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La enmienda que se aprobó en silencio

Durante cincuenta años, desde que en 1961 ETA matara por primera vez hasta su adiós a la violencia en 2011, ya fuera bajo la Dictadura o con gobiernos democráticos, el Estado ha provisto medidas penales especiales para su castigo.

La primera ha consistido en elevar las penas por delito de terrorismo y el límite máximo de cumplimiento de las mismas, de modo que fuera más grave asesinar a un policía si era en nombre de ETA que por cualquier otro motivo. También que aún hoy un terrorista puede llegar a permanecer hasta 40 años en prisión, a diferencia de los 20 que se aplica al resto de los presos (con las excepciones de la prisión permanente revisable vigente, que también se aplica a los terroristas). Como cuenta Jon Sistiaga a propósito de su excelente novela Purgatorio, hay centenares de criminales de ETA que, encarcelados con veinticinco o treinta años de edad, apenas han pisado la calle, y que, dice él gráficamente, “ni siquiera han follado”. Nos pone los pelos como escarpias rememorar las imágenes de esos tipos sobrados, violentos, amenazantes, tras los cristales de la sala de juicios de la Audiencia Nacional, por no hablar de las de aquel Hipercor de Barcelona, la plaza de la República Dominicana de Madrid o la Casa Cuartel de Zaragoza. Pero lo cierto es que no podrá decirse que los poderes públicos españoles, de cualquier signo, no han actuado con contundencia en su política penitenciaria contra los terroristas. Ahí siguen muchos de ellos, purgando tras diez, veinte, treinta años entre rejas.

La segunda medida consistió en limitar el alivio de la pena. El tercer grado penitenciario, el régimen de semilibertad para que los presos puedan reintegrarse atendiendo al mandato constitucional, se aplica con más dureza a los terroristas, que solo pueden disfrutarlo cuando han cumplido dos tercios de la condena mientras que, con numerosas variantes, a los presos comunes se les aplica una vez cumplida la mitad o una cuarta parte. 

Y la tercera, acaso la más conocida, consistió en dispersar a los presos y en alejarlos de su lugar de residencia, que suele ser, claro, el País Vasco. Herramienta frecuente de presión antiterrorista por el efecto que produce en sus principales afectados (las familias de los presos), y por depender directamente de los gobiernos y no de los jueces, la dispersión de presos aumentaba en los momentos de mayor violencia de la banda, y se suavizaba en momentos de tregua o negociación. Acercaron presos tanto los gobiernos del PP como los del PSOE cuando consideraron que eso podría ablandar a la organización.

El Estado supo luchar contra ETA a través de su acción policial, legislativa, social y política, adaptándose a las circunstancias de cada momento. Y venció plenamente. Sin coste político alguno, como reconoció en 2011 el propio Rajoy (acto que agradeció mucho Zapatero) cuando ETA anunció “el cese definitivo de su actividad armada”.

El Estado supo luchar contra ETA a través de su acción policial, legislativa, social y política, adaptándose a las circunstancias de cada momento

Es comprensible que las víctimas del terrorismo, hijos, hermanos, padres de los asesinados, pongan aún hoy el grito en el cielo cuando se pone en libertad a los asesinos, o cuando se les acerca a su tierra, o cuando escuchan sus bravuconadas exentas de arrepentimiento alguno. Pero como hemos oído decir mil veces, la política penitenciaria no deben dictarla las víctimas, por mucho que se respete y se sienta su dolor, sino que debe dejarse en manos de las autoridades.

Con ETA desaparecida hace trece años y sus presos encerrados, la bronca que se ha montado cuando se ha aprobado que, siguiendo el criterio general de la Unión Europea, las penas cumplidas en Francia se convaliden con las que corresponde cumplir en España, parece artificiosa y falaz. ¿Qué diferencia hay entre una celda de Lannemezan (Francia) pegada al Pirineo y una prisión vasca o andaluza? ¿Qué suerte de venganza puede justificar que se excluya a un interno del lógico principio, aplicable al resto de los presos europeos, según el cual el encierro en una cárcel francesa puede homologarse por el que correspondería en España? 

Sólo hay una cosa que explica el desafuero del PP de los últimos días: ese rasgarse las vestiduras, esa hipócrita petición de perdón urbi et orbi por el error de haber aprobado la iniciativa, esa impostada defensa de la dignidad de las víctimas del terrorismo, ese “ETA está más fuerte que nunca”. La única explicación es la de siempre, que ya expliqué aquí: el PP sólo encuentra momentum entre su electorado cuando agita a los españoles con la amenaza, si no real imaginaria, de la desintegración de España o de sus esencias patrias. El desafío del secesionismo catalán, la rendición del Estado ante los terroristas vascos, el peligro de contaminación y desorden provocado por los extranjeros malandrines, el final de la familia convencional…

Convendría que, del otro lado, se abordara con más valentía el asunto: hace trece años que ETA desapareció felizmente de nuestras vidas. La sociedad española es, en general, más madura y más generosa que el dirigente medio del PP y puede comprender que la verdadera normalización solo llegará cuando algunas cosas de sentido común se aprueben sin más, por unanimidad, sin alharacas ni escándalos, como aquella enmienda de la que hoy el PP reniega. Una que, como siempre, no revocará si un día llega al Gobierno.

Durante cincuenta años, desde que en 1961 ETA matara por primera vez hasta su adiós a la violencia en 2011, ya fuera bajo la Dictadura o con gobiernos democráticos, el Estado ha provisto medidas penales especiales para su castigo.

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