¿Por qué tan tarde y por qué tan poco? La complacencia culpable de Joe Biden ante la devastación en Gaza

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René Backmann (Mediapart)

Ha hecho falta que el ejército israelí haya matado a más de 30.000 palestinos en la Franja de Gaza en cinco meses de guerra, y que tres cuartas partes de los 2,3 millones de habitantes del enclave expulsados de sus hogares por devastadores ataques aéreos y de tanques estén sufriendo una terrible hambruna, para que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tome una iniciativa espectacular.

¿Invocó el estatuto de aliado y protector histórico de Israel que Estados Unidos puede reivindicar legítimamente para obtener de Netanyahu una tregua en las operaciones militares, como en noviembre? ¿Habría permitido tal vez reanudar las negociaciones sobre la liberación de los rehenes de Hamás a cambio, como en noviembre, de la liberación de los detenidos palestinos? La respuesta es no.

¿Le señaló al primer ministro israelí que, desde octubre, sin las 180 lanzaderas de gigantescos aviones de carga de la USAF, el ejército israelí, equipado casi exclusivamente con armamento americano y que sólo dispone de ciertas municiones para unos pocos días de guerra, podría haberse visto obligado a frenar sus ataques o a agotar sus reservas? Eso habría proporcionado al presidente estadounidense un poderoso argumento para arrancar a su "amigo Bibi" el compromiso de no atacar Rafá, donde los trabajadores humanitarios temen que ocurra una "carnicería". Porque es allí donde se concentra la mayoría de los gazatíes desplazados por la guerra, una ciudad sin salida de la frontera egipcia, en condiciones materiales, sanitarias, de seguridad y psicológicas inhumanas. Misma respuesta: no.

¿Amenazó Biden al gobierno israelí con no utilizar su habitual derecho de veto cuando el Consejo de Seguridad estuviera a punto de votar una resolución que resultara desagradable o restrictiva para Israel? Eso podría haber incitado al gabinete de guerra israelí a revelar por fin sus intenciones para la posguerra. ¿O incluso a aceptar el principio, defendido por Washington y las capitales árabes amigas, de una administración provisional del territorio confiada, durante un período determinado, a una Autoridad Palestina renovada y reforzada, como primer paso hacia la reanudación de las negociaciones sobre la creación de un Estado palestino? Tampoco.

El presidente de la mayor potencia del planeta, impotente pero amante de los gestos mediáticos, incapaz de obligar a un aliado y protegido que le debe casi todo a poner fin a lo que ya parece el principio o un intento –cuando no una tentación– de genocidio, ha terminado por contentarse intentando suavizar el horror al proponer iniciativas humanitarias tan tardías como irrisorias.

Incapacidad para hacer respetar la ley

Así pues, Washington, que gasta cada año 3.800 millones de dólares en ayuda militar a Israel, y que desde el 7 de octubre ha estado militar y diplomáticamente al lado de Israel en su guerra para erradicar a Hamás y sus cómplices, ha decidido lanzar en paracaídas ayuda humanitaria y alimentos a la población de Gaza, como ya están haciendo Jordania, Francia y algunos otros países. Estados Unidos también ha anunciado su intención de construir un puerto provisional frente a la costa de Gaza para que puedan atracar los barcos con ayuda humanitaria.

Cuatro buques de la US Navy que transportan el material necesario para la construcción acaban de partir de sus bases en Virginia con destino a Gaza. Cada día podrían entregarse 2 millones de raciones y 4 millones de botellas de agua a los hambrientos gazatíes, privados de agua potable desde hace meses. El puerto debería estar disponible en un plazo de treinta a sesenta días. Aunque sean tardías y limitadas, ¿cómo no estar de acuerdo con estas dos iniciativas?

El problema es que revelan menos la generosidad y la solidaridad de Washington que su incapacidad y la de la "comunidad internacional" para obtener de Israel un mínimo de respeto a las leyes de la guerra. Porque los alimentos, el agua, las medicinas, los equipos médicos, el combustible y el refugio que los gazatíes desplazados necesitan urgente y vitalmente están disponibles, almacenados o ya cargados en cientos de camiones en territorio egipcio, a las puertas de Gaza. En otras palabras, a sólo unas horas de carretera de sus destinatarios.

Pero Israel, que controla la frontera, sólo permite la entrada de los camiones a cuentagotas, aplicando así un extraño concepto de responsabilidad que consiste en considerar a la población bajo el dominio religioso de Hamás como cómplice del movimiento islamista. Y eso ha llevado al ejército a infligir a los civiles de Gaza un castigo que se parece mucho a una venganza, porque ha sido incapaz de "erradicar" el aparato político y militar de los islamistas, como prometió Netanyahu el primer día de la guerra.

