El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Un otoño de protestas
El año 2021 va a acabar con un espectáculo circense de primer orden: las piruetas para condenar las huelgas del metal en Cádiz, Alicante y Lugo para a continuación sumarse con entusiasmo a las futuras protestas en los sectores del transporte y la agricultura. Pablo Casado, ese señor que dice que dirige el PP, ya ha tomado posiciones asegurando frente a una de las patronales agrarias que sus movilizaciones eran justas y que “llega un momento que hay que salir a la calle a decir hasta aquí hemos llegao”, como leen, con apócope del participio incluida, algo que no recordamos en el acento habitual de Casado y que, imaginamos, ha utilizado esta vez para sentirse más cerca de su nuevo papel de héroe del pueblo.
A donde hemos llegado, por simplificar, es a que estas Navidades la derecha va a llenar las carreteras de tractores y camiones para provocar una escenografía del caos. Tras las pasadas fiestas pandémicas lo que se busca es que estas sean las del langostino ausente, las de “cómo está el país”, las del niño televisivo llorando por quedarse sin tal juguete. Tras la broma, porque a veces lo obvio sólo puede conjurarse con costumbrismo, convendría tomarse este episodio con cautela: la cosa puede ser seria, añadiendo a estas las protestas policiales contra la derogación de la ley mordaza y contras las leyes del aborto y la eutanasia. Y puede serlo porque para la nueva derecha radical española, como ya anunció en la sesión de investidura de enero de 2020, esta iba a ser la legislatura de la ilegitimidad.
La derecha y los ultras callan o condenan las protestas laborales, en primer lugar, porque son contrarias a su naturaleza, la de ser la expresión política del empresariado, más si es rentista, especulador y tiene en el trabajo precario su principal vía de negocio. Pero en segundo lugar, y no menos importante, los conflictos laborales les horrorizan porque anulan sus guerras culturales al situar el eje de clase en primer término. Mientras que el debate público gira en torno a sueldos, horas y convenios, el espantajo asustaviejas del mena, el okupa y el lobby gay queda olvidado. A quien quiere enfrentar al último contra el penúltimo nunca le conviene que ambos se reconozcan en una misma identidad y luchen por sus mismos derechos.
Los empresarios del campo, antes de lanzarse a las carreteras, deberían responder algunas preguntas. Esta misma publicación informaba en agosto que “el 42% de las 7.137 inspecciones de Trabajo en el campo a las empresas terminó en sanción por fraude laboral”. De las más de 3.000 infracciones detectadas, 874 fueron contra trabajadores inmigrantes. Algo que todo el mundo sabía desde hacía años y que el ministerio de Trabajo puso sobre la mesa, para disgusto de las patronales del campo que acusaron a la vicepresidenta Díaz de “criminalizarles”. Algunos piensan que las leyes laborales, incluso el respeto a la más mínima dignidad con casos rayanos en la esclavitud, no están hechas para ser de obligado cumplimiento.
No convendría olvidar palabras como las que Félix Bariáin, presidente de la patronal agropecuaria navarra, lanzó en junio de 2020 contra Yolanda Díaz y que ilustran a la perfección lo que se está buscando: “no sé en qué fase se podrán sacar los tractores a la carretera, pero le doy mi palabra de que esta vez no vamos a ser pacíficos. Como no retire las inspecciones y no retire ese cuestionario no vamos a ser pacíficos”. Si cualquier líder sindical de este país hubiera realizado en algún momento una declaración semejante tendría una visita con todos los gastos pagados a la Audiencia Nacional.
No se puede retrasar más no sólo la derogación de la reforma laboral, sino también un eje de recuperación asentado en unas condiciones de trabajo dignas para todos
Respecto al transporte, asuntos como las áreas de servicio seguras parecen reclamaciones más que razonables. Así como un problema notable que los camioneros tengan que realizar la carga y descarga de la mercancía, algo que si bien es un asunto entre empresas, parece de difícil resolución para autónomos y pymes frente a grandes corporaciones, lo que requeriría una nueva regulación legal. Lo que se pasa por alto es el clamor entre los trabajadores del sector, con convenios paralizados o que, cuando se aprueban, no son respetados por el empresario. Justo antes del anuncio del paro patronal para navidades, el transporte saltó a la actualidad por la dificultad que existía para encontrar nuevos empleados: los sueldos bajos y las malas condiciones laborales tenían la culpa, asuntos ausentes en las razones de la anunciada protesta navideña.
La sensación es que las patronales del campo y el transporte están mezclando problemas de fondo en sus sectores con las malas condiciones laborales para, por un lado, tapar su responsabilidad y por otro conducir el descontento hacia el actual Gobierno. La derecha, política, económica y mediática, ha visto la enorme oportunidad de azuzar y encabezar un conflicto de apariencia laboral y no va a cejar en su empeño para que, lejos de resolverse, se recrudezca. Salvando las distancias, esta manera de operar se asemeja bastante a la utilizada en Chile contra Allende: lockouts empresariales en sectores clave para llegar a situaciones de desabastecimiento momentáneo que creen inestabilidad y descontento social generalizado.
Lo cierto es que esos problemas de fondo existen, como el encarecimiento de los combustibles o la disparidad de precios entre el producto que vende el productor agropecuario y que recibe el consumidor en el supermercado. Lo paradójico es que para resolver esos problemas las políticas necesarias son intervencionistas, algo a lo que se oponen por defecto la derecha y los ultras, ambos igual de neoliberales. ¿Hay que subvencionar aún más los combustibles para tractores y camiones? ¿Hay que regular los precios para que el productor obtenga una retribución justa? Adelante, estamos a favor de las políticas públicas redistributivas, así como de un sistema fiscal progresivo para poder tener los suficientes recursos públicos para llevar a cabo estas intervenciones. Pero para todos. Ya está bien de ver a empresarios llorando por lo suyo pero haciéndose los longuis con la Agencia Tributaria, ya está bien de populismo de derechas que una mañana te exige soluciones, eminentemente públicas, para el siguiente hablar de recortes y libertad (para no cumplir las leyes laborales).
Pero ya está bien, por otro lado, de que el Gobierno se muestre timorato, cuando no contrario, a aplicar y explicar una política genuinamente laborista. No se puede retrasar más no sólo la derogación de la reforma laboral, sino también un eje de recuperación asentado en unas condiciones de trabajo dignas para todos. El orden público no se garantiza con tanquetas, sino con convenios colectivos. No se puede estar apelando siempre al miedo, cierto, de un gobierno de PP y Vox cuando se postergan sine die soluciones que certifiquen que existe una diferencia en la manera de gobernar. Los conflictos laborales van a recrudecer este otoño-invierno simplemente porque mucha gente no está dispuesta a que la recuperación no sea igual para todos. Y ahí es donde se va a encontrar una de las claves de la legislatura.
En esta última década pasaron muchas cosas, entre otras que una parte del progresismo dio por amortizado el conflicto laboral y el sujeto de clase como vector de movilización. Esta nueva década comienza recordándonos que la historia es tozuda cuando tiene razones para ello. La pandemia nos centró las prioridades y ahora los esquemas se han movido. Ya no estamos en una pugna de lo nuevo contra lo viejo, sino en otra entre certidumbre e indeterminación. Y ahí, lo laboral es esencial para lograr la tan deseada estabilidad. Quienes se atrevieron a recordar esta centralidad del trabajo en estos últimos años se encontraron con vacío, cuando no con hostilidad. No se esperan disculpas: el oportunismo es escaso de memoria por definición.
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