categoría de "renta media" a la de "renta alta", esa integración ya no es suficiente
Pero la debilidad estructural de la demanda occidental, agravada por la larga crisis de la zona euro (2011-2013), sumió a China en una crisis de sobreproducción. Pekín cambió entonces su lógica y decidió dejar de aumentar la producción. La consiguiente caída de precios de las materias primas debilitó a los principales países productores emergentes, como Brasil, que cayó en una crisis política en 2015-16, y Rusia, que utiliza su poder militar para intervenir en Ucrania en 2014.
Para Pekín, la situación ahora es diferente. La reactivación de 2008 desarrolló fuertemente su herramienta productiva y la ha convertido en aseguradora de último recurso del capitalismo mundial. Esto lleva naturalmente a China a reivindicar ambiciones hegemónicas. Pero, al mismo tiempo, esa reactivación ha seguido reduciendo la parte del consumo en el PIB y provocado un exceso de producción. Una situación que refuerza tanto la necesidad de encontrar salidas exteriores seguras como de aumentar la demanda interna. En otras palabras, ser cada vez más autónoma de una dependencia de un Occidente incapaz de satisfacer esas necesidades.
Es en este marco en el que toma forma la política de Xi Jinping, que llega al poder en 2013 y, en 2015, identifica el problema central del país: la "trampa de la renta media". La integración de China en el régimen de acumulación neoliberal ha provocado un aumento del nivel de vida. Pero para pasar de la categoría de "renta media" a la de "renta alta", esa integración ya no es suficiente.
Las fuentes económicas de la rivalidad chino-americana
La nueva política china se basa en varios pilares. En primer lugar, se está desarrollando una zona de influencia privilegiada para captar recursos y mercados. Se trata de la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative): China utiliza la deuda para desarrollar y apoyar a muchos países emergentes que, en 2013-2015, cayeron en crisis. El segundo pilar es una intensificación de la inversión tecnológica para subir de nivel. El tercero es la financiarización y el desarrollo inmobiliario para absorber el exceso de producción de 2008-2013.
Semejante ambición no puede dejar indiferente a Estados Unidos, pues es el centro neurálgico del régimen de acumulación lo que aquí se cuestiona. El desarrollo interno de China supone una triple amenaza para los intereses de Washington: no sólo los excedentes chinos dejarían de alimentar las finanzas transatlánticas y disminuiría la dependencia del consumo americano, sino que China atacaría frontalmente la supremacía tecnológica de Estados Unidos, cuya importancia económica ya hemos visto, y cuya importancia militar también conocemos.
Lógicamente, al otro lado del Pacífico, cada vez se apoya menos la dependencia productiva y el déficit comercial con China. Se considera una transferencia de riqueza que alimenta un poder ahora hostil. Se va imponiendo poco a poco un discurso antichino. Con la elección de Donald Trump en 2016, por supuesto, pero no solo.
Este es ahora uno de los pocos puntos de consenso en la política americana. Por lo tanto, la administración Biden va a seguir con la política de Trump e incluso la amplificará. “Biden va más lejos que Trump frente a China", señala Benjamin Bürbaumer. “Al elevar los aranceles, se obstaculizaba el flujo de mercancías, pero al bloquear las exportaciones de semiconductores, Biden obstaculiza la propia producción.” Porque, en efecto, es en el frente tecnológico donde este conflicto está tomando forma, como ha demostrado la prohibición de la empresa Huawei en Estados Unidos en 2019.
En vísperas del doble shock, sanitario y militar, de 2020-2022, el régimen neoliberal basado en la interdependencia entre productores industriales y consumidores estaba, pues, en proceso de desintegración. Aunque los lazos económicos siguen siendo fuertes, cada uno parece ahora querer reducir su dependencia, y esos mismos movimientos están provocando fuertes tensiones. En un contexto en el que la tarta económica crece más despacio, la captura de valor para lograr la acumulación de capital necesaria para el orden interno y el poder externo se hace más difícil y, necesariamente, más conflictiva.