Una cosa es segura: las pocas toneladas de ayuda alimentaria lanzadas en paracaídas a un gran coste sólo representan una contribución bien venida pero casi simbólica en comparación con las necesidades diarias. Y pueden incluso convertirse en un peligro real: el 8 de marzo murieron cinco personas aplastadas por unos palés que se habían soltado de sus paracaídas y caído, según un testigo, "como cohetes" sobre los residentes que habían acudido a recoger su contenido.

El hecho de que países amigos de Israel se vean reducidos a poner en marcha una logística tan pesada y compleja, justificable en regiones escarpadas o aisladas (como antes el altiplano etíope o el Kurdistán), mientras que Gaza es fácilmente accesible por carretera desde Israel, Egipto y Jordania, confirma dos hechos importantes sobre este conflicto: uno, los dirigentes de Israel están decididos a seguir utilizando deliberadamente la hambruna como arma de guerra; y dos, los amigos de Israel, Estados Unidos y la Unión Europea, así como los países árabes vecinos que han firmado tratados de paz con Israel, como Jordania y Egipto, son impotentes para actuar o son cómplices al tolerar las violaciones del derecho internacional perpetradas por el gabinete de guerra de Netanyahu.

Es difícil ignorarlo: durante los últimos veinte años, la Franja de Gaza ha sido transformada en una prisión al aire libre por el bloqueo militar israelí. Una barrera terrestre, supuestamente infranqueable hasta el 7 de octubre de 2023, hace frontera con Israel, mientras que otra dobla la frontera con Egipto. La costa, estrechamente vigilada por la marina israelí, es inaccesible. El aeropuerto internacional, destruido en 2002 por el ejército israelí, está inutilizable.

Sin salidas, la actividad agrícola e industrial del enclave, víctima también de la incompetencia, la corrupción y la dejadez de Hamás, se reduce a casi nada. La tasa de desempleo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), supera las tres cuartas partes de la población activa. La población se mantiene con vida gracias a la ayuda internacional, entregada y distribuida por las agencias de la ONU.

Hasta el comienzo de la guerra, una "inyección rutera" de 500 camiones diarios garantizaba esa misión. Hace quince días, el Programa Mundial de Alimentos estimó que el volumen autorizado había descendido a 150 camiones diarios y que como mínimo habría que duplicarlo para satisfacer las necesidades más básicas del territorio. También para evitar una hambruna devastadora, de la que Israel, "potencia ocupante", sería responsable en virtud de las Convenciones de Ginebra.

¿Por qué, tras cinco meses de guerra, de inútiles maniobras y de idas y venidas diplomáticas para ponerle fin, obtener una tregua o aliviar el calvario de los civiles gazatíes, Joe Biden ha optado finalmente por salir del estancamiento proisraelí en el que se ha visto confinado? ¿Por qué actuar? ¿Por qué tan tarde y por qué tan poco? ¿Será porque los 31.000 muertos, en su mayoría mujeres y niños, causados en cinco meses, representan el equivalente a la mitad de las pérdidas militares americanas durante los veinte años de la guerra de Vietnam, y esa cifra no puede ser ignorada por un presidente de Estados Unidos, aunque le flaquee la memoria?

Elecciones presidenciales a la vista

¿Es porque, como señaló Philippe Lazzarini, Comisario General de la UNWRA, "en cuatro meses han muerto más niños en la Franja de Gaza que en cuatro años de guerra en todo el mundo"? ¿O es porque "esas casas destruidas, esos barrios convertidos en montañas de escombros, esas familias, esos huérfanos sin comida, sin agua, sin medicinas le "han roto el corazón", según sus propias palabras en su último discurso sobre el Estado de la Unión?

¿O es porque, a ocho meses de las elecciones presidenciales americanas, la mayoría de las encuestas revelan un preocupante desencanto con Israel entre el electorado demócrata y una creciente simpatía por la causa palestina? Los jóvenes, las minorías y las mujeres culpan a la administración demócrata de no proporcionar una ayuda humanitaria adecuada a los palestinos.

En un momento en que el electorado republicano, reforzado como hace cuatro años por la contribución masiva de los evangélicos, ya ha sido movilizado por la retórica simplista y demagógica de Trump, Biden ve claro ahora que es crucial no permitir que su electorado se disperse, esforzándose por reunir a las corrientes disidentes y contestatarias –favorables, por ejemplo, a la causa palestina– en torno a los grandes batallones del Partido Demócrata, históricamente favorecidos por la mayoría de los votantes judíos americanos. Aunque desde hace unos diez años el apoyo demócrata a Israel y a su gobierno ha disminuido.

Esta tendencia fue confirmada el 14 de marzo por Chuck Schumer, líder de la mayoría demócrata en el Senado y figura destacada de la comunidad judía estadounidense, que pidió la dimisión de Netanyahu y la convocatoria de nuevas elecciones, pues de lo contrario su creciente aislamiento diplomático podría convertir a Israel en un "Estado paria".

