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Acabo de escuchar a un conocido decir aquello tan sobado de que da igual, que ya no existen derecha e izquierda, que eso es cosa del pasado. Sabido es que quienes pregonan ese cuento tan chino y tan de brocha gorda suelen ser gente de derechas, deseosa de que los partidarios de cambiar el mundo, aunque solo sea un poquito, nos rindamos. Si no lo hacemos, si insistimos en que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, en que pueden conseguirse mayores niveles de libertad, igualdad y fraternidad, ese tipo de gente suelta que somos unos ilusos, unos dogmáticos, unos radicales.
Pues no. No es igual que sea canciller de Alemania el socialdemócrata Olaf Scholz que el conservador Armin Laschet. Ni para las clases populares y medias de la gran república federal, ni para las del resto de la Unión Europea. Sé perfectamente que los dos son caballeros moderados y partidarios de la ley y el orden vigentes, pero hay matices que los distinguen, y los matices, señores de la brocha gorda, son importantes. En el arte pueden hacer la diferencia entre una obra genial y otra meramente buena; en la vida, entre el alta médica o la muerte.
No es un revolucionario, por supuesto, pero Scholz, vencedor de las elecciones del pasado domingo, siempre pondrá un poco más el acento que Laschet en cosas como subir los salarios, mejorar las pensiones, fortalecer la sanidad y la educación públicas e intentar salvar lo que se pueda de un planeta devastado por la crisis climática. Y no creo estar muy loco si añado que así lo han visto también los millones de alemanes que le han votado.
Si fuera cierto eso de que ya no hay izquierda y derecha, no entiendo muy bien por qué los poderes económicos y mediáticos se obstinan tanto en oponerse a la llegada al Gobierno de los socialdemócratas y, ya no digamos, de fuerzas más progresistas. Ni por qué, en el caso de que la izquierda haya hecho la heroicidad de ganar las elecciones con el viento en contra empresarial y mediático, esos mismos poderes –más los del Estado, en especial el judicial– le ponen tantísimas zancadillas a su acción de Gobierno. ¿Será que no tenemos todos los mismos intereses, que los del asalariado y los del banquero continúan divergiendo sustancialmente?
Llámenle como quieran, pero así sigue siendo, incluso en los países occidentales de capitalismo y democracia. No creo que vivamos en una Arcadia donde la reducción de impuestos a los multimillonarios no tenga el menor efecto en las prestaciones públicas a las que aspiramos los que no ganamos cientos de miles de euros anuales. No, me parece más bien que los que predican ilusiones son, precisamente, los que nos dicen que ya vivimos en la Arcadia feliz, un mundo tan próspero, libre e igualitario que no vale la pena intentar cambiarlo. Ellos sí que son dogmáticos y radicales del manifiestamente mejorable modelo existente.
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Así que prefiero una Alemania gobernada por Scholz a una gobernada por Laschet. Y también preferiría una Francia presidida por un o una auténtica progresista a la actual de Macron. Esto último se antoja dificilísimo a fecha de hoy: la izquierda francesa está aún más dividida que la española y ninguno de sus aspirantes al Elíseo supera el 10% de las intenciones de voto, según leo en L´OBS. ¡Qué pena! A diferencia de los que intentan ocultarse tras los rollitos sobre el Fin de la Historia, la posmodernidad, la llicuescencia, la equidistancia y otras pedanterías, yo no tengo el menor problema en decir alto y claro que me gustaría un giro a la izquierda en el eje París-Berlín. Mi Gobierno, el español, no tendría tantos problemas para subirnos salarios y pensiones, gastarse en escuelas y ambulatorios, hacer que los ricos paguen algo más de impuestos y plantarle cara a la desvergüenza de las eléctricas.
De ser alemán, hubiera votado por Scholz o Los Verdes. Puestos a ser gobernados por alguien, el libertario que soy prefiere un socialdemócrata a un conservador, ya no digamos un fascista. Máxime si los socialdemócratas empiezan a comprender que se pasaron de “pragmáticos” al sumarse con tanto entusiasmo al neoliberalismo y a una austeridad de la que acabó prescindiendo la mismísima Merkel ante la irrupción de la pandemia. En cuanto a Los Verdes, el ciudadano preocupado por el planeta que les estamos dejando a nuestros hijos y nietos está convencido de que el ecologismo es absolutamente imprescindible en nuestras sociedades.
Pero no soy alemán, ni francés. Soy un español que ya votó hace poco, en 2019, conforme a sus intereses e ideales –¿qué hay de malo en tener ideales?–, y que desea que el Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos no solo termine su mandato, sino que lo aproveche para hacer un montón de cosas útiles para la mayoría de los ciudadanos, esas cosas a las que aludía Jesús Maraña en Frente al ruido y la furia… políticas útiles. Señoras y señores de nuestro Gobierno, no se acobarden por los graznidos de los políticos y medios de derechas, apliquen el programa que aprobaron los representantes de más de la mitad de los electores de 2019.
Acabo de escuchar a un conocido decir aquello tan sobado de que da igual, que ya no existen derecha e izquierda, que eso es cosa del pasado. Sabido es que quienes pregonan ese cuento tan chino y tan de brocha gorda suelen ser gente de derechas, deseosa de que los partidarios de cambiar el mundo, aunque solo sea un poquito, nos rindamos. Si no lo hacemos, si insistimos en que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, en que pueden conseguirse mayores niveles de libertad, igualdad y fraternidad, ese tipo de gente suelta que somos unos ilusos, unos dogmáticos, unos radicales.
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