De todas las batallas editoriales que Mediapart ha librado desde su fundación en 2008, hay una que siempre ha sido especialmente importante para nosotros: la batalla contra el presidencialismo. Nuestro periódico, comprometido con las reglas de una democracia viva y equilibrada, ha tratado constantemente de alertar a los lectores sobre los peligros de este sistema político.
Un sistema que socava los fundamentos mismos de la democracia al conferir prácticamente todo el poder a un solo hombre y a sus caprichos y arrebatos. Y que reduce o amordaza toda forma de verdadero contrapoder, ya se trate de sindicatos, autoridades independientes o prensa. Este sistema opone la voluntad de todos a la tiranía de uno solo.
Ahora que ha caído el gobierno Barnier, queda aún más claro hasta qué punto es vital esta lucha democrática. Porque, crisis tras crisis, el presidencialismo francés se encuentra ahora en sus años crepusculares y está llevando al país a un caos que veremos cómo acabará.
Decir que las advertencias sobre los estragos del presidencialismo vienen de lejos es quedarse corto. Son casi tan antiguas como la propia República. Fueron especialmente virulentas bajo el Segundo Imperio: grandes voces, como Karl Marx (1818-1883) en El 18 de brumario de Luis Bonaparte, o Victor Hugo (1802-1885) en Napoléon, el pequeño, denunciaron cada uno con sus propias palabras los errores de ese régimen autoritario. Y todos los republicanos de la época hicieron suya la misma causa, siendo enviados por ello a prisión o a trabajos forzados.
Cuando Raymond Aron denunciaba la “sombra de Bonaparte”
El ideólogo de la derecha anti-gaullista, Raymond Aron (1905-1983), también debe incluirse en esta lista de famosos detractores del bonapartismo. Desde Londres, donde se encontraba en 1943, escribió un famoso libelo en la revista La France Libre titulado La sombra de los Bonaparte, que provocó un escándalo en la época. Aunque aparentemente los culpables eran Napoleón, Napoleón III y el General Boulanger, todo el mundo comprendió que lo que se apuntaba indirectamente era la ambición personal y el proyecto político del general De Gaulle.
Raymond Aron, que escribió extensamente sobre este asunto en sus Memorias, criticó en particular “la conjunción de extremos en el mito de un héroe nacional, la unión del partido del orden al aventurero adorado por las masas, la explosión de fervor que se eleva hacia el líder carismático, la movilización de las multitudes flotantes”. En una frase que el general De Gaulle nunca le perdonaría, Raymond Aron añadió: “Por muy profunda y unánime que sea esta aspiración a la libertad, la nación seguirá expuesta a la aventura mientras no se reorganicen sus instituciones”.
Pero es evidente que fue con la instauración de la V República cuando este sistema perverso, que debilita la democracia, quedó instalado permanentemente de la vida política francesa. Y ello a pesar de las advertencias que se habían lanzado desde la instauración de este régimen. Las más pertinentes las hizo François Mitterrand (1916-1996), en su panfleto El golpe de Estado permanente. El hombre que tan espectacularmente cambiaría de chaqueta para abrazar el monarquismo republicano en los años 80, fue antes un severo crítico de las instituciones presidenciales.
François Mitterrand: “Un golpe de Estado cotidiano”.
No olvidemos esto que Mitterrand escribió en 1964, que tanto resuena en la Francia de Emmanuel Macron en 2024: “Porque, ¿qué es el gaullismo, desde que surgió de la insurrección y se apoderó de la nación? Un golpe de Estado cotidiano. La Constitución, ese papel mojado que lleva la firma de 18 millones de franceses, es arrugado sin cesar por la mano impaciente del general De Gaulle. En primer lugar, apoderándose del poder ejecutivo y reduciendo al gobierno al papel de agente subordinado. Luego, aislando al Parlamento en un gueto de exiliados para despojarlo de las tres cuartas partes de sus poderes legislativos y arrebatándole casi todos sus poderes constitucionales y, para rematar la faena, entregándolo al escarnio de la propaganda totalitaria mientras se burla de sus impotentes coletazos.”
Y, continuando la carga profética: “Finalmente, se deshará de los últimos controles inoportunos que pueden obstaculizar su marcha hacia el absolutismo: el Consejo Constitucional, al que obligará a entrar en el establo por un puñado de avena; el Consejo de Estado, que será amordazado; y el poder judicial, que será suplantado. Entonces, lo único que quedará en pie ante un pueblo maltratado será un monarca rodeado de sus sirvientes: en esas estamos.”
Y para apreciar la gravedad de los tiempos que corren, deberíamos escuchar también el final de las palabras de François Mitterrand sobre el jefe del Estado: “El primer ministro es su ayudante de campo, los demás sus ordenanzas. Lo que no le impide vigilar de cerca su pequeño mundo y mantener una brigada de oscuros y diligentes consejeros que dirigen y controlan las acciones ministeriales desde el Elíseo. Los miembros del Gobierno saben que dependen de un estado de ánimo y, para adaptarse a él, se entrenan para flexibilizar el espinazo. La mayoría lo consigue sin forzar su naturaleza. A algunos les duele pero consiguen un mérito adicional de la dificultad que tienen para mostrarse serviles.”
