Un fracaso colectivo

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La situación política en España es muy preocupante. Por un lado, estamos a las puertas de las cuartas elecciones generales en cuatro años. Llevamos ya cinco meses con un gobierno en funciones. Y el país sigue con los presupuestos generales de Montoro. En estas condiciones, las instituciones, la administración y las políticas públicas se resienten: a pesar de las urgencias y necesidades, todo queda aplazado y se impone una sensación de provisionalidad permanente. Por otro lado, el deterioro en Cataluña parece imparable. El Tribunal Supremo ha condenado a penas muy duras a políticos electos y líderes sociales, asimilando la protesta y la desobediencia a la sedición. La respuesta no se ha hecho esperar: enormes movilizaciones populares, vandalismo por parte del sector más radicalizado del independentismo y una descomposición del liderazgo independentista y del ejecutivo de Torra.

Estas dos dimensiones están relacionadas. La crisis catalana ha estado presente a lo largo de todo el ciclo de inestabilidad que se inició en 2015. Recordémoslo brevemente. El PSOE pudo haber formado gobierno con Podemos y los nacionalistas tras las elecciones de diciembre de 2015, pero vetó a los independentistas. Tras la repetición electoral, Mariano Rajoy continuó en minoría gracias a la abstención del PSOE. Sánchez volvió entonces a hacerse con el partido y ganó la moción de censura, con el apoyo de Podemos y de los nacionalistas vascos y catalanes. Sin embargo, esa alianza se rompió con el inicio del juicio oral en el Supremo y Sánchez convocó elecciones. Tras los comicios del 28 de abril, de nuevo había una oportunidad para formar un gobierno PSOE-Podemos con apoyo nacionalista, pero, una vez más, se malogró. Y ahora estamos en una campaña electoral dominada por el tema catalán.

La crisis política de Cataluña tiene consecuencias desestabilizadoras para la política española. Nada de lo que ha sucedido desde 2010 puede considerarse normal. Llevamos una década en la que, como país, hemos sido incapaces de resolver la tensión territorial que proviene de Cataluña. Desde la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 hasta la sentencia del Tribunal Supremo de hace unos días han pasado diez años marcados por intervenciones judiciales, sin desarrollos políticos que mencionar. Diez largos años en los que ni el Estado ni la sociedad española han querido abordar el problema salvo como un asunto de orden público.

El independentismo no ha ayudado, por supuesto. Aun siendo cierto que el Estado central no ha querido entrar a negociar en ningún momento, el independentismo se embarcó en una fuga hacia adelante sin tener los apoyos sociales para ello. Sólo la aplicación del artículo 155 detuvo el salto en el vacío de la estrategia unilateral de ruptura. Los daños de todo tipo en Cataluña y en el resto de España han sido cuantiosos. Y la respuesta punitiva de la Fiscalía General del Estado primero y del Tribunal Supremo después ha terminado de emponzoñar las cosas, ahondando aún más el abismo que separa a buena parte de la sociedad catalana de España.

No es mi intención entrar en el análisis de las responsabilidades de unos y otros. Tan sólo quiero subrayar que el resultado final es un gran fracaso colectivo. No hemos sido capaces de dar una respuesta política a un problema que ha ido adquiriendo gravedad mayor con el paso del tiempo. Si no lo hemos hecho a lo largo de todos estos años, ¿hay alguna esperanza de hacerlo ahora, con los líderes independentistas sentenciados a penas que van de los 9 a los 13 de años de cárcel?

En lugar de la propaganda pueril que sale de “España global” y el Ministerio de Asuntos Exteriores, proclamando a todas horas la “normalidad” democrática de España, deberíamos preguntarnos qué nos pasa como sociedad para no encontrar la forma de dar salida a los problemas políticos. La esencia de la democracia es la resolución de los conflictos de intereses por medios pacíficos e institucionales. Y eso es justamente lo que no ha hecho la democracia española en este tiempo. No ha sido siempre así: en otros momentos de la historia democrática las fuerzas políticas y sociales fueron capaces de enfrentarse a problemas muy complejos.

Todas las partes van cargadas de razones. Los nacionalistas españoles recuerdan una y otra vez la deslealtad constitucional del Gobierno catalán. Los nacionalistas catalanes insisten en que sólo han recibido respuestas represivas a sus llamadas a la negociación y a su demanda de un referéndum. Pero tener razón es a veces un magro consuelo. A base de tanta razón, nos encontramos en una situación de bloqueo y parálisis.

No sé si saldremos del marasmo actual. Podría ser que la situación se cronifique y el sistema político se adapte a una situación de conflicto permanente entre Cataluña y el resto de España. Si así fuera, pagaremos todos un coste elevado. Una democracia no puede funcionar adecuadamente con una minoría permanente condenada a la frustración de sus demandas.

Si queremos ser optimistas e imaginar una salida, el primer paso tiene que ser, a mi juicio, el abandono de tanta complacencia sobre nuestro sistema democrático. Debemos empezar reconociendo que la situación presente es un gran fracaso colectivo. La crisis catalana y española es el resultado de un funcionamiento imperfecto de nuestras instituciones democráticas, nuestros líderes políticos, nuestros medios de comunicación y nuestra propia sociedad civil. Si queremos ser una democracia orgullosa y homologable a las de mayor calidad, lo mejor que podemos hacer es dar una salida política al conflicto territorial (y dejar de lamentarnos de lo malos que son los otros).

La situación política en España es muy preocupante. Por un lado, estamos a las puertas de las cuartas elecciones generales en cuatro años. Llevamos ya cinco meses con un gobierno en funciones. Y el país sigue con los presupuestos generales de Montoro. En estas condiciones, las instituciones, la administración y las políticas públicas se resienten: a pesar de las urgencias y necesidades, todo queda aplazado y se impone una sensación de provisionalidad permanente. Por otro lado, el deterioro en Cataluña parece imparable. El Tribunal Supremo ha condenado a penas muy duras a políticos electos y líderes sociales, asimilando la protesta y la desobediencia a la sedición. La respuesta no se ha hecho esperar: enormes movilizaciones populares, vandalismo por parte del sector más radicalizado del independentismo y una descomposición del liderazgo independentista y del ejecutivo de Torra.

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