Avanti tutti
Chipiona de Barrameda
Hola de nuevo. No han sido unas buenas vacaciones. Niza comienza a aburrirme y en Montecarlo el desembarco de multimillonarios rusos ha puesto el caviar a precio de kilovatio/hora. Y por si fuera poco, lo de Chipiona.
No sé si saben que Chipiona, donde nació Rocío Jurado, está a dieciséis kilómetros de Rota, donde nací yo. La geografía tiene a veces estos caprichos y, como ocurre en ocasiones con el Gordo de navidad, concentra en un breve espacio físico el alumbramiento de grandes personalidades.
Para los roteños de cierta edad, el Googlemaps de nuestra adolescencia no iba más allá de Jerez, Cádiz, los Puertos (Real y de Santa María), Sanlúcar y Chipiona. Con Chipiona teníamos además, por cercanía y tamaño, una especial relación de vecindad que, como ustedes no ignoran tratándose de municipios limítrofes, consistía básicamente en una secreta competencia –nunca resuelta– sobre cuál de los dos lugares era mejor. Solo que, al tratarse de Andalucía, esa rivalidad adquiría tintes más drásticos y se transformaba en cuál de los dos era el mejor lugar del mundo.
Los roteños estamos convencidos de que se trata de Rota, pero aceptamos que los chipioneros piensen lo contrario porque somos exquisitamente respetuosos con su derecho a estar equivocados.
Pese a esta soterrada disputa, no faltaba cariño en nuestra relación. Recorrer a pie por la playa los doce kilómetros que nos separan de Chipiona constituía para los roteños una ineludible aventura adolescente. A mitad de camino era obligado bañarse en la playa de La Ballena, ahora convenientemente urbanizada y convertida en Costa Ballena, lugar donde frecuentemente recalan madrileños masoquistas que, tal vez hastiados del oasis de libertad en que ha convertido Ayuso la comunidad, quieren experimentar qué tal se vive bajo la tiranía gaditana del sol y la sal. O, como la llaman los expertos en ciencia política, la dictadura del cazón en adobo.
Pues bien, ese cariño, esa entente cordiale entre estos dos pueblos puede haber saltado por los aires. A finales de agosto, el alcalde de Chipiona, Luis Mario Aparcero, apareció en la televisión local comunicando solemnemente a sus ciudadanos que había encargado un estudio para arrojar luz sobre un asunto acerca del cual no sabíamos que se cerniera oscuridad alguna: la desembocadura del Guadalquivir. El informe pretende dilucidar si el río desemboca en Sanlúcar de Barrameda, como se había creído hasta ahora, o si lo hace seis kilómetros y pico más al este, en Chipiona, como al parecer sospechan algunos chipioneros con su alcalde a la cabeza.
Luis Mario Aparcero hizo especial hincapié en que el estudio se llevaría a cabo de manera gratuita. Lo hizo seguramente porque teme que alguien pueda recriminarle el gasto de dinero público en él. Un error estratégico: advertir que un asunto que consideras tan relevante como para interrumpir el descanso veraniego y anunciarlo a bombo y platillo no merece un euro de inversión es, precisamente, dar cuenta de su irrelevancia. Es como si apareces en televisión señalando la importancia de usar mascarillas y mantener la distancia social, y luego te graban bailando sin ella en un chiringuito, que es, también precisamente, lo que le ocurrió hace poco a Luis Mario Aparcero.
En el vídeo –por el que pidió posteriormente disculpas– se apreciaba que, pese a ser alcalde, Aparcero no baila bien. Le pone ganas, muchas, pero le falta juego de cadera. Es posible, incluso, que lo que le falte sea la cadera directamente. Eso sí, consciente de sus carencias en el terreno de la danza, intenta sorprender al público con efectivas coreografías que recuerdan un poco al Circo del Sol si el Circo del Sol estuviera integrado exclusivamente por enfermos de artrosis.
En el terreno de la política Aparcero se maneja como en la pista de baile: sabe que la gestión no es nada sin el golpe de efecto. Que incluso la nada se transforma en algo gracias a él. Es un heterodoxo, un revolucionario que observa el mundo desde la perspectiva única de los genios. Por ejemplo, lo normal tratándose de informes suele ser encargarlos y luego hacer públicos los resultados, pero no, Aparcero ha entendido perfectamente que el cargo de alcalde no solo le dispensa de respetar el orden natural de los acontecimientos, sino que le obliga a crear acontecimientos a destajo. El equivalente a lo que ha hecho Aparcero sería ver a una celebrity aparecer en el Hola no para presentarnos a su hijo recién nacido, sino para anunciar que ha dejado de tomar la píldora. Ese es Luis Mario Aparcero y por eso me gusta.
Me gusta también porque ha entendido que el momento revisionista que vivimos obliga a revisar todo lo que pueda ser revisado siempre que de ello pueda obtenerse algún rédito político: ya se trate de si lo de Franco en el 36 fue un golpe de estado o –como yo creo– una invitación a debatir que se nos fue de las manos, o si el Guadalquivir desemboca en Sanlúcar.
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Aparcero es alcalde con el apoyo de PSOE e Izquierda Unida y pertenece a la formación Unidos por Chipiona. No sé si ocurre igual en el resto de España, pero en Andalucía no hay localidad que se libre de la existencia de un grupo político que use en sus siglas el nombre o el gentilicio de la población. Es una especie de minifundismo nacionalista que tal vez sea lo que dificulte el pasar a otro a escala regional. ¿Cómo vamos a abonarnos al nacionalismo andaluz si estamos ocupados en aclarar cuál de nuestros pueblos es “lo mejor del mundo”?
Los nacionalismos, por muy grande que sea el ámbito geográfico al que se remitan, están siempre conectados con lo pequeño, con la aldea y el terruño, y la grandilocuencia con que lanzan sus proclamas nunca está libre de caer en lo excéntrico cuando bajan a lo concreto, ya se trate de la catalanidad de Cervantes o el chipionerismo de la desembocadura del Guadalquivir. El verdadero nacionalismo no puede permanecer eternamente en el terreno de lo etéreo, como hasta ahora habíamos hecho roteños y chipioneros convencidos cordial y recíprocamente de nuestra propia superioridad. Tiene que dar el paso a lo tangible. Por eso la patria no está en el alma, que es solo idea, sino en las tripas. Lo cual explica alguna mala digestión del concepto.
Y mientras Luis Mario Aparcero planea anexionar a Chipiona la desembocadura del Guadalquivir, ¿qué hace el alcalde de Rota? Nada, no hace nada. No puede, por tanto, extrañarle que los roteños hayamos empezado a preguntarnos de qué sirve un alcalde que ni encarga estudios ni baila sin mascarilla en los chiringuitos. Si alguien tiene que poner orden en una zona que podría deslizarse peligrosamente hacia la balcanización, es él. Tal como yo lo veo, bastaría con que apareciera en Telechipiona y advirtiera a Aparcero: “Tenemos una base americana y sabemos cómo usarla”.