Si me queréis, irse: pequeño elogio de la soledad

Siempre me ha gustado estar solo. Desde pequeño, palabrita. No es que me costase hacer amigos o que en casa las cosas anduviesen peliagudas. Me he revisado: ni un triste trauma, tengo biografía que no da para autoficción. Aunque la literatura esté llena de solterones sofisticadísimos y eremitas brillantes, lo mío es, ya lo siento, una querencia más bien pedestre: habrá quien disfrute del motociclismo y a quien le apasione la bachata; a mí, sin embargo, me encanta que me dejen tranquilo.

Si no me interrumpen, puedo pasarme semanas sin hablar con nadie: socializando, si fuera menester, con la frutera, el carnicero y la cajera del supermercado. Lo juro: tengo buenos amigos y un admirable número de conocidos; no me dan sudores si suena el teléfono y jamás he necesitado ansiolíticos para aguantar una reunión familiar. Simplemente, me gusta estar solo. Aun así, mi inofensiva afición ha causado un sinfín de preocupaciones injustificadas. Por ejemplo, aquella vez que los profesores llamaron a mis padres porque, disgustado con un aula donde los pupitres iban por parejas, el pequeño Joaquín solicitó (¡muy cortésmente!) permiso para arrastrar su mesa hasta un rincón donde le dejasen a su aire. Calculo que tendría catorce años y no recuerdo si para entonces se había inventado el bullying, pero la tutora, que acababa de aterrizar en nuestro instituto, me animó a delatar a cualquier abusón. Viendo que le daba nones, convocó a mis santos padres que, tras escuchar el relato de lo ocurrido, lograron tranquilizarla: «el niño es así, no se preocupe».

Conste: mi natural inclinación no me convierte en un misántropo ni en un inadaptado. Disfruto mucho de la compañía de mis semejantes e, incluso, puedo asegurar que en ocasiones la anhelo

Lo sé. Me voy pronto de las fiestas, evito las aglomeraciones y siempre agradezco la oportunidad de declinar los guateques. Cuando estoy de viaje, procuro escaparme de los almuerzos multitudinarios (dos personas son ya un batallón) y de las cenas comunales. Aunque mi excentricidad pueda infundir temor a las familias tradicionales o a las parejitas casaderas, en una mesa para uno todos los platos te gustan. Tengo mis motivos, y son tan estériles como los que pudiera dar alguien que prefiera el chocolate a la vainilla. Conste: mi natural inclinación no me convierte en un misántropo ni en un inadaptado. Disfruto mucho de la compañía de mis semejantes e, incluso, puedo asegurar que en ocasiones la anhelo. Esta particularidad de mi carácter provoca, lo sé, más de un malentendido: tus coetáneos pueden comprender que prefieras la compañía de un otro a la suya, pero tienden enfadarse si los cambias por la nada.

En esos casos, uno puede intentar enumerar los simples porqués que justifican su actitud y, si la cosa se pone riesgosa, puede citar los versos de fray Luis de León: «Vivir quiero conmigo, gozar quiero del bien que debo al cielo…». Y si no les convencen las odas del siglo de Oro, chico, causa perdida. Con todo, es probable que el esfuerzo quede en nada, y que en la cabeza de vuestro interlocutor os empiecen a crecer las barbas y terminéis vestidos de saco. ¡Oh, incomprensión, terrible sino!

Pero, ¿sabéis cómo suelen acabar los incomprendidos? Más solos que la una, sin que nadie les incordie, gozando del silencio y de las voces de tu cabeza. No hay mal que por bien no venga.

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