La derecha conservadora ha ganado cómodamente las elecciones generales británicas. El partido laborista, dirigido por Jeremy Corbyn, ha quedado once puntos por detrás. Un mal resultado para la izquierda, se mire como se mire. Estando en la oposición, el partido laborista ha pasado del 40% en 2017 al 32,2% en 2019.
Caben múltiples lecturas de estos resultados, dependiendo de la distancia desde la que se analicen los datos. No voy a entrar en consideraciones detalladas sobre la campaña, el asunto del Brexit o la calidad de los líderes políticos. Expertos hay que sabrán hacerlo mucho mejor que yo. Lo que me interesa más bien es entender la derrota del laborismo británico como síntoma de una tendencia más general.
Las elecciones del pasado jueves son un amargo recordatorio de que en estos momentos la izquierda europea se encuentra perdida: no funcionan ni los programas más radicales ni los más liberales o pragmáticos. Con un programa moderado y tras gobernar como socio minoritario en una gran coalición, el SPD alemán obtuvo su peor resultado desde la Segunda Guerra Mundial en las elecciones de 2017, quedándose en un 20,5% del voto. Su candidato, Martin Schulz, era una figura bien situada en el establishment europeo, habiendo desempeñado el cargo de presidente del Parlamento europeo. Con un programa radical en lo económico, que incluía nacionalizaciones de algunos servicios básicos, una fiscalidad más agresiva y ambiciosas promesas en transferencias sociales, el partido laborista ha perdido las elecciones. El candidato, Jeremy Corbyn, era un outsider dentro del partido y de la política europea. Ni el moderado Schulz ni el radical Corbyn eran la solución.
Desde la crisis económica de 2008, los partidos de izquierda no han conseguido apenas gobernar y, cuando lo han hecho, no han podido realizar grandes cambios. De nuevo, ni los moderados ni los radicales: los mandatos del moderado François Hollande en Francia o del radical Alexis Tsipras en Grecia fueron igualmente decepcionantes por lo que toca a la capacidad de cambiar el statu quo.
Por lo demás, los partidos socialdemócratas clásicos han perdido buena parte de su apoyo popular. Incluso en España, donde el PSOE ha ganado las dos últimas elecciones, lo ha hecho con un porcentaje de voto por debajo del 30%, muy lejano del 43,6% de 2008, justo antes de la crisis. Por otro lado, las fuerzas de nueva izquierda (Syriza, Podemos, Francia Insumisa, Die Linke, etc.) no tienen el empuje suficiente para remplazar a los viejos partidos socialdemócratas.
Todos estos datos ponen de manifiesto una debilidad estructural de la izquierda (he intentado analizar las causas profundas del fenómeno en un libro reciente, La izquierda: fin de (un) ciclo)La izquierda: fin de (un) ciclo. Esta debilidad resulta algo paradójica, pues el aumento de la desigualdad y de la inseguridad económica que vino con la crisis hacía pensar que habría una mayor demanda de redistribución y, por tanto, un mayor apoyo electoral a los partidos izquierdistas. ¿Por qué no sucede así?
Una pista la proporciona el propio Corbyn, quien en un artículo en The Guardian ha ofrecido una interpretación de lo ocurrido en las elecciones de su país. Entre las varias cosas que argumenta, Corbyn insiste en el problema de la confianza. Tras los estragos de la crisis, los ciudadanos, en general, no confían ni en los partidos ni en los políticos. Al quebrarse la confianza, el papel intermediador de los partidos ha quedado en cuestión. Ahora bien, ¿por qué esta falta de confianza perjudica más a la izquierda que a la derecha? Pues, me permito sugerir, debido a que la izquierda, justamente porque se presenta ante la ciudadanía con programas de cambio y transformación, vive de la confianza que le conceden los votantes. El programa del partido laborista, como en general el programa de los partidos de la izquierda, va a la contra del sentido en que está evolucionando el capitalismo en los países avanzados. Se propone revertir las desigualdades crecientes y alterar las relaciones de poder que resultan del sistema económico. Todo ello exige que los ciudadanos confíen en los partidos y en los líderes, es decir, que piensen que los riesgos asociados a todo proyecto de cambio vale la pena correrlos.
La derecha, en cambio, no necesita tanta confianza. Puede apelar a votantes desencantados y cínicos, a los que intentará activar con la promesa de una gestión eficaz de los recursos y con una apelación a los sentimientos identitarios nacionales más primarios. Quien no espere grandes cosas de la política se consolará votando a quien le asegure estabilidad económica y defensa de los intereses nacionales.
La izquierda no está siendo capaz de capitalizar la extendida insatisfacción con la política y el sistema económico. El primer desafío consiste en entender la razón de ello. No parece que sea un problema de propuestas. Como he señalado antes, hay propuestas radicales y moderadas, pero ninguna de ellas consigue el apoyo abrumador que su materialización requiere. Más bien, da la impresión de que los votantes no creen que esas políticas sean realizables o que, si lo son, no vayan a tener unos costes mayores de los que sus promotores están dispuestos a admitir. Con niveles bajos de confianza política, un capitalismo financiero y globalizado que constriñe lo que pueden hacer los partidos cuando llegan al poder, más una ideología neoliberal dominante, muchos ciudadanos dan la espalda a los mensajes que lanzan, con un punto de desesperación, las fuerzas progresistas.
La derecha conservadora ha ganado cómodamente las elecciones generales británicas. El partido laborista, dirigido por Jeremy Corbyn, ha quedado once puntos por detrás. Un mal resultado para la izquierda, se mire como se mire. Estando en la oposición, el partido laborista ha pasado del 40% en 2017 al 32,2% en 2019.