En la historia reciente no hay ningún líder latinoamericano, ni probablemente del mundo entero, que se haya ido después de 14 años de gobierno con un nivel de aprobación del entorno del 60 por ciento. Sí, es difícil de creer, pero Hugo Chávez ha muerto tras un deterioro físico que ha acabado con él en algo menos de dos años, sin que 14 años de presidencia le produjeran un deterioro político notable. En su peor momento no bajó del 30 por ciento de aprobación (Rajoy tiene tras año y medio de Gobierno un 20 por ciento). A partir de ahí subió y rara vez bajó del 50.
Los líderes de la oposición venezolana sufren esa popularidad entre la indignación (los de la derecha) y la resignación (la izquierda moderada). La impotencia de la oposición se constató en la reciente derrota de Henrique Capriles, elegido como candidato presidencial por la oposición. Capriles es un líder joven pero con experiencia, moderado pero carismático, y que desarrolló una campaña más que digna. Sí, claro que hubo motivos perversos en la sostenida popularidad de Chávez y en su reciente victoria electoral: el control férreo de los medios de comunicación; el abuso de los recursos del estado en una confusión entre el partido, el Estado y el líder que avergüenza a cualquier demócrata europeo; una arbitrariedad indiscutible en el manejo del país, persiguiendo enemigos sin pudor, tomando decisiones por decreto, amedrentando a los adversarios… Por supuesto, hay poco que aprender en Europa de esas prácticas del Chávez-caudillo.
Pero hay algunas otras prácticas del telepresidente Chávez que, sin ser tampoco homologables a la más discreta política europea, ofrecen sin embargo algunas claves que, por contraste, podrían explicar algo de lo que le sucede a la izquierda moderada en el viejo continente. Podríamos describirlas en cuatro puntos concretos:
Odiado o amado, Chávez al menos resultaba coherente. Dormía tres o cuatro horas como mucho. No paraba. Iba y venía. Obligaba a que todas las televisiones emitieran sus intervenciones, que a veces se alargaban durante horas. Decretaba, cesaba o expropiaba en vivo y en directo. Tenía su propio programa de televisión, y su cuenta de Twitter, con un último mensaje de agradecimiento a los médicos y a Cristo, tenía (tiene) 4,2 millones de seguidores.
Su megalomanía era síntoma de hibris, ese síndrome de la desmesura y egocentrismo que se atribuye a tantos gobernantes. Pero había una enorme coherencia en todo lo que hacía: exagerado, extemporáneo, autoritario… pero coherente. Obligar a los fabricantes y distribuidores a bajar los precios por decreto sólo fomentó un mercado paralelo de divisas y no evitó que la inflación se disparara. Pero la mayoría de la gente (y en Venezuela mucha de esa gente a duras penas lee y escribe) no sabe que es la inflación, y sí sabe, sin embargo, que Chávez obligó al supermercado a mantener los precios controlados. Esa coherencia contrasta con la ambigüedad y la falta de audacia con que actúa la izquierda europea, que no es capaz siquiera de ponerse de acuerdo sobre la conveniencia de una tasa sobre las transiciones financieras, por poner un ejemplo trivial. Paradójicamente, Chávez deja un país en una situación económica objetivamente penosa y con una inmensa y carísima burocracia. Pero pasa por ser un tipo coherente y valiente, que contrasta con los líderes socialdemócratas europeos del momento: miedosos, incoherentes y sin credibilidad.
En tiempo de angustia, la gente busca héroes. Los grandes superhéroes del cómic estadounidense nacen en las décadas posteriores a la Gran Depresión. Los líderes populistas y autoritarios se imponen en épocas de crisis. Chávez aprovecha la brutal crisis económica, política y social de su país para sublevarse, intentar un golpe de Estado, pasar por la cárcel y volver luego a la política formalmente democrática. Chávez manejó bien esa angustia para plantear, mantener y tratar de perpetuar su revolución bolivariana. Bersani en Italia u Hollande en Francia, pueden ganar elecciones, pero en este tiempo de tanta angustia en la gente común, sus victorias resultan devaluadas por los populismos de derechas o de izquierdas que presentan a esos personajes que saben entender y responder a las angustias de la población. Chávez, en otros términos, absorbió en Venezuela las mismas pulsiones que Grillo en Italia o Le Pen en Francia, o tantos otros partidos extremistas o pintorescos en otros países. La izquierda moderada europea podría quedar arrollada por esos populismos si no reacciona con una pizca al menos de su audacia.
