De Wisconsin a Torrelodones: democracia y pandemia

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Quienes no somos especialistas en el complejo sistema electoral de Estados Unidos ni conocemos a fondo su realidad social nos vemos doblemente obligados a escuchar y leer mucho antes de aventurarnos a trasladar cualquier pálpito después de las elecciones más trascendentes quizás de su historia. Puede que también de la nuestra. Pero si algo indican los resultados (todavía provisionales) y el consenso entre analistas reputados, es que Donald Trump repetiría en la presidencia de no haber estallado la pandemia, con más de 235.000 víctimas mortales y casi diez millones de contagios bajo su gestión negacionista y caótica. Esa probabilidad debería obligarnos a hacérnoslo mirar, a abordar una reflexión profunda y compartida sobre lo que estamos viviendo. Allí y aquí. Un tipo que durante cuatro años ha despreciado y hasta violado las mínimas normas democráticas en su país y en el mundo y que ha venido anunciando con meses de antelación que no aceptaría otro resultado de las urnas que no fuera su victoria… ese tipo… ha obtenido el apoyo de casi la mitad de los votantes de Estados Unidos. Aunque Joe Biden tome posesión el 20 de enero de la Casa Blanca, el país que presida será un país fracturado, una sociedad polarizada en la que decenas de millones de sus ciudadanos (muchos armados además hasta los dientes) prefieren el nacionalpopulismo trumpista antes que la “democracia más antigua del mundo” (ver dosier de infoLibre sobre las elecciones en EEUU).

Sabemos que Trump no era el virus sino un síntoma, su consecuencia, y que alcanzó la presidencia en 2016 galopando el caballo de la política-espectáculo, manejando muy hábilmente el poder de las emociones, la eficacia de la desinformación, el veneno de las fake newsfake news… Pero también con un equipo de asesores sumamente preparados para captar uno por uno los nichos de votantes previamente enfadados con la política, con las instituciones, con los efectos muy desiguales de la globalización, con todos los mediadores (desde el senador al empleado de banca pasando por los medios de comunicación y los periodistas), con el sistema en definitiva. Se coló, como más tarde lo hizo el Brexit con similares instrumentos, bajo los radares de la política institucional y de los medios, habitantes de burbujas en las que Trump, o Johnson, o Bolsonaro, u Orban o Abascal, eran percibidos despectivamente como una nueva estirpe de demagogos ruidosos pero inofensivos, especialmente para los grandes intereses económicos o financieros que encabezan esa globalización, y cuyos altos representantes son muy visibles y contundentes cuando se trata de condenar el “populismo de extrema izquierda”, pero permanecen desaparecidos y silenciosos cuando Donald Trump intenta nada menos que dar un golpe a la democracia en Estados Unidos y encerrarse en el Despacho Oval digan lo que digan las urnas. Y no me refiero solo a influyentes banqueros, a empresarios multimillonarios o a compañías multinacionales privadas. ¿Habrá alguien relevante en el Partido Republicano que ponga fin al peligroso esperpento? ¿Cómo es que los responsables del FMI, de la Comisión Europea, de la ONU o de esa Organización de Estados Americanos que tanta prisa se da en actuar contra el menor asomo de “socialcomunismo” en Latinoamérica o en apoyar intentos de golpe “democráticos” en Venezuela o en Bolivia no dicen ni mu ante un individuo que se niega a aceptar el resultado electoral en Estados Unidos desde antes incluso de que se abrieran las urnas o los sobres del voto por correo?

Si después de todo lo demostrado durante cuatro años en la Casa Blanca parece evidente que sólo su disparatada y hasta criminal gestión de la pandemia ha posibilitado (esperemos) una estrecha derrota de Trump, conviene abordar de una vez por todas los motivos de fondo que provocan esta alarmante realidad. Lo cual no es en absoluto sencillo. Vivimos inmersos en la complejidad y la incertidumbre, y cualquiera que aparezca con un recetario simple prometiendo soluciones rápidas estará más cerca del trumpismo o de cualquier otro nacionalpopulismo que de lo que deberíamos definir como el bando de la democracia y el progreso. En Wisconsin o en Torrelodones (desde donde uno escribe).

Hay ya mucha y buena literatura ensayística sobre el imperio de las emociones y su gestión política (ver por ejemplo aquí, aquí o aquí). Los partidos demócratas de todo el mundo, y los de izquierda muy especialmente, han despreciado esa batalla cultural en la que importan más los sentimientos que las razones. Se ha cedido desde hace años ese campo de juego a los populismos más extremos y a la ultraderecha nacionalista y xenófoba. No se trata de combatir las mentiras con más mentiras, sino de buscar el modo, el lenguaje y los instrumentos para pulsar la tecla emocional desde el rigor, los principios que nos unen o los objetivos comunes capaces de movilizarnos. Los cementerios están llenos de intelectuales muy válidos que vivieron encerrados en torres de marfil. A solas con sus verdades. Hay que pelear ahí fuera, antes de que sea tarde y simplemente no nos permitan defender nada. Aun sin ganar las elecciones, el potentísimo resultado de Trump inyecta nuevas ínfulas a Bolsonaros y Abascales. Son un peligroso y muy diverso “bando” que aprovecha las fragilidades de la democracia y los daños de una globalización deshumanizada e injusta.

