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Desde la casa roja

Trump y el sur del río Bravo

Cuando abrió los ojos, fue consciente de que le faltaban las piernas. Se había caído del tren sin alcanzar la mitad del camino. Era de Honduras. Se quedó dormido y la Bestia le pasó por encima. Le conocí en el hospital Yanga, en Córdoba (México), justo en ese instante. La mirada de pánico: el regreso de la conciencia. Junto a su cama, una bolsa de plástico con sus únicas pertenencias, un peine, ningún dinero y una botella de agua. No escribí nada entonces al respecto. No he podido olvidarlo. Nunca supe su nombre.

El río Bravo es el límite natural entre México y Estados Unidos. Pero hunde sus cimientos hasta el mar otra frontera. El muro de Trump lo fue antes de Clinton y se levantó en el año 1994 bajo la operación Guardián. Una de las consecuencias de que el país más poderoso del mundo esté gobernado hoy por un magnate es que siempre ha solucionado los problemas de la misma forma: pagando. Lo hemos visto la semana pasada, con su visita a San Diego, donde se erigían varios modelos de pared, de diferentes materiales y acabados, todos el doble de alto del que ya existe y con un coste cada prototipo de entre 400.000 y 500.000 dólares. Todos construidos bajo el requerimiento de resultar agradables a la vista que mira desde Estados Unidos. Hay que ser de cierta forma para verle la belleza a un muro contra las personas. Pretende ampliarlo más de 2.000 kilómetros con el fin de sujetar de la forma más burda la migración. El coste total de este nuevo muro que comenzará a construirse de inmediato puede superar los 25.000 millones de dólares. ¿Se imaginan que esta cifra fuera destinada a la cooperación en las comunidades de origen?

El recuerdo en lugar del olvido

Cada año, cerca de medio millón de migrantes salen de Centroamérica, principalmente del Triángulo Norte: El Salvador, Honduras y Guatemala. Cruzan la frontera sur de México, una línea no menos peligrosa que la del norte. Pagan para viajar escondidos en tráileres (hace unos días, 103 personas fueron encontradas abandonadas dentro de uno en Tamaulipas) o se encaraman a la Bestiala Bestia, como se conoce al tren de mercancías que sube en varias rutas hasta la Ciudad de México y se dirige después a la frontera norteamericana. Pero a bordo de esta máquina, sufren todo tipo de vejaciones: robos, el narco, violaciones, extorsión: o pagas o te tiro del tren. Muchos han sido víctimas de trata, captados por los cárteles o han acabado sepultados en fosas en México. Mujeres, hombres y niños. Lo peor no tiene lugar cuando la máquina está en marcha, lo peor son las estaciones. Cuando el tren duerme y los migrantes no deben dormir. Las mujeres tienen tan asumido que pueden ser violadas durante el viaje, que toman anticonceptivos antes de partir. A este camino, se suma la migración mexicana, la más numerosa en Estados Unidos. Una vez en la frontera, si consiguen alcanzarla, hay que cruzar el muro. Túneles, saltos, sobornos, polleros, coyotes, lo que sea para encontrar el desierto, la violenta soledad del otro lado.

Pero Trump ya ha levantado un muro invisible. La Casa Blanca ha puesto miles de trabas burocráticas a inmigrantes y refugiados. El año pasado, entre otras medidas, el presidente revocó la protección de los jóvenes que viven en Estados Unidos amparados en el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, de sus siglas en inglés). Llegaron cuando eran niños y se les conoce como los Dreamers. El debate está ahora abierto en el Congreso. Trump ha pedido apoyo para la construcción del muro a cambio de la extensión del DACA durante dos años y medio. Los demócratas han aceptado permitir la financiación de la barrera a cambio de que el presidente apoye una ley sin plazos que se haga cargo de la situación de los 1,8 millones de jóvenes indocumentados. De momento, la negociación está bloqueada. Trump ya tiene 1.600 millones de dólares, una cifra aún lejos del objetivo. Pero el resto del dinero vendrá, lo ha dicho, y van a empezar a levantarlo. Yo no tendría dudas al respecto. Está cumpliendo todas sus locas promesas electorales. La construcción es inminente.

Donde se levanta un muro, lo hemos visto antes, lo tenemos muy cerca, se escribe también una ley tácita: si lo saltas, si te acercas demasiado, vamos a usar la violencia contra ti. Dejas de ser persona para ser punto de mira. Las fronteras cuando significan muerte no protegen de nada ni de nadie sino que abundan en la idea del "tú no eres de los nuestros". Hasta aquí, mi casa. A partir de ahí, el otro mundo que no me interesa si no es en mi beneficio. Una responsabilidad que parte de los países de origen, que deben atender de inmediato los países de tránsito y que concierne también al país de destino. En Estados Unidos viven cerca de once millones migrantes indocumentados que hoy temen la deportación. Más de 400.000 deambulan por México como por un infierno en moratoria. Sobra escribir que estas personas huyen de la violencia y de la pobreza de sus países y las cifras son tan alarmantes y las violaciones de derechos humanos en los viajes tan brutales que deben ser atendidos internacionalmente como una de las mayores catástrofes humanitarias de nuestros días. No sé qué más tiene que suceder para que se preste atención a esto, no sé qué puño de realidad debe golpear a un Estado como me golpeó a mí con veinticinco años y mi carnet de periodista recién estrenado para que dejen de mirar para otro lado: ¿un muro impedirá que crucen? Tal vez, pero no frenará el movimiento de los que buscan sobrevivir.

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