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La España del siglo XXI no necesita a Santiago Matamoros, no necesita un caudillo exaltado que proponga cazar moscas a cañonazos, que sueñe con enviar los Tercios de Flandes para resolver todo tipo de problemas. Por razones de geografía e historia, la vecindad de España y Marruecos tiene unos cuantos puntos crónicos de fricción, pero cuando estos se calientan por tal o cual razón, lo menos útil para ambas partes es arrojar gasolina al fuego. Lo sensato en las relaciones de vecindad es bajar la fiebre, evitar palabras y gestos hirientes e irreparables, explorar fórmulas de compromiso, por precarias que sean. A esto se le llama diplomacia cuando hablamos de naciones.
El Gobierno de Pedro Sánchez no parece haber gestionado demasiado bien la acogida en una clínica de La Rioja, bajo un nombre falso y pese a estar incurso en una causa en la Audiencia Nacional, del dirigente polisario Brahim Ghali. Encuentro indiscutible el argumento humanitario para tal acogida, pero no lo creo incompatible con haber informado del asunto a Rabat, oficialmente considerado por nuestro Gobierno como un socio en la lucha contra el yihadismo y el control de los flujos migratorios. A eso parece referirse la embajadora marroquí en Madrid, Karima Benyaich, cuando dice: "Hay actos que tienen consecuencias y se tienen que asumir".
Pero las crisis suelen producirse cuando alguien replica a un error con otro error. Y tal ha sido el caso de Marruecos, cuya respuesta –levantar la vigilancia en su frontera para permitir el paso irregular a Ceuta de miles de personas– tampoco alienta esa “confianza mutua que se tiene que trabajar y nutrir” a la que alude la embajadora Benyaich. Las autoridades marroquíes han expresado su enfado subrayando algo que ya sabíamos: su colaboración para el control de las fronteras meridionales de España es imprescindible, las fuerzas policiales marroquíes se han convertido en la primera línea de blindaje ante la emigración de Ceuta, Melilla, el Estrecho de Gibraltar y, en menor medida, Canarias. Sin duda, es un papel desagradable para Rabat, máxime si se tiene en cuenta que reivindica como suyos Ceuta y Melilla, igual que España reivindica Gibraltar.
Las autoridades marroquíes han formulado su protesta de un modo tan patoso como peligroso. La forma, sin preaviso, suena a infantil y caprichosa; el fondo, jugar con el deseo migratorio de tanta gente, evoca manipulación e insensibilidad. No creo que sea el mejor modo de promover su punto de vista; al contrario, lo enturbia no solo en España, sino también en el conjunto de la Unión Europea.
La reacción de Rabat favorece, además, a las poderosas corrientes antimarroquíes del lado septentrional del Estrecho. Para empezar, a aquellos que escuchan la palabra Marruecos y corren a vestirse de cruzados como Santiago Abascal. La ultraderecha española tiene grabadas la morofobia y la islamofobia en su ADN, se considera heredera de los monarcas castellanos de la Reconquista, los militares africanistas de los siglos XIX y XX y el Aznar que ordenó la toma del islote Perejil, la gran hazaña bélica carpetovetónica del siglo XXI. No es de extrañar que Abascal haya reaccionado a la crisis actual con propuestas guerreras: identificar a los inmigrantes con delincuentes, levantar vallas que lleguen hasta el cielo, militarizar nuestras fronteras, darle “respuestas contundentes” (¿bombardeos?) a los sarracenos.
Como ya ocurrió con Perejil, lo más triste de esta crisis está siendo la asunción del lenguaje xenófobo, belicista y populista de la ultraderecha por gente que, en otros asuntos, sostiene posiciones progresistas. Algunos tuiteros de izquierdas emplean estos días fórmulas como “invasión”, “chantaje a España” o “humillación de España” propias de un discurso nacionalista. No faltan tampoco los que le piden a Sánchez que se deje de “tantas contemplaciones” con Mohamed VI. Tal cual era la retórica patriotera de la batalla de Tetuán de 1859-1860 y la guerra del Rif de 1911-1927.
Yo no diría que Marruecos quiere “humillar” a España, no me muevo en esos parámetros nacionalistas. Creo que sus autoridades han querido expresar con notable torpeza su enfado con el Gobierno español. Y, sobre todo, creo que, como tantas otras, esta crisis solo se puede superar con el concepto orteguiano de “conllevancia”. Si resulta imposible solucionar el problema, lo mejor es aprender a vivir con él.
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Hay que regresar al marco de relaciones hispano-marroquíes que ha funcionado en los últimos treinta años, desde la firma del Tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación de 1991. Fui corresponsal en Marruecos en los años 1980, un tiempo mucho más crispado en que supuraban las heridas de la Marcha Verde y Hassan II exigía a España una reflexión conjunta sobre el porvenir de Ceuta y Melilla. Pues bien, en aquel tiempo, el Gobierno de Felipe González tuvo el acierto de poner en marcha lo que se llamó teoría del colchón de intereses: cuantos más intereses compartieran los dos países ribereños del Estrecho, menos graves serían sus roces.
Con la excepción de Aznar, esa teoría ha guiado a los Gobiernos de González, Zapatero, Rajoy y Sánchez. La inversión, el comercio y el turismo entre España y Marruecos se han desarrollado notablemente, y se han encontrado fórmulas eficaces para combatir conjuntamente el terrorismo yihadista e intentar controlar las pulsiones migratorias africanas. Y es que el interés estratégico de España pasa porque a Marruecos le vaya bien, porque progrese por la senda de la democracia, la igualdad de los géneros, el desarrollo económico y la cohesión social. Las tensiones entre vecinos son mucho menos dramáticas si comparten democracia y bienestar.
Tanto al norte como al sur del Estrecho, las buenas relaciones hispano-marroquíes tienen el mismo tipo de enemigo: los fundamentalistas de la nación o la religión, con sus rigideces intelectuales y sus extremas susceptibilidades.
La España del siglo XXI no necesita a Santiago Matamoros, no necesita un caudillo exaltado que proponga cazar moscas a cañonazos, que sueñe con enviar los Tercios de Flandes para resolver todo tipo de problemas. Por razones de geografía e historia, la vecindad de España y Marruecos tiene unos cuantos puntos crónicos de fricción, pero cuando estos se calientan por tal o cual razón, lo menos útil para ambas partes es arrojar gasolina al fuego. Lo sensato en las relaciones de vecindad es bajar la fiebre, evitar palabras y gestos hirientes e irreparables, explorar fórmulas de compromiso, por precarias que sean. A esto se le llama diplomacia cuando hablamos de naciones.
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