La pandemia supone la mayor conmoción que ha azotado a la humanidad en muchas décadas. Si de la Segunda Guerra Mundial surgió en occidente de forma casi obligada el germen del Estado del bienestar como pacto transversal para asegurar paz y progreso, son ya muchas las voces que urgen a afrontar esta crisis mundial de salud pública como oportunidad para resetear un sistema cuyas vías de agua son muchas y muy peligrosas. Y que además sirven para convencer a decenas de millones de estadounidenses, latinoamericanos o europeos para que otorguen el mando a cualquier Trump que aparezca y domine las redes y las emociones.

Si fuéramos capaces de simplificar el debate público, en realidad se trata de una disputa entre el “sálvese quien pueda” y el “salvémonos juntos”. Todo lo demás (permítanme el simplismo) son enredos interesados para autojustificar posiciones tribales, sean con objetivos ideológicos o puramente clasistas. Leo en el último y lúcido ensayo de Edgar Morin: “La crisis ha puesto en cuestión el neoliberalismo, sustrato doctrinal de las políticas aplicadas en el mundo desde los años Thatcher-Reagan, que promueven la libre competencia como solución a todos los problemas sociales y humanos, y que propugnan la libertad máxima para las empresas y un papel del Estado reducido al mínimo. El neoliberalismo es el que ha inspirado la privatización de los servicios públicos, los recortes en los hospitales y la comercialización de sus servicios, la práctica de los flujos y de la deslocalización. Todo ello en la perspectiva siempre desmentida de que el aumento de la riqueza de los ricos ‘goteará’ sobre las clases populares. La crisis ha obligado a los Estados a abandonar la política de austeridad presupuestaria y a gastar masivamente en salud, en las empresas y en los trabajadores privados de salario. Ha reforzado los servicios públicos que tendían a privatizarse, entre ellos, los hospitales…” Y continúa el filósofo y sociólogo francés, a sus 99 años superviviente de tantas crisis que se siente capaz de detectar la posibilidad de ‘cataclismos históricos’: “La megacrisis ha revelado que el Estado era incapaz de abastecer de mascarillas, batas y material al personal sanitario y a la población durante varias semanas. Ha puesto al descubierto lentitudes, órdenes y contraórdenes, directivas ilegibles, falta de preparación…, es decir, carencias graves. De ahí las dos necesidades inseparables para toda renovación política: salir del neoliberalismo y reformar el Estado”. (Cambiemos de vía. Lecciones de la pandemia. Págs. 49 y 50. Paidós).

Para no dejarnos engañar, empecemos por combatir las “realidades alternativas” y a quienes las propagan, sin menospreciar las bases que asientan ese apoyo del que gozan. Mientras alientan el negacionismo del covid o de los resultados de las urnas, consiguen que no hablemos del rotundo fracaso del neoliberalismo y de la necesidad de resetear la democracia para consolidar su vigencia.

Quienes no somos especialistas en el complejo sistema electoral de Estados Unidos ni conocemos a fondo su realidad social nos vemos doblemente obligados a escuchar y leer mucho antes de aventurarnos a trasladar cualquier pálpito después de las elecciones más trascendentes quizás de su historia. Puede que también de la nuestra. Pero si algo indican los resultados (todavía provisionales) y el consenso entre analistas reputados, es que Donald Trump repetiría en la presidencia de no haber estallado la pandemia, con más de 235.000 víctimas mortales y casi diez millones de contagios bajo su gestión negacionista y caótica. Esa probabilidad debería obligarnos a hacérnoslo mirar, a abordar una reflexión profunda y compartida sobre lo que estamos viviendo. Allí y aquí. Un tipo que durante cuatro años ha despreciado y hasta violado las mínimas normas democráticas en su país y en el mundo y que ha venido anunciando con meses de antelación que no aceptaría otro resultado de las urnas que no fuera su victoria… ese tipo… ha obtenido el apoyo de casi la mitad de los votantes de Estados Unidos. Aunque Joe Biden tome posesión el 20 de enero de la Casa Blanca, el país que presida será un país fracturado, una sociedad polarizada en la que decenas de millones de sus ciudadanos (muchos armados además hasta los dientes) prefieren el nacionalpopulismo trumpista antes que la “democracia más antigua del mundo” (ver dosier de infoLibre sobre las elecciones en EEUU).

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