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Historia de un cesto...

Los veranos volaban cada vez más veloces. Parecía imposible que alguna vez hubieran existido aquellos que se llenaban de bicicletas, balones prisioneros y coches de choque y aún dejaban tiempos muertos para el aburrimiento en siestas obligadas y horas de digestión interminables alrededor de la piscina del pueblo: “¿Puedo bañarme ya?“

¡Qué había sucedido en el planeta para que los veranos se hubieran convertido de pronto en estrellas fugaces! Cristina buscaba información en internet, seguro que existía algún estudio de universidad yanqui que explicara las razones científicas de la transformación de aquellos veranos que parecían vidas enteras en estos otros, efervescentes y brevísimos. Pero no encontraba investigaciones al respecto. A nadie más que a ella parecía preocuparle aquella repentina aceleración de los veranos. ¿Y si acababan por extinguirse? La idea daba vueltas en su cabeza al ritmo de las aspas del ventilador de techo; entre el calor y la preocupación, no podía dormir.

Un día, Cristina decidió hacer eso que hacía cuando le invadía la angustia: “hacer algo”. De los cuatro palos de su baraja: aquel susto de salud, un divorcio doloroso, el despido despiadado y la muerte de su padre, había aprendido que construir era lo único que le aliviaba cuando sentía miedo o dolor. Poner en marcha una idea, por pequeña que fuera, era su modo de vencer el bloqueo de la impotencia. Así que fue a la cestería y compró un cesto.

Su idea era buenísima, iba a guardar el verano dentro de aquel recipiente de mimbre. Cada día, con la misma disciplina con la que hacía la cama o se lavaba los dientes, metería en el cesto un objeto. Nada de valor, cosas pequeñas y sencillas extraídas de sus días veraniegos. Y así, cuando llegara el momento de despedirlo, todo lo vivido estaría allí dentro. Este verano no se evaporaría sin más, como había ocurrido con los últimos… 

Aquella noche se durmió mirando a su nuevo compañero de habitación, orgullosa de su iniciativa. Era tan bueno su proyecto que lo ampliaría y, al terminar el verano, compraría otro cesto para guardar el otoño y dos más cuando llegaran el invierno y la primavera.

El cesto me recuerda que los veranos, los otoños y la vida pasan volando y que es importante atesorar ese tipo de cosas que no se pueden guardar en ningún altillo

Al término del verano, antes de guardar su caja fuerte de mimbre en el trastero, Cristina la abrió para revisar los restos de aquellos días que había vivido con especial intensidad y allí estaba todo: desde el hueso del melocotón que le regaló la chica simpática del mercado hasta el barquito que hizo su hijo con una servilleta en la pastelería del paseo. Por cada objeto, Cristina echaba una sonrisa.

Estuvo un rato entretenida y satisfecha con su cofre de tesoros pero al final del inventario, sintió cierta desazón… En aquel cesto faltaban, en realidad, cosas importantes. No había podido guardar el amanecer que vio desde la ermita, ni el sueño que se echó en el patio aquella tarde que sopló poniente, ni las risas con su amiga Vero, ni el sabor del gazpacho de la tía Mari, ni la sensación de tener a su hijo agarrado al cuello mientras tiritaba, envuelto en la toalla, después de bañarse en el mar. Su idea no era redonda, su verano, en cambio, sí lo había sido

Cristina fue práctica, tiró todas esas reliquias veraniegas y utilizó el cesto para guardar los bañadores y las toallas durante varias temporadas, hasta que el niño fue mayor y se marchó de casa. Un día, cuando ya empezaban a salirse algunos mimbres de la estructura, lo dejó junto al contenedor donde yo lo encontré.

Ahora está en mi casa. Mi vecina no sabe que lo tengo, ni yo he decidido todavía qué voy a guardar en él. Es posible que nada. En realidad, yo solo quiero este cesto para que no se me olvide, cada vez que lo vea, que los veranos, los otoños y la vida pasan volando y que es importante atesorar ese tipo de cosas que no se pueden guardar en ningún altillo.

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