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El Gobierno recompone las alianzas con sus socios: salva el paquete fiscal y allana el camino de los presupuestos

Qué ven mis ojos

La fe no mueve montañas pero evita que se escalen

 “La religión consiste en que cada vez que se enciende una vela, se apague una luz”.

Luz y taquígrafos, las cosas claras, las cartas sobre la mesa… Todas esas expresiones, que son metáforas de la democracia y frases recurrentes en los discursos de los políticos, no suelen pasar de la teoría a la realidad, porque una cosa es predicar y otra dar trigo, algo que saben bien quienes descubren que el arte de la demagogia consiste en darle la vuelta a la sentencia de Goebbels para que dicha al revés dé el mismo resultado: repite una verdad mil veces y se convertirá en mentira. Ahora que ya ha pasado la Semana Santa y las procesiones han liberado las calles, tal vez sea un buen momento para hablar de este asunto en relación a la Iglesia católica y el Estado.

¿Sabemos de qué está hecha, cuánto vale, quién le pone límites o si la ley se respeta y, por lo tanto, el catecismo acaba donde empieza la Constitución? “La transparencia, Dios, la transparencia”, se titula un poema con el que Juan Ramón Jiménez inició su obra Animal de fondo, un libro que es un cuadrilátero en el que pelean, a cara de perro, la inteligencia y la superstición: “aquí estás, enredado conmigo, en lucha hermosa / de amor, lo mismo / que un fuego con su aire.”

Mientras la masacre de Lahore, en Pakistán, y las bombas del aeropuerto y el Metro de Bruselas nos llenan los ojos de astillas y nos vuelven a recordar que la mezcla de la Historia y la Religión sólo produce odio y muerte, en España algunos de los jefes de la Conferencia Episcopal han aprovechado que las vírgenes y los crucifijos estaban en el centro del escenario para recordar que en nuestro país sigue habiendo una ultraderecha feroz, sectaria, homófoba y racista que crece a la sombra de las catedrales y se mantiene a flote subvencionada con dinero público. Un día, el obispo de Málaga deja muy claro para qué quieren estar los curas en las aulas y le dice a 500 estudiantes obligados a escuchar su sarta de majaderías que “el matrimonio gay es como la unión entre un hombre y un perro o un bebé y un anciano”.

Seguro que lo hace porque aquí una sotana es una armadura y nadie lo va a perseguir, multar o detener como a Rita Maestre o a los titiriteros de Granada. Siguiendo su estela, un par de días más tarde los obispos de Getafe y Alcalá de Henares lanzan una pastoral contra los transexuales en la que los describen como “marxistas” que promueven una “ecología idolátrica y fragmentada, una visión pornográfica de las relaciones”, la práctica de “una sexualidad sin verdad”, la “usurpación deliberada de la filiación natural de los niños” y otras cuantas atrocidades. En otras ocasiones un cardenal ha sostenido “que la homosexualidad es una enfermedad que podría paliarse con un tratamiento médico lo mismo que la hipertensión” y un tercer obispo, que “los minusválidos y subnormales son así porque el Señor castiga en ellos los pecados de sus padres”. No es que con la Iglesia hayamos topado, es que ella nos embiste.

Quien pretenda rebatirles esos argumentos echándoles en cara la vergüenza de la pederastia de sacristía y confesonario, se puede encontrar con la respuesta que dio en su día el obispo de Tenerife, para quien con frecuencia los abusos ocurren “porque hay menores que los consienten, están perfectamente de acuerdo con ellos y, además, deseándolo; e incluso si te descuidas te provocan”. La pregunta es hasta cuándo y hasta dónde está obligada la sociedad civil a soportar las necedades de esos individuos.

Una espiral de violencia

En Roma se abren las ventanas de la Basílica de San Pedro, pero en España se hace fuerte en los campanarios un integrismo que se opone a todo, quiere manejar a la vez altares, cátedras y tribunas, monta emisoras de radio desde las que lanzar amenazas e impartir doctrina y, en resumen, lucha por tierra, mar y aire contra el progreso científico o la libertad individual: la fe no existe para mover montañas, sino para evitar que se escalen. Y en medio de ese combate, ¿al menos están claras las cuentas de la Iglesia? No debe ser así, porque mientras el Gobierno y sus presupuestos generales aseguran darle algo menos de ciento sesenta millones al año, otras fuentes calculan que la cantidad auténtica oscila entre los 7.000 y los 11.000, si le sumamos al dinero que le dan lo que recibe a través del IRPF, la exención de tributos, los sueldos de los sacerdotes, de los curas castrenses y de los profesores de religión, lo que se destina a los centros sanitarios y educativos que controla, el coste del mantenimiento de su patrimonio cultural o las aportaciones que se hacen para la celebración de actos litúrgicos o propagandísticos como las visitas del Papa o las jornadas mundiales de la juventud. Una auténtica fortuna, sobre todo en estos tiempos de recortes en que tanto sufren los ciudadanos.

Como tantas otras cosas, el oscurantismo que envuelve las relaciones entre la Iglesia y el Estado proviene en gran medida de los acuerdos que se firmaron en la época de la santa Transición, que básicamente consistían en lo de siempre: en garantizarle la impunidad más absoluta a una institución que apoyó con entusiasmo a una dictadura criminal y fue su cómplice durante 38 años. No hay más que leer la famosa carta que redactaron en 1937 los obispos en apoyo del general sedicioso, donde afirmaban que “la sublevación militar no se produjo, ya desde sus comienzos, sin la colaboración del pueblo sano” y que fue “una reacción de tipo religioso, correspondiente a las acciones nihilistas y destructoras de los sin-Dios.” Desde entonces, en ese ámbito las cosas han cambiado muy poco, así en el cielo como en la tierra.

La Pascua ha terminado. El mundo sigue dando vueltas. Las últimas noticias dicen que centenares de personas recibieron con aplausos entusiastas a Felipe VI, su esposa doña Letizia, su madre y sus hijas, la princesa Leonor y la infanta Sofía, a su llegada a las puertas de la catedral de Palma de Mallorca –no muy lejos de los juzgados en los que hace poco se sentaron en el banquillo su hermana y su cuñado– para asistir a la misa del Domingo de Resurrección. El más allá no existe, pero sus representantes sí. Y habitan entre nosotros, pero son intocables. Qué miedo dan.

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