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Por qué los escándalos no penalizan a la derecha

Cuando el jueves de la pasada semana, José Antonio Zarzalejos escribió que “este PP no tiene ni media bofetada”, tan solo dijo en alto lo que buena parte del ecosistema conservador piensa sobre la dirección popular. Tras el resultado favorable de las elecciones gallegas, las palabras del veterano periodista parecen haber quedado desacreditadas, seguramente por los mismos hipócritas, los maquinistas del aparato de las tormentas ubicado en la corte, que ya tenían los cuchillos afilados para sacrificar a Feijóo.

Zarzalejos no afirmó en balde la falta de capacidad de los dirigentes de Génova. En su artículo de El Confidencial daba unas cuantas razones para explicar por qué el partido derechista padece una “escasez táctica y estratégica alarmante”. El escándalo de los contactos con Junts, concluía el periodista, demostraba cómo el PP “se viene abajo con facilidad pasmosa, retrocede a las primeras de cambio y se inculpa como un penitente”.

Este martes, Feijóo comenzó el día entre aplausos en su sede nacional, con amago de muñeira incluida. Celebraba los resultados de las autonómicas, claro, pero sobre todo haber conservado el gaznate. Para responder con datos a la pregunta de por qué el PP ha ganado en Galicia, pueden leer este análisis pormenorizado del siempre interesante Jaime Miquel. En cuanto a las razones de fondo, las ya conocidas: inercia y tradición, una forma eufemística de denominar al clientelismo, un aparato mediático adocenado y una ley electoral muy favorable.

Ahora bien, la cuestión que nos debería llamar la atención, más allá de la especificidad gallega, es cómo diablos un escándalo de la magnitud del de la semana pasada, la voladura incontrolada para intentar poner coto a la advertencia de Puigdemont, no ha pasado mayor factura al PP en Galicia. La primera respuesta rápida, también cierta, es que cuando no te enteras de algo es difícil que saques conclusiones. Y lo que en la prensa escrita y las redes resultó un clamor, apenas ocupó minutos en el ámbito televisivo, que sigue manejando la agenda pública de manera indiscutible. Atronar cuando toca, callar cuando se debe.

No obstante, suponemos, muchos electores conservadores fueron conscientes de lo sucedido, a otros cuantos es muy probable que no les agradara en absoluto o, sencillamente, que les diera completamente igual. La razón para tales tragaderas no estriba en la confianza en Rueda o Feijóo o la confianza en el proyecto del PP, el cual desconocemos casi en su totalidad, más allá de su enmienda a la totalidad de lo que han venido a denominar “sanchismo”.

Y ahí puede encontrarse la clave. Da un poco igual lo que el PP o sus dirigentes hagan o dejen de hacer porque para el votante derechista lo único importante es acabar con Pedro Sánchez a cualquier precio. Lo primero, por una descarnada antipatía a la persona, convertida en el centro de todos los males pasados, presentes y futuros de España, pero también, y esto no es cosa menor, por una aversión a toda la izquierda más allá de la acción real que ésta lleve a cabo.

Esta expresión cautiva de unas emociones que van del miedo a una profunda animadversión es lo que explica que al PP apenas le penalice nada de lo que sucede, no sólo en Galicia, sino en cualquier otra comunidad. No es que sus electores confíen en ellos, no es que piensen que de esta forma van a vivir mejor, es que una parte sustancial de la sociedad conservadora votaría a cualquier cosa antes que ver un triunfo de la izquierda, independientemente de lo que el progresismo haga o diga.

Da un poco igual lo que el PP o sus dirigentes hagan o dejen de hacer porque para el votante derechista lo único importante es acabar con Pedro Sánchez a cualquier precio

Entiendo, sin compartir, muchos de los resultados electorales en los que la derecha ha resultado triunfadora en nuestro país. La primera victoria de Aznar fue el resultado de un felipismo agotado y debilitado por la crisis de 1993 y por la corrupción, además de por una campaña centrista que evaporó el miedo a las raíces franquistas de aquel PP. La mayoría absoluta del 2000 tampoco tuvo demasiado secreto: un PSOE dividido y una buena situación económica. Para la victoria de Rajoy en 2011, lo mismo, cómo el sistema financiero internacional torció el brazo a las medidas intervencionistas de Zapatero.

Sin embargo, a partir de 2019, todos y cada uno de los resultados que ha obtenido el PP no se pueden explicar sin el manejo del miedo a la izquierda, entre otras cosas porque ni los populares han contado con líderes solventes, ni con proyectos contrastados, ni con contextos socioeconómicos que les favorecieran. En cualquier otro país europeo, hubiera resultado incomprensible que con los datos de empleo, las medidas de alcance social y la ausencia de casos de corrupción la oposición hubiera quedado como fuerza más votada por delante del Gobierno, como pasó el 23J.

Por supuesto que para explicar esta anomalía es necesario recurrir a la crítica de la izquierda que, estos días, anda de nuevo en proceso de reflexión tras los malos resultados. Pero no se debe pasar por alto, a menudo el progresismo lo hace, que la conducción del miedo y la inquina del tercio conservador de nuestra sociedad es clave para entender por qué el PP lo tiene tan fácil a la hora de obtener buenos resultados en lo electoral y, más allá, conservar sus posiciones sin hacer prácticamente nada para merecerlo.

El fenómeno no es nuevo, por mucho que en nuestros días se manifieste con especial virulencia cabalgando la conspiranoia, la mentira digital y la manipulación mediática. Se entronca con una tradición reaccionaria que tuvo una importancia capital para la preparación de la caída violenta de la Segunda República y que Paul Preston analizó con detenimiento en su libro Arquitectos del terror, donde explica la intoxicación que condujo a que una parte de la sociedad española se creyera amenazada por la izquierda sin estarlo realmente.

La condición indispensable para ganar elecciones es movilizar a los tuyos. La segunda, intentar que esa movilización no despierte al adversario y se produzca un efecto de defensa. Es natural que, bajo esta premisa, la izquierda intente, de todas las formas posibles, presentarse como una opción sensata alejada de cualquier cambio brusco que afecte a las estructuras y valores conservadores. El problema, que no se tiene en cuenta, es que da igual que la izquierda actúe con la mayor de las cautelas porque, aquí y ahora, tiene en contra de manera decidida a esa parte de la población que va a votar a la derecha suceda lo que suceda.

Lo mismo convendría actuar en consecuencia. Nadie pide una radicalidad teatral, pero sí que ninguna política social justa se quede en el armario por temor a las consecuencias, unas que ya están presentes, con justicia o sin ella.

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