Hace justo un año, más o menos, escribía por aquí sobre el esfuerzo económico y personal que muchas familias tienen que realizar cuando llega a sus vidas un diagnóstico de TDAH, déficit de atención. Ponerle nombre a lo que les pasa a sus hijos es en parte un alivio pero es también el principio de un largo peregrinaje por orientadores, especialistas, pedagogos que den seguridad y herramientas a esos niños que se sienten perdidos, que no saben cómo asimilar todo lo que aprenden y todo lo que les pasa por su cabeza. No todos los centros cuentan con esos apoyos y eso genera una cierta desigualdad en las oportunidades que se les da a cada niño.
Es una lotería lograr encontrar a ese profesor, tutor, maestro, que logre tener la formación y la paciencia suficiente para activar la tecla que active a esos niños, que les de la confianza necesaria para dejar de verse como los últimos de la clase y empezar a explorar sus otras fortalezas. Cuando lo logran el cambio es espectacular. No cuesta sentarse a hacer deberes, porque no hay deberes que hacer, sino actividades que completar. Ganan en autonomía, ganan en seguridad.
Por eso hoy a todos esos niños les quiero contar la historia de un hombre, que hace muchos, muchos años (500 para ser exactos) tenía las mismas barreras que ellos para seguir el ritmo de la clase, las explicaciones del profesor, las tareas que había que llevar. No lograba acabarlos todos, de hecho, sus deberes a medio terminar han sido de lo más comentado en estos últimos años. No se le podía definir ni como pintor, ni como inventor, ni como escultor. Porque era todo eso y era mucho más. Era un hombre inseguro, según los que han estudiado su vida dicen que él siempre creyó que había fracasado en la vida, tenía problemas también de visión cuando se hizo mayor y ahora sabemos que también tenía TDAH.
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Seguro que de él habéis hablado en clase muchas veces. Habéis comentado sus obras más famosas, habéis tenido incluso que hacer algún trabajo sobre él y su vida. De hecho, uno de sus cuadros es de los más visitados en el mundo. Millones de personas desfilan cada año ante la sonrisa de una mujer enigmática que pintó en el siglo XVI. La Mona Lisa.
Sí, a él, Leonardo Da Vinci, al genio de la Edad Media, al hombre adelantado a su tiempo, al hombre que siempre se sintió incomprendido, le pasaba lo mismo que a ti. Era disléxico, confundía las letras cuando leía, era zurdo, no lograba concentrarse en una única tarea y saltaba de una a otra sin acabarla. Por cierto, esos dibujos inacabados se venden por millones de euros en las subastas, y todo el mundo, cuando habla de él, le pone la coletilla de genio a su apellido.
Así que amigo, no te hagas pequeño cuando en clase no consigues seguir las explicaciones o cuando te sientas delante de una hoja en blanco y no sabes por dónde empezar. No te sientas pequeño cuando estudies algo y no sepas luego expresarlo por escrito. Tienes un montón de cosas que ofrecer, tu talento es único y, si dudas, acuérdate de Leonardo Da Vinci. Él también se sintió como tú.
Hace justo un año, más o menos, escribía por aquí sobre el esfuerzo económico y personal que muchas familias tienen que realizar cuando llega a sus vidas un diagnóstico de TDAH, déficit de atención. Ponerle nombre a lo que les pasa a sus hijos es en parte un alivio pero es también el principio de un largo peregrinaje por orientadores, especialistas, pedagogos que den seguridad y herramientas a esos niños que se sienten perdidos, que no saben cómo asimilar todo lo que aprenden y todo lo que les pasa por su cabeza. No todos los centros cuentan con esos apoyos y eso genera una cierta desigualdad en las oportunidades que se les da a cada niño.