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Chávez sabía elegir sus batallas y sus enemigos. De hecho, eligió el enemigo más grande: Estados Unidos. Y también a sus aliados más controvertidos: simple y llanamente quienes fueran hostiles también a “los gringos”. No sólo Correa o Castro, sino también Ahmadineyad o Gadafi. Tenía claro que no hay nada más movilizador y unificador en una población (al menos en la parte que consigas que lo sienta como tal), que un enemigo común y concreto. Eligió desde el comienzo, a su manera, la batalla contra el capitalismo injusto y el colonialismo. Reforzaba el contraste con sus enemigos sin ningún pudor, insultándoles en foros tan solemnes como el plenario de las Naciones Unidas. Maleducado, impetuoso, vergonzante, pero – hasta sus adversarios se lo reconocían – valiente y coherente. Había un motivo para apoyar a Chávez, aunque solo fuera para quien quisiera creer su maniqueo: hay una conspiración mundial de los ricos, los capitalistas y los imperialistas, contra los parias de la tierra. El enemigo y la batalla están claramente identificados. Yo acabo de llegar de Washington de una reunión de progresistas europeos de 20 países y hemos estado dando vueltas durante día y medio para concluir que el “enemigo” que parece que estamos más o menos de acuerdo en que queremos batir es “la austeridad”. Parece que la izquierda europea quiere pelear contra “la austeridad”; batalla inútil, por descontado, porque todo el mundo quiere “austeridad”. Con todos los cantos de sirena sobre la importancia de los “big data” y la tecnología de su tratamiento, la campaña de Obama en Estados Unidos (me cuentan aquí en Washington), tuvo un éxito indiscutible en crear grandes alianzas (con los trabajadores, los pequeños empresarios, los artistas, las mujeres, los latinos, los gays, etc.) para luchar contra un enemigo al que se comenzó a atacar de forma inmisericorde desde el pasado verano, cuatro meses antes de la elección: los ricos como Romney que solo defienden sus intereses frente a la inmensa mayoría de la gente, de la clase media. Sin las excentricidades de Chávez, Obama definía también con nitidez su batalla: ¡cuidado que, con este señorito Romney, América puede retroceder!
Orgullo y optimismo. La gente no quiere perdedores. Y menos en tiempo de crisis. Esta larguísima tristeza que atenaza a la izquierda europea resulta ya insoportable. También este endogámico y circular cuestionamiento de los motivos por los que la gente “no escucha el mensaje progresista”. O la aceptación de verdades conservadoras sin demostrar como que “¡ya no podremos vivir nunca como hemos vivido hasta 2010!, o que “el estado de bienestar es insostenible”. Esa resignación contrasta con el optimismo de Chávez, aunque fuera frívolo y temerario. Chávez era, como confiesa todo el mundo, un hombre arrollador, directo y carismático.
Un populismo autoritario como el de Chávez sería tan improbable como indeseable en Europa. Pero el fenómeno de Chávez, catorce años sin despeinarse y ahora probablemente elevado a la categoría de mito, arrojan bastante luz sobre algunos motivos por los que, en contraste con personajes tan aburridos y anodinos como los líderes de la izquierda moderada europea, surgen en otros lugares – y también en la propia Europa – líderes más vibrantes y atractivos. A veces peligrosamente atractivos.
En la historia reciente no hay ningún líder latinoamericano, ni probablemente del mundo entero, que se haya ido después de 14 años de gobierno con un nivel de aprobación del entorno del 60 por ciento. Sí, es difícil de creer, pero Hugo Chávez ha muerto tras un deterioro físico que ha acabado con él en algo menos de dos años, sin que 14 años de presidencia le produjeran un deterioro político notable. En su peor momento no bajó del 30 por ciento de aprobación (Rajoy tiene tras año y medio de Gobierno un 20 por ciento). A partir de ahí subió y rara vez bajó del 50.