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¿Algún adulto en la sala?

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Va a cumplirse un año del estreno en España de una de esas películas que duran poco en la cartelera pero permanecen para siempre en la memoria del espectador. Su título, Comportarse como adultos, lo calca Costa Gavras del libro en el que se basa, la narración que el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis hizo de sus seis meses de negociaciones con la Unión Europea en la fase más dramática de la crisis de deuda que a punto estuvo de llevarse por delante el euro y que arrastró a la pobreza a millones de hogares en Grecia. En una escena clave, basada como el libro en las grabaciones que Varoufakis realizó con su teléfono móvil, en mitad de una reunión del Eurogrupo y la troika, se levanta de su asiento la entonces responsable del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, para gritar: “¡Hacen falta adultos en esta habitación!”. Tal era el nivel de la discusión, de las amenazas y de las humillaciones que algunos de los mandatarios presentes empleaban.

He recordado con demasiada frecuencia esa frase y esa escena en las últimas semanas y especialmente en los últimos días, a la vista del nivel del debate político y mediático al que asistimos (y me incluyo, por supuesto). Este mismo miércoles, como tantos anteriores, la sesión de control al Gobierno más bien aparentaba un ejercicio de descontrol de la oposición. La brecha entre las prioridades que angustian a millones de ciudadanos y el contenido del rifirrafe semanal en el Congreso crece al ritmo que crecen los contagios de forma inexplicada, y amenaza con desgastar el ya escaso crédito de la política cuando más falta hace recuperarlo. Es injusto generalizar y equiparar la actitud de unos y de otros, de quienes provocan y de quienes reaccionan a la provocación. No es lo mismo inventar o manipular datos con el único objetivo de sacar (supuestos) réditos electorales que intentar salvarse del tsunami cediendo a la tentación de dar “¡pista al (o a la) artista!”, como revancha política ante quienes estuvieron dos meses reclamando el fin del estado de alarma para gestionar “¡como dios manda!” una pandemia. No sólo no han sido capaces, sino que además proclaman ahora con desparpajo que quien“debe actuar” es el Gobierno al que tanto exigían la cesión del mando.

Ya basta, a mi juicio. Ya se ha entendido, salvo para quienes nunca querrán entenderlo, que vivimos en un Estado autonómico, “compuesto”, plural, descentralizado, con la gestión de la sanidad, la educación o la dependencia en manos de las estructuras políticas más cercanas. Ya sabemos que nadie estaba preparado para una emergencia de salud inédita y desconocida. No nos desgastemos más en discutir con quienes primero culparon al feminismo por convocar el 8M, después a Fernando Simón por no cerrar las escuelas cuando a nadie se le ocurría cerrar el Metro, y más tarde al ministro Illa por no sé todavía muy bien qué.

Lo cierto y comprobable es que en su día el Gobierno central, asesorado por científicos y de acuerdo con las comunidades autónomas, estableció una serie de criterios para la desescalada, entre los que eran fundamentales el refuerzo de la atención primaria y la contratación de un número suficiente de rastreadores para controlar posibles (y muy probables) rebrotes. Hay comunidades, como la de Madrid especialmente, que no han cumplido en ningún momento esos criterios. Ni en junio ni en julio ni en agosto ni en septiembre. Y aquí estamos, en la tarde de este miércoles, asumiendo que en los próximos días se decretarán “confinamientos selectivos” en Madrid como ya ha habido que decretarlos en otros territorios (ver aquí).

Es posible que la multiplicación de contagios fuera inevitable. No lo sé. Pero sí sé que me ofenden las “explicaciones” que se escuchan sobre la diferencia entre el número de positivos y la presión hospitalaria en España respecto a otros países y en Madrid respecto a otras ciudades. Ofende mucho escuchar a Isabel Díaz Ayuso hablar de que la multiplicación del virus en determinados barrios obedece a “una forma de vivir en Madrid” (ver aquí). No se trata tanto de racismo como de aporofobia, porque viene a concluir que la precariedad es algo voluntario, elegido por quienes la sufren, sean o no inmigrantes (ver aquí). (No me imagino que Ayuso incluya en su reflexión a la “inmigración” que habita en La Moraleja o La Finca, que también existe). Si quedaran restos de vergüenza y de dignidad, Ayuso tendría que haber completado su ¿reflexión? reconociendo que los datos desmienten esa insistencia suya y de su líder, Pablo Casado, adjudicando los contagios a la entrada de extranjeros por el aeropuerto de Barajas (ver aquí).

Así que hace semanas que echo en falta una reacción del Gobierno central que no tiene por qué consistir en el regreso directo a un estado de alarma. Echo de menos que, del mismo modo que se establecieron unos criterios sobre atención primaria o rastreadores para cambiar de fase, se advierta de forma pública y transparente que esos criterios no se han cumplido ni de lejos, y que por lo tanto no se dan las condiciones para mantener en algunas zonas la mal llamada “nueva normalidad”. Me saca de quicio, lo reconozco, que el presidente del Gobierno entre en el barro dialéctico para discutir con la oposición quién lo ha hecho mejor o peor, quién miente más o menos, en lugar de ejercer su responsabilidad institucional poniendo datos sobre el atril y actuando en consecuencia. Si una comunidad no cumple los baremos que garanticen la reacción a los rebrotes, marcha atrás de inmediato. Es mejor que las decisiones cuesten votos a que cuesten vidas.

