Hablar de dinero ya no es de mala educación. En los bares, en las plazas, en las mesas familiares, en las tertulias, en las gradas de los campos de fútbol, en las puertas de los colegios y los teatros, en la cola del supermercado y en las salas de espera de los hospitales, con el taxista y con el camarero, con el médico y con los enfermos, con los profesores y los alumnos, con los jubilados y los parados, hablamos mucho de economía.
Y no sólo se tartamudean confesiones personales. La conversación se transforma de improviso en un debate sobre lo productivo y lo especulativo, sobre la prima de riesgo y la deuda pública, sobre el déficit y el consumo, sobre la ley hipotecaria y las complicidades de los partidos políticos con las instituciones financieras. La crisis saca la economía de los despachos especializados y la convierte en un asunto de opinión pública. Los poetas leen libros dedicados a estudiar el ritmo de los fondos de inversiones. Los estudiantes de filosofía devoran estudios sobre la lógica del terrorismo financiero. Los oyentes suben el volumen de la radio cuando alguien da cifras o analiza los últimos datos de IBEX 35. Un paraíso fiscal despierta ya más interés que la promesa de vida eterna en el reino de los justos.
Y todo se debe a una operación de legítima defensa. El vértigo cambia las costumbres. Joan Robinson afirmó que era conveniente que la gente normal estudiase economía aunque sólo fuese para evitar ser engañada por los economistas. Tenía toda la razón. Leo el consejo de Joan Robinson, que condensa la realidad de nuestra inquietud cotidiana, en el último libro de Vicenç Navarro y Juan Torres López, Lo que debes saber para que no te roben las pensiones (Espasa, 2013). Se trata de un estudio escrito con voluntad divulgativa, pero con el rigor de los intelectuales que se atreven a situar la discusión no donde prefiere el poder, sino donde entran en juego los verdaderos intereses.
La tendencia neoliberal con la que desayunamos cada día fue puesta en el café con leche y en el plato de las tostadas por Ronald Reagan cuando advirtió que “los pobres tienen demasiado y los ricos demasiado poco”. Desde entonces cada vuelta que ha dado el mundo volaba con la intención de empobrecer a la mayoría de los humildes usuarios del transporte público para acumular la riqueza en las manos distinguidas de los que disfrutan de un chófer particular. A la economía se le pusieron dedos alargados y piel venosas de obispo. Los Gobiernos y las instituciones europeas, los tecnócratas del dinero y los sabios dóciles, saltaron como chupamirtos en la jaula de los especuladores.
Pero la opinión pública, que necesitaba una legítima defensa ante la catástrofe justificada como fatalidad sobrenatural o ley científica, ha contado también con la compañía de economistas alternativos. Las voces de Joseph Stiglitz, José Luis Sampedro, Vicenç Navarro, Carlos Berzosa, Juan Torres y Alberto Garzón, por ejemplo, se han mezclado en nuestras conversaciones cotidianas para enseñarnos que los asuntos del dinero son algo más que un coto cerrado de los sacerdotes del poder. Los citamos como se cita a un amigo, a un cómplice, a un hermano mayor. Eso es precisamente lo que necesitamos para convertir el debate económico en una parte fundamental de la opinión pública. Una inmensa mayoría esta capacitada ya para bromear con las tontadas de un ministro de Hacienda propio de los tebeos tebeo o con la peligrosa trayectoria profesional de un ministro de Economía sin escrúpulos.
Se habla de las incertidumbres de la economía. Pues no es verdad. Pocas incertidumbres. La mayoría de los problemas que denuncian desde hace años los economistas alternativos se cumplen con una exactitud matemática. Vicenç Navarro y Juan Torres nos avisan en su nuevo libro de la próxima batalla de los políticos y los economistas neoliberales contra el sistema estatal de pensiones. El pensamiento oficial insistirá en el discurso catastrofista de una sociedad que se hace vieja, que no cuenta con trabajadores suficientes para sostener las pensiones y que debe suscribir cuanto antes fondos privados para asegurar el futuro.
Juan Torres y Vicenç Navarro cambian de conversación. Conviene defenderse de la especulación privada que pretende quedarse con una parte significativa del ahorro de los trabajadores para dedicarla a su propio beneficio. En sus manos peligra el futuro. Y ese peligro podemos sentarlo en nuestra mesa para discutir con él de tú a tú. Hablar de dinero no es ya de mala educación, sino un acto de legítima defensa.
Hablar de dinero ya no es de mala educación. En los bares, en las plazas, en las mesas familiares, en las tertulias, en las gradas de los campos de fútbol, en las puertas de los colegios y los teatros, en la cola del supermercado y en las salas de espera de los hospitales, con el taxista y con el camarero, con el médico y con los enfermos, con los profesores y los alumnos, con los jubilados y los parados, hablamos mucho de economía.