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Más allá del caso de Diana Quer

En el tránsito de un año a otro ha estallado uno de esos casos que muestran a las claras la urgente necesidad de reivindicar el ejercicio de un periodismo honesto para construir una sociedad mejor. Descuiden: no se trata de sermonear ni de pontificar sobre lo que cada cual debe o no debe hacer, ni mucho menos de presumir de lo que unos hacemos para denigrar lo que hacen otros. Se diga lo que se diga, el mundo de la información es una de las profesiones donde más perros comen carne de perro, aunque sólo se trate de las migajas (a menudo simples peleas de vanidades), porque entre las grandes corporaciones y grupos mediáticos lo habitual es que nadie dispare contra el negocio común, ese entramado que obedece más a los intereses de poderes económicos, financieros o políticos que a los de lectores, espectadores u oyentes. Lo cierto es que el desenlace del caso Diana Quer ha puesto de nuevo en evidencia la permanente confusión entre lo que es periodismo y lo que es crudo entretenimiento. Entre lo que debería ser un oficio de servicio público y lo que desde hace demasiado tiempo ha dado prioridad absoluta a la multiplicación de audiencias y al margen de beneficios.

Sé que probablemente hay reflexiones que no serán en absoluto populares, y que vivimos tiempos dominados por la posverdad, el ruido y la fugacidad, pero ahí van unos apuntes sinceros por si contribuyen en algo al debate abierto:

 

  • El tratamiento que distintos medios (programas de televisión, periódicos de papel y digitales) hicieron de la desaparición de Diana Quer estuvo más guiado por el morbo que por el deber de informar. Hurgar en el carácter de la joven, en la relación entre sus padres o en desavenencias familiares para insinuar o directamente sostener la posibilidad de que la desaparición fuera voluntaria y estirar hipótesis sin pruebas durante meses debería llevar a esos medios y periodistas como mínimo a una petición de disculpas a la familia y a sus espectadores o lectores. A menudo se trata de programas y profesionales que no se cansan de exigir (con razón) autocrítica a los políticos y funcionarios públicos. Apliquémonos el cuento. (Aquí una selección de titulares realizada en kamchatka.es).

 

  • Lo ocurrido no es producto de la sociedad digital. Recuerden la vergüenza colectiva ante la cobertura del secuestro, violación y asesinato de aquellas niñas de Alcasser en noviembre de 1992. Es cierto que la existencia de Internet y de las redes sociales agiganta el eco de falsedades, calumnias y disparates, además de crear la falsa sensación de pertenecer a una gran comunidad activa, poderosa  e hiperinformada (lean si no lo han hecho En el enjambre, de Byung-Chul Han, para rebajar bastante esas expectativas). Pero es innegable que precisamente la sociedad digital se distingue por un consumo voraz de datos y opiniones y por una necesidad permanente de contrastar la información recibida (lo explica muy bien Belén Barreiro en La sociedad que seremos). Es mucho más fácil engañar a quien sólo consume el prime time televisivo y lee su periódico de cabecera que a quien navega a diario por la Red comparando versiones, análisis y documentos. (Otra cuestión es el sectarismo que nos caracteriza y el empeño en cerrar ojos y oídos a todo aquello que no coincide con lo que previamente pensamos. Recomendable, por cierto, este post firmado por Pau Marí-Klose en El Periódico).

 

  • Por enésima vez el machismo es uno de los factores clave en el origen del tratamiento informativo y de la percepción social de un hecho concreto. Basta comparar el caso de la desaparición de Diana Quer y el del juicio contra La Manada por la violación de una joven en los Sanfermines. Si una mujer amenazada no se resiste poniendo en juego su propia vida, entonces se alimenta la sospecha del “consentimiento”. Y no sólo lo hacen abogados sin escrúpulos sino también supuestos periodistas y opinadores. Lo hicieron con la joven violada en Pamplona y lo hicieron durante meses con Diana Quer cuando se desconocía su paradero. Es cierto que los presuntos autores del primer delito no son asesinos y el presunto autor del segundo sí lo es, pero ambos casos están unidos por un nexo innegable: la violencia machista. Lástima que no dediquemos mucha más energía, tiempo y titulares a denunciar que en esta sociedad digitalizada, globalizada y consumista una mujer no pueda regresar a casa sola y de noche sin pasar miedo o sin que se lo provoquen directamente unos cuantos machotes que se crucen en su camino. Usar el último modelo de smartphone no es incompatible con tener un cerebro medieval acerca de la relación entre distintos sexos.
La autopsia determina que Diana Quer murió estrangulada y no atropellada

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  • Uno de los rasgos que definen estos tiempos de la posverdad es la exageración permanente. No es algo nuevo tampoco, de hecho caracteriza el sensacionalismo o amarillismo desde siempre, y es injusto aplicarlo de forma generalizada al periodismo de sucesos, quizás la mejor escuela del oficio siempre que quien lo enseñe y quien lo practique respeten las reglas básicas de este oficio. Pero no nos engañemos: la exageración, la distorsión y la manipulación empleadas por algunos medios para explotar el morbo de cualquier crimen no tienen nada que envidiar a las que habitualmente otros medios (o los mismos) aplican en contenidos sobre política o economía. No habrá sangre, pero sí víctimas.

 

  • El debate abierto ante el desenlace del caso de Diana Quer resultaría útil si sirviera para empezar a distinguir el periodismo de la pura banalidad. Que nadie perciba el menor afán moralista ni mucho menos pretencioso en esa distinción. (Para curarse de esa falsa épica que a menudo nos otorgamos los informadores conviene releer de cuando en cuando El periodista y el asesino, de Janet Malcolm, un retrato genial de la hipocresía que practicamos). Se trata de que cada cual (sea o no periodista) asuma que asistimos a una permanente confusión entre un oficio que exige aplicar unos determinados principios y un gran negocio basado en el simple entretenimiento. Muy respetable, siempre que no se disfrace de lo que no es.

La responsabilidad de cumplir nuestra obligación o dar prioridad a la batalla del clic o del share a costa de lo que sea no es trasladable a la audiencia ni a redactores que trabajan condicionados por la precariedad. Está en manos de las empresas y de las direcciones de los medios, libres (se supone) para elegir si plantamos cara a la posverdad o continuamos dilapidando los restos de la credibilidad perdida.

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