Netanyahu sabe que el final de la guerra será también el final de su carrera política

De ahí la actitud de Biden, difícil de aceptar para una opinión pública distraída, de afirmar que "no hay ninguna línea roja que restrinja el suministro de armas y material militar a Israel", al tiempo que emprende una costosa y compleja operación logística para proporcionar ayuda humanitaria vital a los mismos que son objetivo y blanco de las armas americanas de los soldados israelíes. La situación es tan desconcertante como la valoración que hace el presidente americano de su "amigo" y aliado Netanyahu, quien, a sus ojos, "hace más mal que bien a su país".

Sin duda, antes de pronunciar esa contundente frase, Biden había visto la última "Evaluación Anual de Amenazas" de los servicios de inteligencia americanos, publicada el lunes 11 de marzo, según la cual "podrían verse amenazadas las posibilidades de supervivencia de Netanyahu como líder y de su coalición de partidos de extrema derecha y ultraortodoxos". Según ese documento, "el grado de desconfianza pública hacia Netanyahu y su forma de gobernar ha seguido empeorando, incluso en comparación con la situación ya muy desfavorable de antes de la guerra. Esperamos grandes manifestaciones exigiendo su dimisión y nuevas elecciones. Un gobierno diferente, más moderado, es una posibilidad".

Aunque sus conclusiones se vean confirmadas por las encuestas y sondeos de opinión realizados en los últimos meses, este cuadro de la situación política israelí dista mucho de representar la realidad política del país, que es más compleja y mucho más preocupante. En efecto, mientras dos tercios de los israelíes piden la dimisión de Netanyahu y la convocatoria de elecciones anticipadas y se multiplican las manifestaciones que exigen al gobierno la liberación de los rehenes, y aunque el primer ministro es cuestionado incluso en el seno del gabinete de guerra, más del 85% de sus compatriotas aprueban su forma de dirigir la guerra.

Netanyahu, un político cínico, egoísta y mentiroso, es muy consciente de que el trauma del 7 de octubre de 2023 ha provocado en la población un deseo de venganza sin precedentes. Tampoco ignora que el final de la guerra será también el final de su carrera política y que tendrá que rendir cuentas. Según un observador informado, su negativa a pensar en qué se convertirá entonces Gaza es "un reflejo de la política que siguió antes del 7 de octubre: procrastinación e improvisación". Dicho esto, aunque "Bibi" es una caricatura del clima político de su país, no es un "accidente" aislado, una anomalía electoral que resolverá todos los problemas de Israel simplemente deshaciéndose de él.

Es cierto que ha instigado o alentado una serie de excesos políticos cuestionables, como la equiparación de cualquier crítica a las políticas de Israel con el antisemitismo, o el obstinado intento de conferir a Israel, debido a su historia específica, una especie de extraterritorialidad moral y jurídica o de impunidad permanente. O ese concepto barroco, derivado del discurso populista de los regímenes "iliberales", que consiste en invocar su elección por sufragio universal para desafiar los frenos y contrapesos. Incluso cuando no siempre han supuesto un obstáculo insalvable para sus iniciativas, como el Tribunal Supremo israelí.

Netanyahu está hoy en el poder gracias a su alianza con los extremistas religiosos y los colonos racistas, pero no es el único responsable de la radicalización étnica del país. De hecho, son todos los partidos políticos israelíes, de izquierda y de derecha, los que han defendido la ocupación militar de los territorios conquistados en 1967 y luego han apoyado y desarrollado, antes, durante y después de las negociaciones de Oslo, la estrategia de colonización de los territorios ocupados que aseguró el fracaso del proyecto presentado por Rabin y Arafat.

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Son también los mismos que votaron en la Knesset a favor de la construcción del muro y la barrera condenados en 2004 por la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Y quienes en julio de 2018 aprobaron una ley fundamental de valor constitucional que declara a Israel como el Estado-Nación del pueblo judío. Es decir, estableciendo una etnocracia en Israel, o lo que es lo mismo, un régimen de apartheid.

La salida de escena de Netanyahu despejará sin duda el horizonte. Pero de momento, mientras el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, emprende una nueva ronda diplomática en la región –la sexta desde el 7 de octubre– para intentar obtener el cese de los combates, nadie puede decir, como señala el diario Haaretz, si los israelíes desean realmente el fin de la guerra. Tampoco se puede decir que los amigos de Israel hayan hecho todo lo posible para animarles a hacerlo.

Traducción de Miguel López

Ha hecho falta que el ejército israelí haya matado a más de 30.000 palestinos en la Franja de Gaza en cinco meses de guerra, y que tres cuartas partes de los 2,3 millones de habitantes del enclave expulsados de sus hogares por devastadores ataques aéreos y de tanques estén sufriendo una terrible hambruna, para que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, tome una iniciativa espectacular.

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