Sólo lo común nos salvará a todos: política (honesta) frente al odio Jesús Maraña
Sobre conspiración y conspiranoia
La lluvias han llegado tarde y en algunos lugares de manera destructiva. Sin embargo, la sequía de comienzo de la primavera agrietó la tierra, mermó la cosecha y perjudicó la economía. También hizo brotar un nuevo foco de suspicacia. A finales de abril la Agencia Estatal de Meteorología se vio obligada a pedir respeto mediante un vídeo que mostraba un torrente de insultos y amenazas, proferidos por usuarios de Twitter convencidos de que la AEMET era parte de un complot para alterar las precipitaciones. Conocidos meteorólogos, sobre todo si advierten de los peligros del cambio climático, son acosados a diario con la misma hostilidad. Incluso la Fiscalía recibió denuncias, ya archivadas, en la misma línea. Un diputado tránsfuga de Ciudadanos elevó, a principios de mayo, una pregunta a la Mesa del Congreso: “¿Está el Gobierno manipulando el tiempo a través del rociado aéreo?”.
¿Qué ha pasado para que la información meteorológica, antes conversación de cortesía en el ascensor, tranquilo refugio de sobremesa, se haya vuelto un tema conflictivo? Lo mismo que ha sucedido con las vacunas. Este no es un artículo que intente desmentir las demenciales teorías en las que se basa el pensamiento conspiranoico, el esfuerzo resulta inútil cuando las palabras pierden su significado, la razón se atrofia y la sospecha arraiga en el fértil terreno abonado con el miedo. Los que utilizan con soltura términos como “plandemia” o “mienteorólogo” han pasado a convertirse, en el mejor de los casos, en el síntoma de una enfermedad social y, en el peor, en la herramienta de aquellos que acechan a la democracia.
A mediados de los noventa, cuando Expediente X dominaba la televisión, lo conspiranoico resultaba tan sólo materia de entretenimiento para el gran público. Tres décadas después, esta manera disparatada de discurrir es tomada en serio por un número creciente de ciudadanos. ¿Por qué? Parece obvio que el descontrol digital permitió ganar notoriedad a todo tipo de iluminados y charlatanes que incluso lograron profesionalizarse y hacer del recelo un lucrativo negocio. Tenemos claro el vector de extensión de un mal que la Fundéu recogió en el año 2019 como conspiranoia, una mezcla de conspiración más paranoia, la creencia irracional en la presencia constante de confabulaciones que pervierten el mundo en el que vivimos. Pero debemos cuestionarnos por sus causas.
Obviamente, la crisis de ciclo largo en la que llevamos inmersos quince años ha sido un acelerante para la desconfianza. La población está más asustada de lo que reconoce y una parte canaliza ese temor hacia una moderna Inquisición contra brujas y espectros que nos acechan. Hay algo pueril, pero confortable, en pensar que estamos amenazados por élites que planifican catástrofes, antes que asumir que el capitalismo es un sistema anárquico e inestable y que, en ocasiones, la ruina lleva el apellido de lo inesperado. También debemos contar con el sesgo de una educación que nos prepara para ser excelentes técnicos pero no nos forma como ciudadanos, convirtiéndonos en maestros en lo parcial pero ignorantes en el funcionamiento global de nuestra sociedad.
Existen lagunas científicas en nuestro conocimiento que permiten que haya convencidos del terraplanismo, pero existe una ignorancia aún mayor de cómo funcionan las instituciones gubernamentales o los mercados financieros. Sabemos que hay cosas que no marchan demasiado bien, pero desconocemos por completo las causas del error y sus protagonistas. Asustados, pero también más solos, buscamos la pertenencia contra la disgregación, un colectivo del que formar parte, la última línea de resistencia frente a la maquinación que intenta pervertir lo que una vez fue puro. No hay nada más peligroso que darle una misión histórica a gente aburrida, una aventura desde la seguridad de la sala de estar, que requiere, por todo compromiso, extender bulos mediante el móvil.
No obstante, el pensamiento conspiranoico es también atractivo por su carácter irrefutable. Al carecer de método siempre puede ofrecernos una nueva pirueta frente a la explicación lógica, volviéndose más fuerte ante la evidencia que lo contradice. La connivencia surge de algo tan elemental como el ego. Prestamos más atención a quien finge tener todas las respuestas, por rocambolescas que sean, y queremos imitarlo, sentirnos por encima de ese “rebaño de simples” que aceptan “la versión oficial”. La conspiranoia es el clavo ardiendo al que nos agarramos para evitar alcanzar la mayoría de edad ciudadana. Ante un presente acelerado lleno de incógnitas preferimos creer que, al menos, aún hay alguien velando sobre el caos.
