Esta semana, muchos hemos hecho un viaje a aquellos viernes del siglo XX. Mi hermana siempre suma dos ingredientes más para describir nuestra noche perfecta: “Nos bañaban, pollo asado y Un, dos, tres”. A esa ecuación habría que añadir “y Mayra”.
Mayra era esa mujer que bajaba por unas escaleras, traspasaba la pantalla, se metía en tu casa y se sentaba contigo en el sofá, o sea, una comunicadora. Inteligente, divertida, natural, tenía las armas más potentes de seducción y las utilizaba con tal habilidad, que te atrapaba y ya no podías despegarte de ella.
En el plató, verla trabajar fue una clase magistral de televisión y una lección de profesionalidad. Entonces yo no lo sabía, tan impresionada por estar allí, de público con mis amigas, no fui consciente de lo que estaba viviendo: el privilegio de ver en acción a una auténtica maestra del medio. En aquel momento, solo sentí la emoción de estar muy cerca de una persona a la que quería desde pequeña. Entrar en los Estudios Roma fue como ir a visitar a la tía Mayra a su casa.
“La cámara no te hace una fotografía, te hace una radiografía. Puedes engañar una semana o dos, pero se notará si eres honesto o deshonesto”. Esto le dijo Pilar Miró a Pedro Piqueras cuando le encargó dirigir y presentar el Telediario en 1988. La radiografía de Mayra era inequívoca, nos mostraba a un ser humano como nosotros, como nosotras. No aplaudíamos a una diva, ni a una diosa, aplaudíamos a una mujer de verdad, a un referente real.
“No soy Santa Mayra de los cojones”, le dijo a Paz Padilla en Sálvame para expresar, con toda sinceridad y crudeza, que no asumía la muerte de su marido ni aceptaba el duelo. Tampoco es fácil aceptar cómo ha sido su final, porque nos enfrenta a la omnipresencia de la soledad en un mundo abarrotado. Cada vez somos más y cada vez más solos.
En el plató, ver trabajar a Mayra Gómez Kemp fue una clase magistral de televisión y una lección de profesionalidad
Paradójicamente, Mayra acompañó a muchas personas que vivían aquellos viernes en soledad, como Rosa, una señora viuda de mi barrio que, un día, mientras mi madre y yo esperábamos a que nos atendieran en la frutería del mercado, comentó: “A mí la que me gusta de la tele es Mayra, porque cuando saluda me mira a los ojos”. Recuerdo risillas y cachondeo general…
Si ahora pudiera hablar con Rosa, le diría que tenía toda la razón, que Mayra le miraba a los ojos, eso que solo saben hacer los auténticos comunicadores, los que entienden que el entretenimiento tiene vocación generosa, la de acompañar y hacer que la vida, durante un rato, sea más llevadera. Traspasan la pantalla porque no están pendientes de sí mismos, sino de ti, que estás al otro lado. Que sí, Rosa, que Mayra te miraba a los ojos y te decía al oído: “Arrincone usted su mal humor y transforme en un juguete su televisor”.
Esta semana, muchos hemos hecho un viaje a aquellos viernes del siglo XX. Mi hermana siempre suma dos ingredientes más para describir nuestra noche perfecta: “Nos bañaban, pollo asado y Un, dos, tres”. A esa ecuación habría que añadir “y Mayra”.