Volver a los bares

4

Reconozco que calculé la incidencia que había en Madrid, el número de personas que había en la sala y cuántas, según la estadística, podían estar infectadas. Me salió que probablemente cero. Aun así, medí las distancias y calculé mis movimientos. Un tipo se acercaba y le decía a la gente que se sentara e impedía que los de una mesa se acercaran a las demás. La interacción se ceñía a aquellos con los que hubieras entrado. Había espacio, nadie sudaba, no te rozaban. Sí, el otro día volví a un bar. A un garito. A los bares.

Fue una de tantas escenas surrealistas como las que hemos vivido desde marzo de 2020. Era raro, artificial, casi descorazonador. Ya casi ni me acordaba, porque hacía más de dos años que no lo hacía (añadan a una pandemia ser padre de dos hijos) y me resultó particularmente inquietante. No había estado en un interior tanto tiempo desde que nos confinaron. Tenía pinta de esas otras experiencias de vuelta a la normalidad que resultan tan agridulces, que nos hacen ver que ya nada volverá a ser como antes, que no nos dejan lo bien que deberían.

Entonces miré a la gente. Estaba eufórica. Y era pronto, tremendamente pronto, así que no había dado tiempo a que el alcohol hiciera su efecto, más entre una parroquia en la que creo que nadie cumplía los 30 ya. Pero todo el mundo parecía particularmente feliz. Realmente feliz. Una felicidad colectiva, entendí, que hacía demasiado tiempo que no vivía. La sensación de estar bien todos juntos, sin poder estar revueltos, pero sí, de alguna manera, unidos. Desconocidos pero unidos.

ETA como necesidad

Ver más

Luego Sabi, el emperador del Moloko, pinchó una canción que allí se sabía todo Dios. Y empezaron a cantar: "Deberíamos decir más veces / te deseo lo que te mereces", gritaban. Y me di cuenta de lo mucho que he echado de menos a la gente estos meses, casi años. No a mi gente, sino a la gente. A los desconocidos. A los que no volverás a ver pero, de alguna manera, contribuyen a tu vida un rato. Que empujan sin querer a que seas un poco más feliz.

Y pensaba mucho mientras cantaban, la cabeza me iba deprisa, y (juro que es de verdad) se me vinieron a la mente aquellas seis de la tarde en las que le daba a F5 para ver cuántos muertos había habido en Italia, porque pensaba que cuando allí bajaran, acabarían descendiendo aquí. Y los días de no salir de casa, de ponerme las ruedas de prensa de Fernando Simón porque me calmaban, de pensar si me había tocado la cara demasiado o si no había desinfectado bien las naranjas. Y el daño que nos ha hecho todo eso que, en mi caso –entendí mientras esas personas extrañas coreaban a Viva Suecia–, había sido mucho. No fue hasta un día de septiembre de 2021 que entendí el daño que me hizo la primavera de 2020.

No creo que vuelva a un bar pronto. Quizá sí, porque me encantó, pero no lo quiero pensar demasiado. Tampoco creo que cada vez sea una experiencia catártica. Pero sí, al menos, esa noche aprendí que necesito también a la gente que no conozco. Y ahora hay una canción que ya va a significar eso para siempre.

Reconozco que calculé la incidencia que había en Madrid, el número de personas que había en la sala y cuántas, según la estadística, podían estar infectadas. Me salió que probablemente cero. Aun así, medí las distancias y calculé mis movimientos. Un tipo se acercaba y le decía a la gente que se sentara e impedía que los de una mesa se acercaran a las demás. La interacción se ceñía a aquellos con los que hubieras entrado. Había espacio, nadie sudaba, no te rozaban. Sí, el otro día volví a un bar. A un garito. A los bares.

Publicamos este artículo en abierto gracias a los socios y socias de infoLibre. Sin su apoyo, nuestro proyecto no existiría. Hazte con tu suscripción o regala una haciendo click

aquí. La información y el análisis que recibes dependen de ti.

>