Existen lagunas científicas en nuestro conocimiento que permiten que haya convencidos del terraplanismo, pero existe una ignorancia aún mayor de cómo funcionan las instituciones gubernamentales o los mercados financieros
A esto hay que sumarle el hecho cierto de que las conspiraciones existen. Llevan existiendo desde que Julio César fue acuchillado por un grupo de senadores en el año 44 antes de Cristo. Bastante antes, de hecho. La conspiración era la manera casi habitual en la que los mandatarios eran depuestos, el modo en que se solventaban los conflictos por el poder cuando las rutinas de sucesión fallaban. La conspiración es el método seguido por un grupo de poder para imponer sus deseos por encima de las normas previstas. La diferencia con la antigüedad es que esas conspiraciones se tuvieron que sofisticar con la aparición de la democracia liberal, un sistema lleno de contrapesos y con el poder muy repartido. El hecho de que existan menos magnicidios lo que nos indica es que matar al líder dejó de ser rentable una vez que desapareció el poder omnímodo y su sucesión se guiaba por una serie de mecanismos que escapan al control de quien empuñaba el arma.
Las conspiraciones siguen existiendo como manera de adulterar el devenir político y económico, en beneficio de grupos con capacidad de influencia que no desean someterse a los procedimientos y reglas previstas. La intriga palaciega se transforma, pero ya no aspira al poder total porque no puede. Como tampoco permanecer demasiado tiempo en la penumbra ocultando sus maquinaciones. Hoy nos enteramos de todo, o casi todo, si no en el momento que sucede, poco tiempo después. En los últimos años hemos sido testigos de cómo se trazó la crisis financiera, cuáles fueron los sectores, empresas e individuos que convirtieron lo inmobiliario en una ruleta asentada sobre dinamita. También de cómo se trazó el monumental engaño que condujo al Brexit, de una manera muy parecida al asalto al Capitolio en Estados Unidos. Y acabaremos conociendo los detalles de la voladura del Nord Stream.
La razón es que en nuestro presente para que una conspiración resulte efectiva necesita muchas personas para ejecutarse, demasiadas. Por otro lado, nunca fue tan sencillo realizar una filtración de manera anónima. Que usted conozca los últimos movimientos de inteligencia estadounidense en torno a la guerra de Ucrania es producto, simplemente, de las ganas de notoriedad de un post-adolescente en uniforme. El alto secreto sigue existiendo, pero tiene fecha de caducidad y, desde luego, no existe la capacidad formal para que nadie, por mucho dinero o influencia que atesore, pueda trazar algo así como un plan de dominación global. Pensar lo contrario es no entender cómo funciona el mundo, también tener un miedo atroz a descubrirlo.
“La idea de un sistema coordinado, por siniestra que sea, resulta preferible a la realización de que flotamos a la deriva en un universo nihilista, gobernados por gente incompetente y expuestos a todo tipo de contingencias imprevisibles [...] En el fondo, se trata de intentar ordenar el caos cacofónico de la vida moderna, lo que no diferenciaría tanto al pensamiento conspiranoico del religioso”, concluye Noel Ceballos en su libro El pensamiento conspiranoico (Arpa, 2021), un excelente tratado para adentrarnos en este mal de época cada vez más extendido. La conclusión es clara: es mejor pensar que el mundo es amenazado por unos villanos al estilo de Spectra, que desde una oscura mesa de reuniones planifican catástrofes, que asumir que pueden existir malos mandatarios, ejecutivos codiciosos y toda una estructura social dispuesta a colaborar con ellos con tal de ascender socialmente.
¿Existe una conspiración en torno a la conspiranoia?¿Se fomenta el pensamiento irracional en amenazas inexistentes para que desviemos la vista de las amenazas reales? Que Vox se presentara al 1º de Mayo con una caricatura donde se apelaba a la Agenda 2030 es una respuesta rápida a la pregunta. La ultraderecha surfea con habilidad la ola de la suspicacia, ofreciendo, como en una representación de guiñoles, malos arquetípicos a los que atizar. Que un partido lleno de nobles, millonarios y altos funcionarios del Estado diga ir contra “las élites” es un chiste de mal gusto. Que obtenga un relativo éxito a la hora de imponer esta narrativa, la prueba de que una parte de la sociedad se siente más cómoda creyendo estas estupideces que mirando de frente a los problemas.
Hace tres años, la ultraderecha intentó desestabilizar España parapetada tras los antivacunas. Y nadie pareció tomarse en serio el peligro que se estaba fraguando. El tiempo ha pasado y a una parte de este país le parece sensato creer que existen avionetas fumigando las nubes con el objeto de someternos a la sequía, los mismos que tachan el cambio climático de estafa e insultan a los meteorólogos. Una semana y media antes de las autonómicas, el Departamento de Seguridad Nacional advirtió de una campaña de la ultraderecha para deslegitimar las elecciones. Llegó el 28M y, a juzgar por la diferencia entre las encuestas y los resultados, una parte de la ciudadanía, con la inestimable ayuda de lo peor de los medios de comunicación, mordió el anzuelo. Para cosechar antes hay que sembrar.
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