Cada vez que uno lee o escucha a un tertuliano, un político, un vecino, un cuñado o un tuitero arrancar una frase con “lo que tienen que hacer...” o “lo que tendrían que haber hecho…" entran ganas de irse a Urgencias, lo cual no procede si respetamos lo más mínimo las prioridades que nuestro sistema sanitario debe atender. Cada vez que uno escucha a un responsable del Gobierno, y especialmente a su presidente Pedro Sánchez, afirmar que hará “todo lo que haga falta” para superar la crisis del coronavirus, inmediatamente piensa que la mayor urgencia consiste no sólo en poner en práctica todo tipo de medidas que el Estado y sus distintas administraciones consideren necesario tomar sino en conseguir que sus efectos sean percibidos por la población lo antes posible.
Lo más difícil en la gestión de una crisis de salud pública es seguramente lograr el equilibrio entre la eficacia de las decisiones para afrontarla y la alarma social que esas mismas medidas generan, con los correspondientes efectos económicos, laborales, sociales, psicológicos, etcétera. Es lógico, sensato y conveniente que ante una pandemia toda decisión política esté inspirada, respaldada y sugerida por las comisiones científicas más reputadas. Lo cual no significa que la responsabilidad de cada una de esas decisiones no sea exclusivamente política.
¿Significa eso que tengamos garantizado el acierto absoluto en la gestión de una crisis además dinámica, no estática? Para nada. Como de tantas cosas (que no matan) es mucho más lo que no sabemos del coronavirus que lo que sabemos, y esa incertidumbre ha venido condicionando toda la gestión desde un principio. En China, en Italia, en Francia o en España. En todas partes. Se dudó mucho al principio sobre las drásticas medidas ejecutadas por el gobierno chino en enero. La sensación más extendida en el resto del mundo era que la dictadura china actuaba de la forma autoritaria y opaca que le es propia y que no era fiable la información que trasladaba. Sólo mes y medio después parece haber consenso entre los gobiernos de muy distinto signo ideológico y en la comunidad científica sobre el rigor y la rapidez con la que los chinos manejaron una crisis que pudo ser mucho más letal y que a día de hoy parecen tener controlada. Ahora son los chinos quienes no se fían de nosotros.
No voy a repetir lo que creo que está dicho de todas las formas posibles, y que se resume en que es capital confiar en la experiencia y los conocimientos de los epidemiólogos y seguir estrictamente sus recomendaciones. La única forma comprobada de frenar los contagios es evitar todas las posibilidades de contagiar o ser contagiado. Pura lógica (difícilmente aplicable al hecho de que se cierren las universidades pero no las discotecas). La mejor manera de vencer el miedo en situaciones de incertidumbre es no fiarse de ninguna fuente no fiable. La desinformación es un virus tan destructivo socialmente como el coronavirus vitalmente. Cuanta más seguridad, contundencia y rotundidad percibamos en quien asegura saber lo que hay que hacer más debemos dudar sobre lo que dice que hay que hacer.
No es el momento para entrar en la discusión comparativa que desde distintos sectores políticos y altavoces mediáticos intentan instalar. Resulta bastante obvio que los mismos que ahora reprochan al Gobierno no haber prohibido las manifestaciones del 8 de marzo habrían acusado al Ejecutivo de sobreactuar en busca de réditos electorales si a lo largo del domingo (incluso mientras se producían esas concentraciones) no se hubieran disparado los casos conocidos de contagio y los fallecimientos en Madrid, que obviamente habían incubado el virus unos cuantos días antes. Resulta una simple (y dramática) caricatura que Vox acuse al gobierno “socialcomunista” de no haberle prohibido su propia asamblea de Vistalegre, en la que Ortega Smith abrazó y tosió sin descanso ante 9.000 congregados (pese a haber viajado a una zona de riesgo italiana y sabiendo perfectamente que su obligación era recluirse en casa y llamar al teléfono de atención correspondiente). Habrá tiempo de comparar seriamente la gestión política del brote de ébola o de la crisis de las ‘vacas locas’ y la de este aún enigmático Covid-19. (Pero si alguien en su aislamiento quiere comprobar las diferencias entre la coordinación ejercida por Salvador Illa y por Ana Mato, a quien tuvo que relevar Soraya Sáenz de Santamaría por la alarma y confusión que provocaba, puede releer aquí o aquí). Basta recordar que fue el mismo Fernando Simón que cada día nos explica en detalle la evolución del coronavirus quien finalmente encauzó la desastrosa gestión del ébola en 2014.
El propio contagio sufrido por dirigentes de distintas siglas políticas (ver aquí) evidencia lo absurdo de convertir la batalla contra el coronavirus en espacio de disputa partidista. Que determinados periodistas, tertulianos o blogueros se empeñen en alarmar en lugar de serenar (ver aquí algunos lúcidos consejos)y concienciar sobre la imperiosa necesidad de que todos y cada uno de nosotros contribuyamos a dar esa batalla rigurosamente, sólo demuestra la talla intelectual y cívica de quienes tanto pregonan “lo que (otros) tienen que hacer”.
