Lecciones de las elecciones (I): La opinión pública se independiza (cada vez más) de la publicada

La sorpresa que produjo el resultado del 23J hunde sus raíces en varios fenómenos relacionados. Uno de ellos, al que le dediqué esta columna hace unas semanas, tiene que ver con eso que se ha venido en llamar el “consenso demoscópico” y que no es otra cosa que la imagen de inevitabilidad de un resultado electoral que se crea cuando unos cuantos sondeos apuntan en la misma dirección y nadie -o casi nadie en este caso- se atreve a contradecirlos. En la campaña del 23J, aunque sí había estudios que apuntaban a que la suma de la derecha con la ultraderecha era una opción pero no podía darse por asegurada, se fue creando una imagen de inevitabilidad. Las encuestas que el CIS realizó la última semana de campaña lo certifican: Aunque el 51% de los encuestados creyeran que Feijóo iba a ser el ganador, el 36% prefería que fuera Sánchez, y sólo el 28,7% optaba por el candidato conservador.

Para saber lo ocurrido habrá que esperar a los estudios postelectorales, pero muchos indicios apuntan a que a lo largo de la campaña, y concretamente el fin de semana anterior al 23J, conscientes de la posibilidad real que existía de que la ultraderecha llegara al Gobierno, la izquierda comenzó a movilizarse y probablemente una parte de los conservadores más tendentes al centro, decidieron quedarse en casa.

Todo esto ocurrió tras cuatro años en los que, paulatinamente, portada tras portada, se iba generando la percepción de que la derecha ganaría de forma clara y contundente, que el gobierno de coalición no tendría quien le apoyara fruto de un desgaste sin parangón, e incluso en algunos medios de comunicación se empezaban a leer quinielas de ministrables populares dándose por hecho que la suma de la derecha y la ultraderecha llegaría a la Moncloa cual paseo militar. Si un extraterrestre hubiera llegado a España en ese momento y hubiera leído la prensa, escuchado algunas emisoras de radio o sintonizado no pocas cadenas de televisión, no le hubiera quedado duda de que así sería. Probablemente, si además de eso hubiera acudido a una panadería de cualquier barrio o hubiera ido a la salida de un colegio a recoger a los niños, tampoco habría dudado demasiado. Y sin embargo, no fue así.

En la campaña del 23J, aunque sí había estudios que apuntaban a que la suma de la derecha con la ultraderecha era una opción pero no podía darse por asegurada, se fue creando una imagen de inevitabilidad

Desde que las múltiples crisis de credibilidad, financiera, tecnológica y de modelo de negocio se agolparon encima de los medios de comunicación, éstos han dejado de proyectar sobre la ciudadanía la influencia que poseyeron hasta comienzos del presente siglo. Según el Informe Digital News Report para España 2023, en los últimos ocho años el porcentaje de españoles muy interesados en la información ha caído treinta y cuatro puntos, pasando del 85% en 2015 al 51% en 2023. Por otro lado, la pérdida de confianza sigue creciendo, y el número de personas que desconfía habitualmente de las noticias (40%) es mayor que aquellos que sí se fían (33%). Combinando los dos parámetros, en el propio informe se puede leer: “...se observa un preocupante incremento del porcentaje de ninis informativos, es decir, aquellas personas que ni se interesan en las noticias ni se fían habitualmente de ellas. En 2023 ese grupo es el más numeroso y representa al 37% de la población. Por contraste, el 22% de los encuestados se declara muy interesado y confiado en las noticias.” Estos datos concuerdan con los obtenidos en otros estudios similares.

Si la opinión publicada ya no determina la pública de la forma que antes lo hacía, ¿quién lo hace? La ausencia de evidencia científica -al menos, que yo sepa- obliga a ser cautos, pero es un hecho constatado que la función de selección de la información, de jerarquización de las noticias y de focalización en un asunto que antes hacían en exclusiva los medios es ahora compartida por más actores, algunos de los cuales se ven a simple vista en el espacio público y otros actúan a través de esos canales privados que son las redes sociales y que permanecen ocultos. ¿O acaso los mensajes que llegan por Whatsapp o Telegram procedentes de un remitente de nuestra confianza están sometidos al escrutinio público?

Queda mucho por investigar en este aspecto, y en un escenario cambiante como el actual es muy arriesgado sacar conclusiones, pero no sería muy aventurado formular, al menos, una hipótesis de trabajo: que ante la pérdida de credibilidad de los medios tradicionales y el bombardeo de datos -no tanto información, y mucho menos conocimiento- a que nos someten las redes sociales, la opinión se conforma cada vez más en la intimidad, al margen de unos medios que siguen considerándose parte de un denostado establishment incapaz de recuperar la confianza ciudadana. Ocurre lo mismo con la confianza en las instituciones, en la política y en todo lo que suene a sistema, pero en el caso de los medios, a su crisis de credibilidad se une que les han salido competidores, lo que no ocurre en las instituciones o los partidos políticos. Competidores, además, que han cambiado las reglas del juego de la conversación pública. Ante este escenario de confusión, hay quien se radicaliza -no confundir con la polarización- y quien se abstiene y permanece ajeno refugiándose en el salón de su casa y la conversación con los suyos. Cada cual, en nuestra burbuja.

En relación con esto, aunque distinto, aparece una suerte de autocensura que no es nueva, pero que resulta difícil de entender tras más de cuatro décadas de democracia. En esta última campaña electoral, ¿oían muchas conversaciones de progresistas defendiendo el voto a los partidos de izquierda?

Cuando el taxista me recogió en la Gran Vía a las 7 de la mañana las ventanillas estaban bajadas para aprovechar el poco aire fresco que corría, y la radio apagada. Amable como pocos, al subirme me preguntó si prefería el aire acondicionado - ¡para nada!, contesté -. “Si quiere escuchar alguna cadena de radio, dígame”. Atónita, me arriesgué a sugerir: “Si puede poner la SER para oír las noticias…”. El taxista, esbozando una sonrisa, contestó: “Mire: la llevo siempre puesta” (en efecto, estaba sintonizada la primera), “pero ahora cada vez que sube alguien la quito, para no molestar”.

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