El debate no son las armas Pilar Velasco

Volver al punto de partida del duelo. Tirar por tierra lo logrado en catorce años. Retroceder. En unos pocos días, la vida de Ruth Ortiz se ha vuelto a poner del revés. Como para no hacerlo. En una de las páginas de ese libro es la voz del autor, y no la del asesino, la que concluye que, después de romper la relación con él, Bretón se había convertido en una bomba exterminadora que sólo Ruth podía desactivar. ¿Cómo? Llamándole por teléfono para volver con él. ¿No es acaso una manera injustísima de hacer recaer sobre sus hombros el peso de la culpa? Nunca, nunca jamás, una víctima es responsable de la violencia que sufre.
Después de que un juez paralizara su publicación, este miércoles sale a la venta ‘El odio’ de Luisgé Martín, con el testimonio directo del asesino machista que mató a sus dos hijos, de seis y dos años, para martirizar de por vida a su exesposa. Lo hizo para vengarse de ella, para infligir un dolor infinito a Ruth. Bretón nunca reconoció el crimen en el juicio a pesar de la consistencia de los indicios. Solo lo confesó muchos años después de ser condenado, en una terapia de grupo en prisión. En su momento, no se trató así, pero fue uno de los primeros casos mediáticos de violencia vicaria. Ese concepto misógino cuyas cifras no han dejado de aumentar en los últimos años.
El libro es un arma más del asesino para volver a dañar a su víctima, a la que el sistema falla en su protección. Es el altavoz con el que Bretón vuelve a manipular a Ruth
El debate está viciado. Porque quien habla estos días de libertad de expresión no tiene en cuenta que el libro es un arma más del asesino para volver a dañar a su víctima, a la que el sistema falla en su protección. Es el altavoz con el que Bretón vuelve a manipular a Ruth, mientras ella tiene que volver al punto de partida del duelo, al día del asesinato de sus hijos. Se llama revictimización y, según la ley, no debería producirse.
Hay otro error de base que repiten las expertas feministas estos días. El autor decidió hablar con el asesino únicamente. Es sólo su voz la que está recogida en las 170 páginas. No quiere, escribe de forma literal, distracciones y por eso no cuenta con Ruth Ortiz. Es la única víctima viva del crimen, ¿acaso no tiene valor lo que tiene que decir?¿Por qué nadie la avisó para informarle ni antes, ni durante, ni después de la publicación? Ella ha contado que se enteró por la prensa, ¿por cuántas manos pasó esa decisión? ¿Pensó alguien en su dolor?
Otra de las trampas de concederle la voz protagonista al asesino tiene que ver con los vacíos de su relato. ¿Cómo los completa el autor? Si se hubiera interesado por la víctima no tendría que haber echado mano de la imaginación o de la hemeroteca. Pongamos un ejemplo: ¿sería completa una obra sobre el 11M sin el valor informativo de los supervivientes? No se trata, en último caso, de incluir sus testimonios en la obra, pero sí de poseer el contexto que sólo ellos pueden ofrecer.
Es el propio Martín, y muchos de los que defienden la obra —algunos sin ni siquiera haberla leído— los que comparan El odio con El adversario de Emmanuel Carrere o A sangre fría de Truman Capote. Son dos obras mayúsculas de la literatura que nacen de dos terribles sucesos. El asesinato de Breton fue un asesinato machista y eso marca una diferencia abismal con las otras dos. La violencia de género es un tipo de violencia estructural muy específica que se ejerce sobre las mujeres por el mero hecho de serlo. Es una cuestión de Estado —algo que llevamos repitiendo décadas las feministas y que incluso ha reconocido el presidente del Gobierno—, así que la pregunta parece más que pertinente: ¿se puede abordar de forma tan poco profesional un problema estructural de tal gravedad? ¿No se banaliza, de esa forma la violencia y se lanza un mensaje erróneo a las víctimas? Si la intención era, como aseguran desde la editorial, adentrarse en la mente de un asesino, ¿por qué no han contado con la ayuda de un psicólogo forense o de una psiquiatra?
A lo largo de las páginas, Martín convierte a Bretón en un monstruo. En algún momento, llega incluso a afirmar que “ha perdido sus cualidades humanas”. El feminismo lleva años diciendo que los agresores machistas no son locos, ni seres marginales, ni bestias. Bretón llevó su machismo al límite, pero ni es inhumano ni está loco. Atribuirle atributos de este tipo sólo despolitiza la violencia contra las mujeres.
Cuando fue condenado a 40 años por el asesinato de sus dos hijos también se le impuso una orden de alejamiento de Ruth Ortiz. El libro es la herramienta con la que, casi quince años después, quebranta esa medida de protección ante los ojos de todos nosotros. Por eso, resulta paradójico que cuando el autor menciona las motivaciones que cree que han llevado a Bretón a hablar con él —desde la vanidad a la soledad— olvide la más importante: continuar haciéndole daño a Ruth Ortiz y eso debería conllevar la mayor reprobación social posible.
No se trata de poner límites a la creación artística, ni se trata de censurar. No creo que haya en el mundo una sola feminista que esté a favor de la prohibición de un libro. Sabemos lo que es, es nuestra historia —ya lo dijo Virginia Woolf: anónimo es un nombre de mujer— pero el arte, recordémoslo a fuego, no puede nunca pisotear los derechos humanos.
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