El colapso de la globalización
El inicio de la década de 2020 no hará sino agravar esta situación. "Con la crisis sanitaria, la globalización ha vuelto a ser tangible", señala Bürbaumer. Según el investigador, las dificultades de abastecimiento y las interrupciones en las cadenas de suministro vienen a recordarnos "la infraestructura material" de esta forma de organizar la economía mundial. Una infraestructura en la que las dependencias se han convertido en vulnerabilidades.
En esta situación, la guerra de Ucrania ha hecho tomar consciencia sobre el retorno de la escasez de materias primas y energía. Pero esta escasez no es sólo el resultado del conflicto. También es producto del neoliberalismo, su organización del mercado y el agravamiento de la crisis ecológica. En otras palabras, esta escasez ha llegado para quedarse. A partir de ahora, por tanto, la globalización ya no produce sino inflación, lo que acaba por desestabilizar el equilibrio del régimen neoliberal.
El sistema económico de los países avanzados está atrapado entre la inflación y la recesión
Porque la baja inflación era la piedra angular del funcionamiento del régimen. Se suponía que la globalización de la producción proporcionaría bienes asequibles a los asalariados de los países avanzados cuyos ingresos reales estaban bajo presión. Pero ahora la subida de los precios golpea a los trabajadores con el hundimiento de esos salarios reales y, al mismo tiempo, encarece la producción industrial en esos países. Los déficits comerciales crecen y, esta vez, reflejan vulnerabilidades. La única forma de responder a este repunte inflacionista es reducir la demanda, es decir, la recesión mediante tipos de interés más altos.
El sistema económico de los países avanzados se encuentra así atrapado entre la inflación y la recesión. También en este caso, es bastante constitutivo de un capitalismo sin ganancias de productividad que no puede salir de esa trampa y se encuentra sometido a una forma de baja velocidad permanente.
La crisis de 2020 no será pues tan benigna como cabría pensar. A pesar de una recuperación bastante rápida a principios de 2021, es probable que marque una nueva ruptura en la tendencia que, desde la década de 1970, ha visto cómo las crisis económicas reducían la tasa media de crecimiento de las economías avanzadas. La evolución de la productividad es por otra parte muy preocupante, ya que el empleo crece más deprisa que el crecimiento gracias a las ayudas públicas. En esas condiciones deterioradas hay que garantizar la rentabilidad de las empresas. Por tanto, es probable que sea cada vez más tensa la lucha por una "tarta" de crecimiento más pequeña.
Y lo que es más importante, esta vez China no es una excepción. Aunque el país fue uno de los pocos que en 2020 evitó una contracción de su PIB gracias a una política de covid cero muy dura, el mantenimiento de esa política ha terminado por lastrar su actividad. Sobre todo, a partir del otoño de 2021, el intento de Pekín de recuperar el control de la burbuja inmobiliaria ha provocado su estallido, que era a la vez insostenible y la base del crecimiento chino desde 2015.
China se encuentra, por tanto, bajo presión y, en consecuencia, aún más obligada a encontrar nuevos motores de crecimiento. Como el crecimiento occidental no le deja ninguna esperanza desde ese punto de vista, debe acelerar sus esfuerzos para subir de nivel y asegurar su zona de influencia.
¿Hacia un nuevo régimen bipolar?
En todos los frentes, el deterioro del orden mundial neoliberal es, pues, total. La centralidad de Estados Unidos está claramente en entredicho y las interdependencias de la globalización ahora son vulnerabilidades. Por supuesto, sigue habiendo dependencias del antiguo régimen, pero parece inevitable que éstas se reorganicen en grandes zonas de influencia. Como parece imposible dar marcha atrás al reloj, habrá que crear un nuevo orden económico mundial.
Es imposible determinar los contornos de este orden, pero pueden extraerse algunas características de la situación actual. La necesidad de control sobre los recursos y los mercados y el rechazo de la interdependencia, pero también el debilitamiento del crecimiento, parecen abogar por un régimen de acumulación centrado en zonas de influencia, capaces de concentrar recursos, lugares de producción, tecnologías y mercados.