Seguro que la peor situación de España respecto a otros países no obedece a un solo factor, y que la explicación es más compleja. Ni nuestros jóvenes son más irresponsables o más golfos que los italianos ni nuestro sistema de salud pública es peor que el resto, por más que en la última década haya sufrido severos recortes decretados por quienes se atreven ahora (con desparpajo) a prometer grandes refuerzos que nadie puede creer. Pero al menos intentemos pensar con alguna lógica. ¿Por qué Nueva York, que alcanzó niveles de colapso similares a Madrid casi por las mismas fechas, ha superado la emergencia y progresa adecuadamente? ¿Tendrá algo que ver el hecho de que la desescalada fue mucho más lenta, que esperó a tener menos de un 5% de positividad en las pruebas o que el interior de los restaurantes sigue cerrado a día de hoy y sólo permitirá un aforo del 25% desde el 30 de septiembre? (ver aquí).

Yanis Varoufakis: "La respuesta de la Unión Europea a la crisis del covid es un crimen contra la lógica"

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Necesitamos más adultos en la sala. Nadie dice (salvo los Illuminati de este siglo) que sea fácil gestionar la coyuntura, pero no es la hora de tacticismos ni de cesiones a la provocación fácil y sectaria. Es más bien hora de que cada cual cumpla sin excusas sus obligaciones y responsabilidades. Vale para los imbéciles que incumplen las reglas de distancia, de uso de la mascarilla o de información sobre contactos y vale para quienes desde los púlpitos de la política se empeñan en lanzar anuncios de puro márqueting: no sé cuántos miles de PCRs, no sé cuántos miles de contratos a profesores, no sé cuántos millones de ayudas a los más necesitados… De verdad, no sé cuántos. Lo que sé es que en mi entorno tengo (como supongo que la mayoría de socios o lectores de infoLibre) casos de familiares, amigos o conocidos que llevan más de diez días esperando el resultado de una PCR después de iniciar síntomas o tener contacto directo y estrecho con un positivo. De poco sirve hacer pruebas si no hay capacidad para obtener rápidamente los resultados y aislar los contactos.

Basta de márqueting. Somos adultos. Trátennos como tales. Compórtense a la altura o apártense. Me refiero no sólo a la gestión sanitaria sino al imprescindible acuerdo de Presupuestos. No nos cansamos de hablar del “quién” sin que apenas sepamos nada sobre el “qué”. Sobran vetos previos a la negociación y faltan aportaciones al debate sobre las prioridades. Si España también está sufriendo más en lo económico o en lo laboral algo tendrá que ver con un modelo anquilosado en el turismo de masas o en la burbuja especulativa del ladrillo. ¿Es tan difícil un acuerdo amplio para usar los fondos europeos como trampolín hacia un modelo económico más sostenible y menos estacional y precario? Si los agentes sociales logran pactar una base en ese camino, quizás lo paguen caro desde la política quienes se dediquen a poner palos en las ruedas. Y no abusen del manido argumento de la “productividad” ni ofendan culpando de todo a los trabajadores, como si nuestros empresarios fueran un referente envidiado en el mundo (ver aquí).

P.D. Este martes se aprobó el anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, una base legal que España debía a las víctimas del franquismo (ver aquí). Quienes ahora utilizan la pandemia como argumento para no avanzar en el proceso de verdad, justicia y reparación deberían asumir también que somos adultos, capaces de pensar y comer pipas a la vez. Que podemos luchar contra una pandemia e intentar cubrir con 42 años de retraso el agujero negro que no hemos abordado en tanto tiempo. No se trata de un debate entre derechas e izquierdas, sino entre demócratas y antidemócratas. Avancemos, por favor (si aún quedan adultos en la sala).

Va a cumplirse un año del estreno en España de una de esas películas que duran poco en la cartelera pero permanecen para siempre en la memoria del espectador. Su título, Comportarse como adultos, lo calca Costa Gavras del libro en el que se basa, la narración que el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis hizo de sus seis meses de negociaciones con la Unión Europea en la fase más dramática de la crisis de deuda que a punto estuvo de llevarse por delante el euro y que arrastró a la pobreza a millones de hogares en Grecia. En una escena clave, basada como el libro en las grabaciones que Varoufakis realizó con su teléfono móvil, en mitad de una reunión del Eurogrupo y la troika, se levanta de su asiento la entonces responsable del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, para gritar: “¡Hacen falta adultos en esta habitación!”. Tal era el nivel de la discusión, de las amenazas y de las humillaciones que algunos de los mandatarios presentes empleaban.

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