Y la redacción volvió a sonar como una redacción Virginia P. Alonso

Entre mi último artículo y este han ocurrido dos cuestiones relacionadas con el feminismo que van más allá de lo que aparentan, que definen una época o… el final de la misma. Y no me resisto a comentarlas.
Del asunto del libro de Luisgé Martín, El odio, parece que se ha dicho todo. Pero todavía hace un par de días salía en El País un artículo defendiendo la libertad de expresión frente a la censura. Es un falso debate porque no se sitúa donde debe y opino que es necesario resituarlo para no acabar ubicadas en el campo de las censoras punitivistas, que es donde se nos quiere poner a las feministas. La misma libertad de expresión que debe tener Luisgé Martín para escribir y publicar su libro, la misma libertad que debe tener una editorial para comprarlo, tenemos la gente para expresar nuestro malestar y para movilizarnos contra el libro en cuestión. Es la misma libertad. Que la gente se exprese en redes, o se manifieste por la calle (lo que hacíamos antes), o escriba cartas al director, no es censura, es libre expresión. Censura es que un legislador introduzca en el Código Penal un artículo que prohíba la difusión de algún contenido o la necesidad de que determinados contenidos sean revisados antes de su publicación. Censura es que una autoridad ordene la retirada de un libro (sin orden judicial) de un espacio público porque no le gusta su contenido. No es censura que una librería privada haga sus cálculos comerciales y decida que no le sale a cuenta vender el libro dada la animadversión que genera. Tampoco es censura si deja de venderlo por un motivo ético, religioso o político, de la misma manera que no es censura si las lectoras nos negamos a comprarlo porque nos parece un libro infame. No es censura, no es cancelación, es lucha política de toda la vida por la hegemonía, por ganar el sentido común. Hay personas que siguen sin entender lo que significa la irrupción de las redes en la conversación pública: un cambio radical en la formación de la opinión, que ha pasado de ser algo dependiente de voces autorizadas o expertas a depender de una multitud informe. Unas veces será para bien, otras para mal, pero es indudable que ya nada es igual.
No prohibiría ningún libro, casi ninguna expresión pública u opinión. Al mismo tiempo, puedo expresar públicamente mi malestar
Estoy contra la censura de manera muy activa. Estoy muy en contra de que nada relacionado con la libertad de expresión entre en el código penal. No prohibiría ningún libro, casi ninguna expresión pública u opinión. Al mismo tiempo, puedo expresar públicamente mi malestar por la publicación de determinado libro o producto cultural. Puedo manifestarme, puedo firmar un manifiesto, puedo negarme a comprarlo y animar a otras personas a hacer lo mismo. Es lucha política. Y por cierto que todo esto serviría también para una parte del falso debate sobre el punitivismo. La mayor parte de las veces no se trata de punitivismo, sino de expresión de rabia y de autodefensa. En muchas ocasiones, lo contrario del llamado punitivismo no es el antipunitivismo, sino el silencio. En general, todos los que claman contra la cancelación o la censura, son en general personas que se han visto arrolladas por esta nueva manera de construir hegemonía cultural; son voces que se han convertido en una más entre muchas. Dije antes que esto ocurre para bien y para mal, pero eso sería motivo de otro artículo. Avanzaría que, pese a algunas victorias, el poder sigue donde estaba.
En todo caso, que Luisgé haya escrito un libro que, con razón, ha enfadado a las feministas y a mucha gente que no se define como tal, y que después de artículos en uno y otro sentido, de opiniones para todos los gustos, la editorial haya decidido no publicarlo, ha sido una victoria del feminismo y una muestra de que este, todavía, tiene capacidad para dominar la conversación pública, al menos en ámbitos de la izquierda en este país. Es una victoria del feminismo no institucional, del feminismo-red, del sentimiento feminista.
Todo lo contrario de lo que ha ocurrido en el caso Alves. Aquí también el debate ha tenido una parte errónea inducida por la ministra M.ª Jesús Montero y su referencia a la presunción de inocencia. Desde luego que la presunción de inocencia es un pilar del Estado de derecho (como lo es la libertad de expresión). Algo que en ningún caso debe resultar comprometido hasta que se dicta sentencia teniendo en cuenta las pruebas. El feminismo no compromete la presunción de inocencia de nadie, lo que el feminismo ha incorporado, en este caso, al tratamiento judicial sobre la violencia sexual, es un nuevo régimen de verdad, en palabras de Foucault, que se encuentra aún en disputa y en donde dicha violencia pasa a ser considerada de otra manera. Para empezar, las mujeres hemos conseguido que se considere delito lo que antes era costumbre y estos nuevos delitos (que también van evolucionando: véase el consentimiento) traen consigo sus propios métodos probatorios, específicos de acciones que suelen perpetrarse sin testigos. Igual que otros muchos delitos, por cierto, sin que nadie ponga en duda sistemáticamente la palabra del denunciante.
El primer tribunal del caso Alves consideró probado, a la vista de todos los hechos, testigos, declaraciones, videos… que Alves había violado a la denunciante. Lo consideró probado. Es decir, que Alves ya no era inocente, que había suficientes elementos como para romper su presunción de inocencia. El segundo tribunal revoca esa sentencia basándose en consideraciones que se remiten a un momento muy anterior a la introducción del consentimiento, a la sentencia de La Manada y a otras muchas sentencias sobre violencia sexual. Es una sentencia, en ese sentido, que se remite a aquel otro régimen de verdad patriarcal en el que los jueces podían permitirse ver “jolgorio” donde había sufrimiento, donde las mujeres se jugaban su honra y no su integridad física y psíquica y en el que más que presunción de inocencia sobre el reo lo que había era cierta presunción de culpabilidad y no credibilidad sobre las mujeres denunciantes. Es un intento del poder, encarnado en una de las instituciones más patriarcales y conservadoras que existen, por retrotraernos a un momento en que las mujeres nunca eran creídas, donde los chicos buenos no violan y donde, en realidad, ellas siempre quieren decir que sí cuando están diciendo que no. Aquí se da también una lucha por la hegemonía. En este caso no de abajo a arriba, como en el caso de Luisgé, sino al contrario, desde el poder y contra los avances del feminismo en los últimos años.
Ambas situaciones vividas en un periodo de dos semanas ejemplifican perfectamente la lucha social que el feminismo tiene la obligación de sostener ahora que el antifeminismo militante está volviendo a ganar posiciones y pretende hacer lo que hace la sentencia del caso Alves: aplastar nuestra lucha por la mera existencia en igualdad. En esta semana hemos vivido una pequeña victoria con el libro y una derrota (provisional) con la sentencia. No será fácil vencernos porque venimos de muy lejos y no hemos llegado hasta aquí para rendirnos ahora.
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Beatriz Gimeno es ex directora del Instituto de las Mujeres.
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