A priori, sólo Estados Unidos y China son capaces de formar tales zonas. Pero decir esto no basta. También tenemos que definir los perfiles y las organizaciones internas, y eso es obviamente más delicado. Sin embargo, parece que, en esta nueva lógica, Estados Unidos ya no se contenta con ser un simple consumidor. Podría ser un exportador de recursos, especialmente gas y petróleo. El crecimiento americano en el tercer trimestre de 2022 se debe enteramente a las exportaciones de hidrocarburos. Es una forma de reforzar las dependencias, en particular con la Unión Europea.
Habrá necesariamente tensiones en áreas estratégicas aún inciertas
Por el contrario, la aventura bélica de Rusia condena a esta potencia económica a depender cada vez más de China. Ahora bien, como señala Benjamin Bürbaumer, Pekín llevaba tiempo identificando como un punto débil el comercio marítimo a través de los estrechos del sur de Asia. Tener acceso a los recursos rusos por tierra y aprovechar las inversiones de la Ruta de la Seda parece, pues, una oportunidad para la República Popular.
Sin embargo, necesariamente habrá tensiones en las zonas estratégicas aún inciertas: Oriente Medio, África, América Central y Asia Oriental. En esas regiones, las dos zonas de influencia tratarán de extraer recursos, construir centros de producción para evitar la dependencia del adversario y controlar las rutas comerciales. Estas tensiones pueden degenerar, como ocurrió entre los años 1950 y 1980, en conflictos locales o guerras civiles.
También puede haber tensiones internas en las zonas de influencia. Pekín no puede permitirse el lujo de un aventurerismo ruso incontrolado, y no está claro que Moscú acepte el papel de potencia vasalla de China. En Europa, Alemania ha basado su modelo económico en las exportaciones y no puede permitirse romper con China, pero sus necesidades energéticas tienden a acercarla a Estados Unidos. También en este contexto hay que entender la visita del canciller alemán Olaf Scholz a Pekín, en contra del consejo de sus aliados y de parte de su opinión pública, y las tensiones con Francia.
Por último, hay que señalar que esta hipótesis de una nueva bipolaridad del mundo está sujeta a dos condiciones. La primera es que China consiga ser tecnológicamente autónoma. Si no es así, no logrará romper su dependencia de los mercados occidentales. Por el momento, como dice Benjamin Bürbaumer, "China gasta mucho en derechos de patente, lo que es señal de su dependencia tecnológica del resto del mundo, pero también de que desea apropiarse de esas tecnologías.”
En este contexto debe entenderse la primera gran batalla de esta nueva era en torno a los semiconductores. La decisión de Washington de bloquear la exportación de estos componentes esenciales está obstaculizando la capacidad productiva de China. Se trata, por tanto, de un arma formidable en la que Washington aún conserva la superioridad.
Pero como Pekín no tiene más remedio que consumir semiconductores cada vez más eficientes, aumentan las tensiones, sobre todo en torno a Taiwán, primer productor mundial de estos componentes y responsable de casi el 90% de la producción mundial. Mientras Estados Unidos reduzca la capacidad tecnológica de China, podrá reducir también su capacidad de autonomía. Pero al hacerlo, presiona aún más a Pekín para que encuentre otras salidas.
Una segunda reserva sobre este nuevo régimen de acumulación de capital se refiere a su eficacia. En efecto, hay dos grandes diferencias con la antigua guerra fría. En primer lugar, no estamos hablando realmente de dos tipos de capitalismo en competencia. El capitalismo occidental se está convirtiendo rápidamente en estatal y se acerca al funcionamiento del capitalismo chino. Por supuesto, hay diferencias significativas, pero es difícil apostar por un modelo u otro como más eficiente. En ambos casos, el modo de producción está con gotero y funciona a niveles bajos.
Nuevo orden mundial, ¡sálvese quien pueda!
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Y este es el segundo problema: este nuevo orden económico mundial se ocupa de las necesidades más urgentes y gestiona las prioridades, pero no resuelve las contradicciones y deficiencias del capitalismo contemporáneo. La creación de zonas de influencia no permitirá recuperar la productividad. Esto es un punto muerto más profundo, una diferencia fundamental con el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Y esto no augura nada bueno, porque se agudizarán las tentaciones de divisiones políticas y, por tanto, de enfrentamientos, lo que hará que el mundo sea más peligroso.
Traducción de Miguel López