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¡Bajen de las nubes!

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Me resulta cada vez más insoportable la ceguera del independentismo catalán, y en particular de su rama derechista, la antigua CiU, ahora PDeCat. Soy de los pocos que en la prensa madrileña jamás les ha negado el derecho a proponer un referéndum sobre la permanencia o no de Cataluña en el Estado español, y también de los que consideran excesiva la reacción de ese Estado a lo ocurrido en el otoño de 2017. No aplaudí ni la represión policial del 1 de octubre ni el discurso del Borbón del 3 de octubre. No tengo un buen concepto del juez Llarena ni creo en la independencia e imparcialidad de la Justicia española. Me apena la prisión preventiva de líderes independentistas.

Pero mi inquietud por la fiebre nacionalista y autoritaria que el Procés ha suscitado en el resto de España no es incompatible con la irritación que me suscita la insistencia del independentismo catalán en conducirnos al abismo a todos los progresistas de uno y otro lado del Ebro. Ahora mismo, recién forjada una montaraz coalición de la derecha y la ultraderecha españolistas, con el viento mundial soplando a favor de las versiones 2.0 de la peste fascista, los independentistas catalanes siguen viviendo en el universo de sus cuentos infantiles, ajenos a lo que se les viene encima, a lo que a todos se nos viene encima.

Lo último es que siguen negándose a apoyar los Presupuestos Generales del Estado presentados a trancas y barrancas por el Gobierno de Pedro Sánchez. Dicen que facilitarán su debate en el Congreso, pero que ya veremos si los aprueban o no. Esa posición sería razonable en otras circunstancias, por supuesto. El período de debate parlamentario de los Presupuestos está hecho, precisamente, para regatear cual comprador de alfombras en el Gran Bazar de Estambul. Pero los independentistas deberían de saber que lo que piden –la libertad de sus presos, el fin de las actuaciones judiciales- es algo que Sánchez no puede concederles. Si lo hiciera, sería desalojado ipso facto de La Moncloa por la Brunete política, mediática y judicial, puede incluso que por la militar.

En realidad, Sánchez ya hace mucho no sumándose al discurso belicista sobre Cataluña del Trifachito, propugnando el diálogo para resolver esa crisis territorial, presentando unos Presupuestos con un puñado de tibias medias sociales, manteniéndose en el Gobierno contra viento y marea. A mí no me parece Mandela o José Mujica, ni tan siquiera Olof Palme o Willy Brandt, pero me pongo a pensar en quién podría sustituirle en la Moncloa y me echo a temblar.

Si los independentistas no vivieran en su Mundo de Yupi estarían ahora en clave pragmática, como lo estamos tantos progresistas. Somos muchos los que, pese a que Sánchez no sea santo de nuestra devoción, deseamos que agote la legislatura, aplique tres o cuatro medidas que alivien los sufrimientos de la gente, nos devuelva algunas libertades y derechos, desdramatice la crisis catalana e intente contener el regreso de las banderas victoriosas. El resto, creo, es wishful thinking.

Pero los independentistas –como les sucede a los cegados por pasiones nacionales o religiosas– no saben qué suelo pisan. Deben creer que viven en la Praga de terciopelo de comienzos de los años 1990 y no en el rudo planeta de Trump, Bolsonaro, Le Pen y Abascal. Si no, no se explica su empeño en seguir dando cabezazos contra la pared. Sus errores son descomunales. Querer materializar la independencia sin contar con el apoyo de una mayoría indiscutible del pueblo catalán. No tener la menor idea de la correlación de fuerzas –local y global– existente en el momento de lanzar su órdago. Minusvalorar la cuantía y la fiereza de la reacción españolista.

Solo hay una explicación posible: que quieran tocar fondo, llegar a lo peor, provocar el desfile de los tanques rojigualdas por Las Ramblas de Barcelona. Pero no me parece una explicación convincente: no se les ve la capacidad para la resistencia y hasta el martirio de los chiís libaneses e iraníes que frecuenté en mis tiempos de corresponsal en Oriente Próximo. Se les ve más bien flojos. No se atrincheraron en la Generalitat en 2017, esperando heroicamente a que llegara la Guardia Civil y les esposara ante las cámaras de todas las televisiones del mundo. Al contrario, más de uno salió por piernas.

En fin, si aún hay gente sensata en su seno, ojalá logren bajar de las nubes a sus compañeros. Si no lo consiguen, que Dios nos pille confesados. A ellos y a muchos más.

Me resulta cada vez más insoportable la ceguera del independentismo catalán, y en particular de su rama derechista, la antigua CiU, ahora PDeCat. Soy de los pocos que en la prensa madrileña jamás les ha negado el derecho a proponer un referéndum sobre la permanencia o no de Cataluña en el Estado español, y también de los que consideran excesiva la reacción de ese Estado a lo ocurrido en el otoño de 2017. No aplaudí ni la represión policial del 1 de octubre ni el discurso del Borbón del 3 de octubre. No tengo un buen concepto del juez Llarena ni creo en la independencia e imparcialidad de la Justicia española. Me apena la prisión preventiva de líderes independentistas.

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