El gestor indigesto

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“Hay negociaciones que consisten en limar asperezas hasta que las dos partes se vuelven romas”.

Lo que mejor define la política, al menos aquí y hasta ahora, es justo lo que no debiera tener sitio en ella: el egoísmo, la mentira, el abuso, el robo, la hipocresía, la usura, la ineficacia... En resumen, todo aquello que propicia que en un país como el nuestro haya personas que no son capaces de pagar el recibo de la luz mientras el presidente de su compañía hidroeléctrica gana veinticinco mil euros diarios, por poner un ejemplo entre muchos posibles que explican cómo lo contrario de la democracia es la codicia, porque en ella está el origen de la desigualdad: no es que no haya, es que sobra pero no se reparte. “El dinero se parece al estiércol: si no se distribuye bien, no sirve de nada”, escribió el filósofo Francis Bacon. Personalmente, estoy tan de acuerdo con la segunda parte de la frase como con la primera.

Las noticias hablan un día sí y otro también de puertas giratorias y sobornos; de las indemnizaciones millonarias que se llevaron los directivos de algunos bancos rescatados; de malversaciones y fugas de capitales; de la financiación irregular de los partidos; de las mafias que movían los hilos de la burbuja inmobiliaria desde un despacho oficial… Y el desenlace siempre es idéntico: al seguirle las huellas a los sinvergüenzas, la policía llega hasta un cargo público, alguien que dirigía la trama, se llevó su parte, otorgó contratos a dedo, vació la caja fuerte, dio su aval, puso la mano, dejó hacer… y vivió a lo grande, sin escatimar en lujos y excesos, dejándose tentar a manos llenas, porque ya lo dijo Nietzsche: “para el que tiene mucho que gastar, el día abre cien bolsillos”. La pregunta es: ¿hasta dónde influye el factor humano? ¿Lo que está corrompido es el sistema o tenemos la mala suerte de que sean los más canallas quienes alcanzan el poder? ¿Es cierto que da lo mismo quiénes gobiernen, porque en cuanto les dejan las llaves del palacio se transforman en los mismos perros con diferentes collares? No lo creo en absoluto, más bien se trata de eslóganes interesados cuyo fin es hacernos pensar que no importa quién esté al mando, que en una economía de mercado sobran razones e ideologías, basta con los números y para cuadrarlos lo único que se necesita es un buen gestor. Nuestro presidente en funciones es un producto ejemplar de esa teoría.

Mariano Rajoy es un hombre gris y a mucha honra; el ingenio se le ha vuelto triste con los años y nunca tuvo facilidad de palabra. Es despectivo en sus maneras, sus gestos y sus palabras, que son pocas y trata de hacer pasar sin mucho éxito por contundentes, ya que las usa casi en exclusiva para calificar unas veces de “ocurrencia” y otras de “disparate” cualquier iniciativa de sus adversarios políticos. Quizá porque lo nombraron a dedo y no se vio obligado a ganarle ninguna pelea a nadie, representa precisamente lo contrario de un líder, no tiene carisma, ni aureola intelectual, ni un discurso propio, y en consecuencia es alguien que tiende a esconderse porque no ignora que sólo puede brillar si es por su ausencia. Como se puede engañar a todos un rato y a algunos siempre, pero no a todos y para siempre, hasta ahora había conseguido hacer pasar sus limitaciones por ventajas, su oscuridad por prudencia y su silencio por astucia, pero eso se acabó y la mayoría de los ciudadanos, entre ellos miles de sus votantes, se ha dado cuenta de que no tenía mucho que callar sino nada que decir, y además lo dice mal, a menudo de forma patética. Se trata, en resumen, de eso: un gestor, pero que se nos ha hecho indigesto. Por no recordar que el que gestiona es alguien que administra lo de otros, un simple encargado, un representante. ¿De quiénes? Creo que no hay más que fijarse en los que se han enriquecido con la crisis, para saber la respuesta. Pero resulta que esos tampoco lo amparan, lo dan por amortizado porque ellos van a lo suyo –ahora a sustituir por otro índice el euribor, que está en negativo, para que así volvamos a pagar más por nuestras hipotecas– y ya han puesto el punto de mira en otro. Ya saben en quién y con qué ayuda cuentan a la hora de auparlo, porque hay carpinteros que con un martillo y diez clavos pueden convertir las encuestas en escaleras.

