La democracia, la pandemia y el emérito

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“He de ir a Madrid para ver al Rey”. Con esa frase redonda arrancaba Manuel Vázquez Montalbán su libro Un polaco en la corte del Rey Juan Carlos. La recordé hace diez días, cuando el comunicado oficial de la Casa Real (ver aquí) anunciando el viaje a ninguna parte del rey emérito me sorprendió visitando mi Tierra de Campos. Esa reflexión irónica que Montalbán se dirigía a sí mismo, narrador polaco en su acepción despectiva hacia todo lo catalán, asomaba de vez en cuando a las páginas de aquel ensayo novelado cuyo esqueleto consistía en una serie de entrevistas muy reales que perseguían el objetivo final de dibujar un retrato honesto del entramado del poder en la España oscura de finales del felipismo, preludio de lo que el autor definió sagazmente como la aznaridad en otro lúcido ensayo publicado tras su muerte en 2003.

Desde la tarde del 3 de agosto, cuando conocimos la nota oficial, se ha escrito y discutido mucho sobre tan grave asunto, pero lo cierto es que seguimos teniendo muchas más preguntas que respuestas, cosa que también le ocurría al polaco de Montalbán, incluso después de ver cumplido el reto de charlar, aunque fuera aceleradamente, con Juan Carlos de Borbón. No añadiré yo más preguntas a las que ya están en la mente de todos, pero sí quiero denunciar lo que más me preocupa: la constatación de que el escándalo del emérito se traslada mediática y demoscópicamente como reedición del debate entre monarquía y república, en lugar de lo que es, una cuestión de calidad democrática. Simplemente lo que cabe deducir del penúltimo comunicado de la Casa del Rey, el emitido el pasado 15 de marzo recién declarado el estado de alarma (ver aquí), debería avergonzar por igual a cualquier demócrata, sea monárquico o republicano. Fue el propio Felipe VI quien confirmó la existencia de irregularidades en el patrimonio paterno, y quien a día de hoy no ha explicado todavía a qué “autoridad” trasladó un año antes los datos que conoció sobre fundaciones o sociedades en paraísos fiscales que le llevaron a rechazar públicamente la futura herencia y a retirar a su padre la asignación salarial.

Resulta cansino, y sospechosamente interesado, que cada vez que se descubren corruptelas en las más altas esferas del poder institucional se bombardee de inmediato con el debate sobre los aciertos y errores de la transición y el llamado régimen del 78. Lo he escrito más de una vez: el problema no está en lo que se hizo en el 78 sino en lo que no hemos hecho durante los cuarenta años siguientes. Ya está suficientemente documentado el proceso de transición para negar que, más allá de los esfuerzos honestos de un montón de gente, el pacto entre poderes franquistas y fuerzas de la oposición podría caricaturizarse así: “Nosotros hacemos como que somos demócratas y ustedes hacen como que son monárquicos”. A todos, salvo a los fascistas de ayer y de siempre, interesaba la salida democrática en la única dictadura que quedaba en Europa. Ni las izquierdas españolas han dejado de ser republicanas ni parte de las derechas terminan de ser demócratas. Pero cuatro décadas deberían haber sido tiempo más que suficiente para dignificar la memoria de las víctimas del franquismo, para retirar los privilegios de la Iglesia, para garantizar la independencia de los jueces y democratizar a fondo el poder judicial, para dotar de transparencia a todas las instituciones, para desarrollar la Constitución en muy diversas materias sociales y para reformarla en aquellas sobre las que se ha demostrado imperfecta, caduca o incluso inútil.

Por delante y por encima de la discusión entre monarquía y república está, o debería estar, la exigencia de una democracia mejor. Y el caso de un ex Jefe de Estado a quien se descubre una fortuna millonaria oculta al fisco de su país es una absoluta vergüenza desde el punto de vista democrático. Por eso me cuesta mucho entender que la primera y principal condición impuesta al emérito por su sucesor y por el propio Gobierno no haya sido que regularice de inmediato su situación con Hacienda. (Quienes argumentan que eso sería tanto como confesar su culpabilidad les sugiero que repasen el ya citado comunicado del 15 de marzo, porque esa confesión, al menos en la cuestión fiscal, era explícita). Y también me cuesta mucho imaginar que a cualquier otro español con el cúmulo de indicios que pesan sobre el emérito no se le habría retirado el pasaporte en lugar de expresar “sentido respeto y agradecimiento” ante la decisión de abandonar España.