Por supuesto que el Gobierno debe hacer “todo lo que haga falta” contra la pandemia, especialmente en planos ajenos a los asesores científicos, como son fundamentalmente las consecuencias económicas, laborales, empresariales o familiares (ver aquí las medidas anunciadas este jueves, que no han evitado la mayor caída de la Bolsa en su historiamayor caída de la Bolsa). Si la crisis del Covid-19 debe poner en valor la absoluta prioridad de fortalecer el sistema sanitario público en lugar de recortarlo, también puede y debe servir para aplicar en todo su potencial la fortaleza de un Estado democrático para superar crisis económicas con la prioridad de no seguir aumentando la desigualdad. Con el foco bien colocado en ayudar a pymes, autónomos, familias, empresas que pueden quebrar mientras peleamos contra el virus, pero sin que nadie aproveche esas ayudas simplemente para realizar despidos baratos o para proteger beneficios, sino precisamente para garantizar que cada euro de la caja de todos se emplea en beneficio de la mayoría y no de quienes mejor parados salen siempre de las crisis. (Ver aquí alguna interesante sugerencia planteada por Economistas Frente a la Crisis).
Los datos que vamos conociendo indican que aún no ha llegado lo peor de esta crisis de salud pública. Ni en contagios ni en fallecimientos ni en las consecuencias económicas, laborales, sociales o familiares. El hecho de que el máximo aislamiento sea hasta ahora la forma más eficaz de frenar la pandemia va a suponer muy probablemente un cambio profundo no sólo a corto sino a medio y largo plazo sobre las relaciones laborales, las estructuras empresariales y hasta las costumbres sociales y familiares. Si alguien se hubiera propuesto inventar un virus contra los afectos, sería este, el que exige no besar, no abrazar, no reunirse, no acercarse al otro, sospechar de todos, y más de los más débiles, los ancianos, los enfermos… Si individual y colectivamente no somos capaces de cumplir todas las medidas que ayuden a contener el virus hasta que una vacuna funcione, ese “todo lo que haga falta” incluye la declaración del Estado de alarma que ya reputados juristas reclaman, y que abriría también un debate intenso sobre el posible conflicto entre libertades públicas y la coacción legal del Estado (ver aquí la reflexión ya surgida en Francia).
Sonará a tópico, pero es obvio que toda crisis es también una oportunidad. La del Covid-19 lo es precisamente para la defensa de lo común, de lo público (como aquí explicaba Javier Valenzuela), de la capacidad solidaria imprescindible para no autodestruirnos, para mejorar los controles y las regulaciones de todo aquello que defiende la cultura neoliberal en su obsesión por imponer la ley del más fuerte y los privilegios de quienes más tienen. El coronavirus no distingue fortunas. Hasta en los Estados Unidos de Trump están experimentando las peligrosas consecuencias de desmontar el incipiente sistema de bienestar que Obama puso en marcha.
Tardaremos semanas o meses, pero ganaremos esta batalla si confiamos en nosotros mismos como sociedad responsable y solidaria. Si exigimos a las autoridades democráticas “todo lo que haga falta” para conseguirlo (sin excluir a nadie ni permitir ganancias a los especuladores habituales) y si hacemos oídos sordos a quienes saben con una seguridad pasmosa “lo que (otros) tienen que hacer”.
P. D. Cumplir las recomendaciones de los responsables sanitarios ante esta pandemia nos incumbe a todos. En infoLibre hemos decidido voluntariamente que el 90% de la plantilla practique teletrabajo desde el pasado miércoles 11 de marzo y mientras sea necesario (ver aquí). Con la misma firmeza que nos comprometemos a informar rigurosamente a nuestras socias, socios y lectores sin depender de otros intereses, reclamamos también a toda la comunidad de infoLibre que actuemos con responsabilidad y que luchemos juntos contra los bulos y la desinformación que complican la difícil batalla contra el coronavirus. Ayudadnos compartiendo los datos contrastados que aportamos, sugiriéndonos enfoques de interés y advirtiéndonos de cualquier error que cometamos. Desde este viernes, 13, todos los contenidos de infoLibre sobre la crisis del coronavirus quedan abiertos a todos los lectores (ver aquí). Porque la salud es lo primero y porque la primera función del periodismo es de servicio público. Gracias.
Cada vez que uno lee o escucha a un tertuliano, un político, un vecino, un cuñado o un tuitero arrancar una frase con “lo que tienen que hacer...” o “lo que tendrían que haber hecho…" entran ganas de irse a Urgencias, lo cual no procede si respetamos lo más mínimo las prioridades que nuestro sistema sanitario debe atender. Cada vez que uno escucha a un responsable del Gobierno, y especialmente a su presidente Pedro Sánchez, afirmar que hará “todo lo que haga falta” para superar la crisis del coronavirus, inmediatamente piensa que la mayor urgencia consiste no sólo en poner en práctica todo tipo de medidas que el Estado y sus distintas administraciones consideren necesario tomar sino en conseguir que sus efectos sean percibidos por la población lo antes posible.