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Si cuando Rajoy estaba en lo más alto sus dos características esenciales eran la soberbia y la inacción, ahora que ha caído a tierra, se ha bloqueado y parece lleno de despecho: actualmente, su Ejecutivo, aunque sea en funciones, tiene sin responder casi tres mil quinientas preguntas en el Congreso y el Senado. Algo muy propio de él, cuya estrategia favorita consiste en no hacer nada y esperar a que los problemas pasen de largo, tal y como ha dejado muy claro en más de una ocasión. "Por las carreteras tienen que ir los coches y de los aeropuertos tienen que salir aviones", declaró hace poco, en una de sus ya famosas perogrulladas, sin caer en que su partido es especialista en lo contrario, en construir aeropuertos sin tráfico y carreteras radiales por las que no circula ningún conductor. En el ocaso de su carrera, a algunas personas les da pena; a mí, en cambio, me la da esa gente a quien él y los suyos han destrozado la vida en estos cuatro años miserables.

El general no tiene quien le escriba y se debe sentir traicionado, por supuesto; tal vez incluso víctima de una conspiración, para no variar. Por no servirle de nada, a él y a sus secuaces ni siquiera les vale lo que han invertido por las buenas y por las malas en los medios de comunicación, que al verle caer de su montura se han pasado con armas y bagaje, como él diría, a Ciudadanos, la nueva gran esperanza blanca. Así que ahora lo que se lleva en las portadas es decir que la formación de Pablo Iglesias se viene abajo y la de Albert Rivera sube como la espuma, aunque en un abrir y cerrar de ojos se hayan tenido que marchar de ella cincuenta y nueve cargos, unos por voluntad propia y otros expulsados por la dirección, es decir, lo que se llamaría una purga si estuviésemos hablando de Podemos. Ya saben, es la vieja sentencia, que vuelve a dejarse oír en las redacciones: jamás permitas que la realidad te estropee un buen titular.

Las citas que han leído en este artículo provienen de la última novela de Hans Magnus Enzensberger, que se titula ¡Siempre el dinero!, acaba de publicar Anagrama, y es una tragicomedia sobre la economía, la ambición, los deseos, la injusticia y la forma en que unos cuantos billetes pueden envenenar a quienes harían cualquier cosa por tenerlos. Una familia muy particular, algo excéntrica, que tiene la costumbre supersticiosa de que todos sus miembros lleven nombres que empiecen por efe y que, lo mismo que tantas otras, está entregada al pluriempleo, se mantiene a flote con trabajos de andar por casa y llega con muchas dificultades a fin de mes, recibe la visita de una pariente notable, la tía Fé, que tiene una casa en Suiza, se dedica a las inversiones de siete ceros y vive en los mejores hoteles de cinco estrellas de las ciudades por las que pasa. Cuando descubre que sus tres sobrinos no entienden nada de finanzas, toma la decisión de enseñarles algunas de las cosas que sabe al respecto. Y a aquel de ellos a quien le deje su herencia, también le será entregado un cuaderno en el que ha reunido a lo largo de su larga vida las sentencias que encontramos anotadas en los márgenes del libro de Enzensberger. Ese es el punto de partida sencillo de esta obra que busca hacernos sonreír hasta donde somos conscientes de que la cosa no tiene gracia, porque conlleva unas dosis de sufrimiento espantosas para gran parte de la población. Algo que sería muy fácil de evitar si no estuviéramos dominados por la codicia y diéramos por buena otra de las frases que apuntó en su cuaderno la tía Fé: “Quien quiere vivir a lo grande y pisar fuerte, debe también pagar por las botas más caras”. Eso es de Bertolt Brecht, pero no me pega que Mariano Rajoy lo haya leído y, en cualquier caso, estoy seguro de que no iba a estar de acuerdo con él.

“Hay negociaciones que consisten en limar asperezas hasta que las dos partes se vuelven romas”.

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