Buzón del desahogo

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El otro día escuchaba que el periódico The New York Times ha abierto un buzón de voz para que sus lectoras llamen y se desahoguen. Sí, lo he escrito bien, sus lectoras. Han comprobado que el confinamiento, el teletrabajo, la falta de clases presenciales de sus hijos, están haciendo mella sobre todo en las mujeres: sobre ellas ha recaído la titánica tarea de conciliar toda esta nueva situación y el resultado es que ha supuesto una sobrecarga de trabajo; muchas sienten que ya no pueden más, que les faltan horas del día para poder llegar a todo. Así que el buzón, básicamente, se ha convertido en una especie de terapia… para gritar. Sí, la mayoría no dice nada cuando salta el pitido, simplemente lanza un grito desesperado, un berrido que dura varios segundos. De esa forma se desahoga, libera la tensión y ¡hala!, a por el día, a afrontar de nuevo una maratón de reuniones virtuales, clases online, deberes en casa y horas interminables en la cocina para alimentar a toda la tropa. No dan abasto y se sienten superadas, como tantas y tantas mujeres. Contaba el corresponsal de Onda Cero en el programa de Julia en la Onda que empieza a ser habitual escuchar ese alarido desesperado femenino en muchas calles de los barrios residenciales de la gran ciudad.

Yo lo escuchaba con cierta envidia y pensando dónde podría imitar a mis colegas neoyorquinas sin que ningún vecino se asustara y acabara llamando al 112. ¿Un parque alejado, sin gente, donde lanzar ese grito de “ya no puedo más”? ¿Coger el coche e irte al monte a gritar? Sí, esta semana tengo la imperiosa necesidad de liberar la tensión, de sacudirme la sensación de que se me ha sobrado el vaso y volver a cargar pilas para seguir. Y no tanto por el agobio de las miles de mujeres que se sienten como malabaristas en un circo de tres pistas sino por el hartazgo de ver que quienes deberían ser ejemplares, pasan de todo.

Confieso que albergaba la esperanza de que, en Semana Santa, por fin, podría ver y abrazar a mi madre. Había hecho números, calculado que, por su edad (es mayor de 80 años), para esas fechas, ya tendría las dos dosis de la vacuna puestas y por fin podríamos verla y con verla me refiero a verla en persona, a poder tocarla, abrazarla. Desde agosto no estamos con ella. Y las videollamadas, ¿qué quieren que les diga?, están bien, pero después de tantos meses, agotan. Así que me ha caído como un jarro de agua fría la certeza de saber que tampoco en Semana Santa podremos coger el coche e ir allí: primero porque todavía no tendrá las dos dosis de la vacuna puestas (a día de hoy ni siquiera la han llamado para ponerle la primera…) y segundo, porque es más que evidente que habrá cierre perimetral de todas las comunidades, se ponga como se ponga Ayuso. Serán lentejas, y como pasó en Navidad, la responsabilidad es lo primero y nos quedaremos en casa. Esperando a que llegue el momento de los abrazos. Aunque sean demasiados meses, desde agosto, aunque el cansancio pese.

Por eso, cuando escuché las explicaciones que dieron las infantas para justificar que se vacunaran en Emiratos Árabes, pensé que el vaso de la paciencia se me sobraba. Su explicación es que, con la vacuna, pueden viajar más fácilmente a ver a su padre. ¿Hola? A ver, vamos por partes.

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Tiene razón Martínez Almeida cuando dice que las vacunas de las infantas Cristina y Elena no han supuesto un perjuicio para ningún español, es cierto, sus vacunas no son las que deberían ponerse aquí. Hasta ahí todos de acuerdo. No se las han quitado a nadie.

Pero estaremos también de acuerdo en que el gesto, sólo el gesto, evidencia estar completamente al margen de la realidad. No saber lo que pasa a tu alrededor y, lo peor, no importarte lo más mínimo. Vivir sabiendo que puedes estar por encima de todo y que, además, no pasa nada. Sin medir las consecuencias para la institución a la que perteneces, la que te dio esos privilegios de los que ahora disfrutas. Sin medir el impacto que puede suponer sumar una más a la larga lista de desaciertos.

Así que sí, yo creo que estoy por pedir el teléfono del buzón de voz del NYT y pegar un par de gritos para poder terminar la semana y hacerlo con cierta paz. Y de paso, voy a darles el teléfono a los responsables de prensa de Zarzuela, que imagino que ellos también necesitarán desahogarse.

El otro día escuchaba que el periódico The New York Times ha abierto un buzón de voz para que sus lectoras llamen y se desahoguen. Sí, lo he escrito bien, sus lectoras. Han comprobado que el confinamiento, el teletrabajo, la falta de clases presenciales de sus hijos, están haciendo mella sobre todo en las mujeres: sobre ellas ha recaído la titánica tarea de conciliar toda esta nueva situación y el resultado es que ha supuesto una sobrecarga de trabajo; muchas sienten que ya no pueden más, que les faltan horas del día para poder llegar a todo. Así que el buzón, básicamente, se ha convertido en una especie de terapia… para gritar. Sí, la mayoría no dice nada cuando salta el pitido, simplemente lanza un grito desesperado, un berrido que dura varios segundos. De esa forma se desahoga, libera la tensión y ¡hala!, a por el día, a afrontar de nuevo una maratón de reuniones virtuales, clases online, deberes en casa y horas interminables en la cocina para alimentar a toda la tropa. No dan abasto y se sienten superadas, como tantas y tantas mujeres. Contaba el corresponsal de Onda Cero en el programa de Julia en la Onda que empieza a ser habitual escuchar ese alarido desesperado femenino en muchas calles de los barrios residenciales de la gran ciudad.

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