Dicho o escrito todo esto, resulta que el pinchazo de la burbuja del ‘juancarlismo’ (alimentada o consentida por el ecosistema mediático durante décadas), nos pilla en mitad de una pandemia, afrontando una crisis inédita que convierte todo lo demás en secundario, muy por detrás de la preocupación por la salud, por el trabajo, por la enseñanza, por la posibilidad de caer en la pobreza extrema. Este miércoles, a la salida de su encuentro “ordinario” con el Rey en Marivent (ver aquí), Pedro Sánchez afirmaba: “Cuanto más compleja es la situación derivada de la emergencia sanitaria, más importante es el normal funcionamiento de las instituciones públicas, que deben dar soluciones, ofrecer un horizonte de confianza y garantizar la estabilidad institucional”. De acuerdo. Hágase. La ciudadanía está deseando poder confiar en sus instituciones, que abarcan desde la propia Jefatura del Estado hasta el Gobierno, los partidos, la justicia o los medios de comunicación.

Para ganar confianza o recuperar crédito perdido se precisan más hechos que comunicados. Sobre todo si el contenido o la traslación del mismo atentan contra la inteligencia. Cuando leí esa tarde del 3 de agosto la nota oficial de la Casa del Rey, recordé también un dicho que circulaba en mi infancia en esa Tierra de Campos (y del que supongo habrá versiones en muchos otros lugares): “Villacreces del Río, el pueblo de las tres mentiras: ni es villa, ni crece, ni tiene río”. Con lo que está contrastado a día de hoy, y sin perder el respeto a su presunción de inocencia, Juan Carlos I no puede ya apellidarse “emérito”, ni la fortuna acumulada pertenece a su “vida privada”, ni su viaje a ninguna parte puede calificarse de “exilio”. Por simple respeto a la memoria del exilio español, como aquí explicaba el escritor Alfons Cervera. Ni siquiera “destierro”, porque alguien tendría que haberlo dictado, y una vez más aquí uno hace como que le apetece irse de España por darle gusto a su hijo y otros hacen como que esto es fruto de una gran operación de Estado para salvar la corona.

En mitad de una absoluta prioridad (la de luchar contra la pandemia con todos los instrumentos posibles), nos convendría a todos que el uno y los otros (incluido el monarca titular) pensaran más en el futuro de la democracia y menos en el de la corona. A la espera de la evolución de la maquinaria judicial, en el terreno político hay pasos que parecen más comprensibles y eficaces que el del forzado viaje a ninguna parte del emérito. Por ejemplo lo que aquí mismo planteaba hace unos días el diputado socialista Odón Elorza: Felipe VI puede renunciar ante el Parlamento a la inviolabilidad que le otorga la Constitución en lo referido a sus actividades personales. Y el Gobierno puede plantear los cambios legislativos oportunos que retiren a Juan Carlos I los honores que ya no merece, así como elevar al máximo los niveles de transparencia de la Casa Real y de la Jefatura del Estado.

Medidas como estas quizás contribuirían a recuperar confianza en las instituciones precisamente en un momento en que nos hace más falta que nunca. Para luchar eficazmente contra la crisis provocada por la pandemia y, sobre todo, para cuidar un poco mejor de nuestra salud democrática.

“He de ir a Madrid para ver al Rey”. Con esa frase redonda arrancaba Manuel Vázquez Montalbán su libro Un polaco en la corte del Rey Juan Carlos. La recordé hace diez días, cuando el comunicado oficial de la Casa Real (ver aquí) anunciando el viaje a ninguna parte del rey emérito me sorprendió visitando mi Tierra de Campos. Esa reflexión irónica que Montalbán se dirigía a sí mismo, narrador polaco en su acepción despectiva hacia todo lo catalán, asomaba de vez en cuando a las páginas de aquel ensayo novelado cuyo esqueleto consistía en una serie de entrevistas muy reales que perseguían el objetivo final de dibujar un retrato honesto del entramado del poder en la España oscura de finales del felipismo, preludio de lo que el autor definió sagazmente como la aznaridad en otro lúcido ensayo publicado tras su muerte en 2003.

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