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El discurso del rey o la equidistancia selectiva

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Nadie espera que el jefe del Estado exprese en su discurso de Nochebuena (ni en ningún otro, para decirlo todo) una posición contundente ante un problema político. Las expectativas generadas ante el monólogo de Felipe VI cada 24 de diciembre son progresivamente menguantes, de modo que el tradicional ejercicio de rebuscar entre líneas alguna intencionalidad concreta o algún mensaje subliminal produce cierta pereza. Este año, el discurso navideño (ver aquí texto íntegro) coincide con la mayor crisis institucional en décadas, provocada por el fallo del Tribunal Constitucional que ha interrumpido la función legislativa del Parlamento. 

Hace una semana, antes de que el bloque conservador impusiera por 6 a 5 votos y sin aceptar recusaciones la inédita paralización de una votación en el Senado, nos preguntábamos: ‘...Y el rey qué opina de esto?’ (ver aquí), y recordábamos la función que el artículo 56.1 otorga al monarca expresamente: “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Pues bien, Felipe VI pide a “todos” un ejercicio de “responsabilidad” y “reflexionar de manera constructiva” para evitar la “erosión de las instituciones” y los distintos “riesgos” que afronta la democracia (ver aquí la crónica del discurso).

Cabe aceptar, como públicamente harán la mayoría de cabeceras y analistas, que el rey no debe ni puede implicarse y tomar posición en el enfrentamiento entre el Tribunal Constitucional y el Gobierno o el Parlamento, y por tanto este sábado ha hecho lo único que supuestamente podía hacer: enunciar los tres riesgos que a su juicio corre la democracia en España (la “división, el “deterioro de la convivencia” y la “erosión de las instituciones”) y reclamar que todo el mundo sea consciente de ellos y actúe en consecuencia. 

Pero cabe también discrepar y defender que, en mi modesta opinión, el jefe del Estado no sólo podría hacer algo más en su papel de “arbitraje” o “moderación”, sino que a estas alturas su comportamiento está condicionado por aquel discurso del 3 de octubre de 2017 en el que se anticipó a la suspensión de la autonomía catalana (ver aquí). Entonces no sólo defendió, como es lógico y obligado, “el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones…” sino que acusó a las autoridades del Govern de situarse fuera de la legalidad, “al margen del Derecho y de la democracia” (ver aquí). No esperó Felipe VI a que hubiera un proceso y una sentencia judicial, pero sobre todo desaprovechó la ocasión para recordar algo fundamental tan sólo dos días después del referéndum ilegal del 1-O: que la crisis constitucional provocada desde Cataluña era y es un problema político, y no exclusivamente judicial o policial, como pretendía el Gobierno del PP. No se percibió en aquel momento tan complejo equidistancia alguna ni pretensión de moderar por parte de la Corona. Fue una oportunidad perdida, porque se puede y se debe defender con firmeza la legalidad y a la vez empujar hacia la distensión.

Nadie esperaba ni pretendía (creo) que el rey soltara este sábado un rapapolvo concreto a alguno de los poderes del Estado, pero desde luego a esa reclamación genérica y equidistante de “responsabilidad” y “reflexión”, o a esa encendida defensa de los valores constitucionales, les falta como mínimo un llamamiento explícito para que quienes llevan cuatro años incumpliendo la Constitución y bloqueando la renovación de sus principales órganos pongan fin a esa actitud antisistema que, sin la menor duda, “erosiona las instituciones” y es un “riesgo” para la democracia. La polarización no surge por esporas ni es un fenómeno meteorológico, sino que busca objetivos concretos que benefician a unas opciones y perjudican a otras (ver aquí). Tensar la cuerda institucional pretende trasladar un mensaje de inestabilidad, caos e inseguridad. ¿Todos han impedido por igual la obligada renovación de los órganos constitucionales? Compruébese el calendario: los principales bloqueos se han producido en 1995, en 2007 y, sobre todo, a partir de 2018. Es fácil constatar quién gobernaba y quién estaba en la oposición, quién cumple la letra y el espíritu de la ley y quién busca todo tipo de subterfugios para mantener el poder cuando las urnas se lo niegan.

No se pide al rey que elija entre derechas e izquierdas, o entre españolistas y nacionalistas o federalistas, sino que rompa (siempre y no selectivamente) la equidistancia entre quienes cumplen las reglas democráticas y quienes se las saltan.

Hay juristas de prestigio impoluto (lo de “reconocido” empieza a sufrir el desgaste de los múltiples ejemplos que lo contradicen) que argumentan que no es baladí el hecho de que la Constitución, en un artículo tan importante sobre la jefatura del Estado, establezca como doble función la de “arbitrar” y “moderar”, no como sinónimos sino distinguiendo lo que significa exactamente cada término. Lo que se reclama en este momento a Felipe VI no es un “arbitraje” que implique aportar finalmente soluciones a un conflicto entre las partes. Una democracia madura no necesita árbitros. Se trata de “moderar”, un ejercicio que puede ser gestual, discreto, cargado de mensajes que vayan empujando hacia un debate público sereno en el que queden retratados quienes se dedican a torpedear el sistema de convivencia. No se pide al rey que elija entre derechas e izquierdas, o entre españolistas y nacionalistas o federalistas, sino que rompa (siempre y no selectivamente) la equidistancia entre quienes cumplen las reglas democráticas y quienes se las saltan a su antojo.

Nada (o poco) que objetar a otras reflexiones obvias en el discurso del rey sobre la crisis de los precios, las consecuencias de la invasión de Ucrania (quizás convendría recordar que no es la única guerra en el mundo) o la importancia capital de nuestra pertenencia a la Unión Europea. Y ojalá hubiera profundizado un poco más en esa ligera alusión al papel imprescindible de lo público a la hora de paliar los “efectos económicos y sociales” de la inflación.

Acostumbra el rey a terminar siempre su discurso de Nochebuena con un mensaje de confianza en la “España responsable, creativa, vital y solidaria” y con una invitación a la esperanza. ¿Dónde hay que firmar? Claro que saldremos “adelante”. Pero no será, desde luego, con la colaboración de esos sectores que no se cansan de poner palos en las ruedas o que consideran España una especie de cortijo de su exclusiva propiedad.

P.D. Ya saben que “la felicidad es una forma de resistencia”, como defendía Almudena Grandes. Así que desde infoLibre y tintaLibre deseamos a socias, socios y lectores muy felices fiestas y un 2023 repleto de buenas noticias para las y los demócratas.

Nadie espera que el jefe del Estado exprese en su discurso de Nochebuena (ni en ningún otro, para decirlo todo) una posición contundente ante un problema político. Las expectativas generadas ante el monólogo de Felipe VI cada 24 de diciembre son progresivamente menguantes, de modo que el tradicional ejercicio de rebuscar entre líneas alguna intencionalidad concreta o algún mensaje subliminal produce cierta pereza. Este año, el discurso navideño (ver aquí texto íntegro) coincide con la mayor crisis institucional en décadas, provocada por el fallo del Tribunal Constitucional que ha interrumpido la función legislativa del Parlamento. 

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