Desde la tramoya

Contra el ateísmo papanatas

Yo no creo en nada inmaterial o que no proceda de la materia. Soy ateo sin excusas ni matices. No tengo la más mínima duda de que de aquí no vamos a ningún lado, ni de que lo único que hacemos mientras vivimos es contribuir a la supervivencia de la especie: como los helechos o los delfines o las cucarachas. Durante muchos años, quizá como reacción rebelde a una educación estrictamente religiosa, me he empeñado en menospreciar a los que creen, como si fueran estúpidos o poco maduros. Incluso fundé con mis cuatro amigos del cole, a los catorce años, un grupo subversivo llamado GAME (Grupo Anti-Monjes Escolares), cuya única acción fue escribir en el gran muro que nos separaba del colegio de niñas de al lado “No a la opresión”. Aquellos curas de los 80, que tenían la mano muy larga, lo borraron y nosotros nos disolvimos sin reivindicar la gamberrada. Sigo despreciando la creencia del papanatas (“que es excesivamente simple, excesivamente crédulo o que se asombra por cualquier cosa”, dice la Academia): la de quienes creen en milagros, se creen en posesión de la verdad sobre la existencia, o se aplican sin crítica a la observancia religiosa fundamentalista.

Pero sospecho que algo que funciona en todas las culturas sin excepción, y que se aplica aproximadamente el 90 por ciento de la humanidad, debe tener alguna función útil. Por eso, tal como no me gusta la creencia del meapilas, ni del ortodoxo excluyente, ni del sectario, reniego también del ateo papanatas, parecido al que yo fui durante décadas: el ateo arrogante, que se empeña en imponer su propia falta de fe ante quienes sí la tienen. Marx lo sabía:

En estos días se produce en todo el mundo, de una u otra forma, una conjura maravillosa. Millones de adultos cristianos acuerdan guardar un secreto a millones de niños, a propósito del origen de los regalos que los pequeños descubren en sus casas al despertar. Ni al más recalcitrante de los ateos se le ocurriría desmontar esa creencia proclamando que los Reyes Magos, Papá Noél, Santa Claus, San Nicolás o el Niño Jesús son en realidad las madres y los padres. El misterio y la magia se mantienen, porque de esa manera se refuerzan los lazos comunes, se proclaman importantes principios morales – la recompensa por la bondad, la ilusión y la espera, el agradecimiento por lo que se obtiene, la protección de los niños… – que de otro modo serían más difíciles de transmitir.

Lo mismo sucede en el mundo adulto. La religión es la herramienta más eficiente para fijar códigos morales relativamente fáciles de aplicar, unir a las sociedades en torno a mitos comunes, distinguirse del extraño, facilitar consuelo ante la angustia y mantener la esperanza hasta el final. El confesor es el psicólogo más barato, el culto y la meditación la terapia más eficiente para muchos, y los libros sagrados una guía de la vida con enseñanzas mucho más fáciles de entender que el código civil o penal. La religión es la receta ante un ser humano que no puede emanciparse del todo. “La religión es el alivio de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas desalmado. Es el opio del pueblo” dijo Marx. Pero no para señalar que eso fuera malo – el opio en aquella época era una sustancia analgésica legal – sino para predecir que en una sociedad futura plenamente libre, la religión no haría falta. Y Antonio Gramsci más directamente, se identificaba con el sentimiento religioso, salvando las distancias: “Nos emborrachamos con ese sentimiento místico religioso del socialismo, de justicia que lo impregna todo. Sentimos una nueva vida, una creencia más fuerte, alejada de las polémicas ordinarias y miserables de los pequeños políticos vulgarmente materialistas.”

Las funciones sociales de la religión, por supuesto, no pueden ser la justificación del sectarismo, ni del extremismo ni de la barbarie. Al contrario. Cuando alguien defiende con criterio el derecho a creer y practicar la religión, debe defender también el derecho de todos a practicar cualquier religión, sin privilegios para ninguna creencia en particular. Respetar la religión no significa permitir que en los espacios públicos los cristianos pongan cruces, los musulmanes inscripciones coránicas o los judíos la estrella de David. Respetar la creencia de todas y de todos, como los europeos ilustrados nos enseñaron, significa no imponer ninguna religión. Y respetar también la creencia de quienes no creemos nada.

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