Emmanuel Macron, un presidente sin principios
Durante las décadas siguientes, Francia se ha quedado empantanada en este régimen iliberal que desprecia el papel del Parlamento, amordaza a la prensa y la tiene comprada por los amigotes de palacio. Pero las críticas continuaron: recordemos la denuncia de Valéry Giscard d'Estaing (1926-2020) del “ejercicio solitario del poder”. Pero nada ha cambiado y el presidencialismo ha seguido reforzándose con cada cambio de gobierno.
Incluso la propia izquierda se ha convertido a él. Primero François Mitterrand, que usó con deleite el golpe de Estado permanente que antes había denunciado; luego, más tarde, Lionel Jospin, que reforzó seriamente la perversidad autoritaria del sistema aprobando una reforma que invertía el calendario electoral, de modo que la elección presidencial se convirtió definitivamente en la votación reina de la vida política francesa, relegando las elecciones parlamentarias a un papel de validación de la elección presidencial.
Este es el sistema institucional –denominado “hiperpresidencia” con el mandato de Nicolas Sarkozy– que ha heredado Emmanuel Macron. Y no ha hecho de esas peligrosas instituciones el mismo uso que sus predecesores. Al peligro intrínseco de esas instituciones se ha añadido la perversidad personal –por utilizar el título del libro del sociólogo Marc Joly, La Pensée perverse au pouvoir (El pensamiento perverso del poder, edit. Anamosa, 2024)– de un jefe de Estado atípico, su falta de principios, su carácter calculador o manipulador.
El general De Gaulle fue desautorizado en el referéndum de 1969, sacó las consecuencias y, con gallardía, prefirió marcharse. Emmanuel Macron, rechazado en las elecciones europeas de la primavera pasada y ya sin mayoría absoluta, se aferra al poder y prefiere arrastrar a todo el país al caos antes que someterse al sufragio universal.
Peor aún, quien fuera elegido en 2017 y de nuevo en 2022 gracias al voto anti-Le Pen de una gran parte de los electores de izquierda, decide por su cuenta disolver el parlamento con el riesgo evidente de llevar al poder a la extrema derecha. Luego intenta organizar un vergonzoso guiso político con Marine Le Pen y Jordan Bardella, para seguir manejando los hilos desde el Elíseo e imponer una política de austeridad que el país no desea.
Competencia desesperada por el poder personal
En el debate sobre la crisis política actual, hay que leer las elucubraciones de muchos editorialistas de la prensa dominante. Para ellos, deben ponerse de acuerdo los parlamentarios con sentido común, los del “bloque central”, como impropiamente se les llama, y los del “responsable” Partido Socialista. Los diputados deberían aprender a pactar, como hacen los parlamentarios de tantos otros países.
¡Y qué más da! Para que el compromiso fuera posible tendría que haber un verdadero parlamento, dueño de su propia agenda y que no viva bajo el control del ejecutivo, utilizando innumerables armas institucionales antidemocráticas, como el artículo 49.3 y muchos otros.
Pero, ¿quién quiere una salida democrática así? Esa es de verdad la otra catástrofe: aunque pueda haber en momentos normales algunas voces que aboguen por una VI República, en estos tiempos de crisis nadie se lo plantea siquiera. Tanto en la derecha como en la izquierda, todos los candidatos están ya en la casilla de salida: tanto Marine Le Pen como Laurent Wauquiez o, en el otro bando, Jean-Luc Mélenchon, que ha excluido de La Francia Insumisa a todos los adversarios que podrían hacerle sombra en esta carrera. Al PS también le gustaría participar en la aventura, pero aún no ha encontrado a su candidato.
Se trata de una competición desesperada por el poder personal, que obsesiona a las élites políticas y mediáticas hasta el punto de no aprovechar la crisis del régimen, que está ahí, delante de sus ojos, para repensar un sistema institucional democrático y colectivo que devuelva la vitalidad a la soberanía popular y a la expresión de sus representantes, hoy completamente ninguneados.
En plena crisis del presidencialismo actual, ya podemos ver a los candidatos que sueñan con encarnar el presidencialismo del mañana, cuando lo que realmente necesita el país es algo diferente. Soñemos por un momento cuál podría ser esa otra salida: una Asamblea Nacional que, a la manera del Tercer Estado, reclame poderes constituyentes y se embarque en una profunda revisión de nuestra democracia y acabar de una vez por todas con el “ejercicio solitario del poder”.
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Traducción de Miguel López
De todas las batallas editoriales que Mediapart ha librado desde su fundación en 2008, hay una que siempre ha sido especialmente importante para nosotros: la batalla contra el presidencialismo. Nuestro periódico, comprometido con las reglas de una democracia viva y equilibrada, ha tratado constantemente de alertar a los lectores sobre los peligros de este sistema político.