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Porno duro

El Gobierno, a través de su ministro de Transformación Digital, José Luis Escrivá, se ha decidido a regular el acceso de menores al porno. Para ello, va a implementar a partir de este verano una aplicación, Cartera Digital Beta, para que el usuario pueda probar su mayoría de edad en las plataformas de contenido para adultos establecidas en España. Para evitar que se pueda producir una identificación del sujeto que la utilice, esta Cartera Digital expedirá al mes 30 credenciales de uso.

Este es el escenario que se ha dado este martes. Uno que ha despertado todo tipo de reacciones, la mayoría negativas, unas cuantas jocosas, como cualquier situación que involucre la palabra “sexo”. Supongo que para algunas cosas nuestra sociedad no ha salido del parvulario. Supongo, también, que no se nos da mal reírnos como forma de eludir una tensión que esta temporada ha sido del todo inasumible. Lo del pajaporte es lo menos importante de todo.

Sí importa, y mucho, como ha explicado el ministro a través de X a uno de esos periodistas que se gana la vida haciéndose el cínico, que los niños están accediendo al porno a edades cada vez más tempranas, que se sitúan entre los 9 y los 11 años. También que el 90% de los jóvenes cree que el porno es fiel a la sexualidad real y que para 1 de cada 3 niños es su única fuente de información afectivo-sexual. En los últimos años se ha duplicado el número de agresiones sexuales en menores.

No parece buena idea que los niños vean contenido para adultos de ningún tipo. Nos debería preocupar que, justo cuando es más fácil acceder a este contenido, a través del móvil, el porno sea especialmente dañino. Aquel porno que vivió en España una primera gran difusión a través del VHS es historia. Hoy es materia común poder acceder a violencia sexual, a escenas denigrantes para las mujeres o a otras que trivializan el sexo entre familiares.

España tiene una relación ideológica difícil con el sexo. No han sido pocas la voces que desde la izquierda han criticado la medida tachándola de moralista y pacata. Aún asociamos el sexo con libertad, debido a que este país sufrió una represión por parte de la dictadura franquista que en este ámbito fue ultra-conservadora. Los años de la transición vivieron un despegue de las revistas ligeramente subidas de tono. Hasta el año 1984 no hubo salas X. Con estos mimbres es normal que la confusión entre sexo, porno y democracia permanezca.

Hoy todo ha cambiado. El porno es una industria sobredimensionada que desde la aparición de lo digital se ha extendido hasta límites insospechados. Primero se alteró el formato, de películas largas pensadas para el alquiler en videoclubs a escenas para consumo rápido disponibles donde exista una conexión. Esto ha permitido que este mercado adapte su oferta hasta el detalle de precisión microscópica: se podría decir que hay tantos tipos de contenido para adultos como personas.

La cuestión es que el formato también cambió el contenido. Y esa supuesta oferta inabarcable de los primeros años de la extensión digital, la década de los 2000, ha sido arrollada por un porno cada vez más uniforme en sus parámetros. Convendría estudiar por qué. Una respuesta rápida es que, de manera simétrica a cómo los algoritmos han modulado las redes sociales, también lo han hecho con las grandes plataformas que ofrecen porno. Lo más chocante, lo más llamativo, lo más violento es lo que más se ofrece y por tanto lo que más se ve.

¿Estamos dejando a la industria del porno marcar lo que es deseable en nuestro sexo? Si la respuesta es afirmativa tenemos un problema de consideración sólo atendiendo a la influencia que tiene en los adultos. Imaginen las consecuencias en los jóvenes y los niños

¿Qué viene antes, el gusto del individuo o la imposición del mercado? No podemos considerarnos animales de laboratorio, susceptibles de ser modelados culturalmente por las necesidades del negocio, algo que equivaldría a tratar al adulto medio como un ser sin voluntad. Pero tampoco, obviamente, podemos minusvalorar la capacidad que tiene la cultura de establecer sentidos comunes, la línea de lo que es aceptable y de lo que no.

Y aquí, desde mi punto de vista, viene lo importante del debate. ¿Estamos dejando a la industria del porno marcar lo que es deseable en nuestro sexo?¿Una industria que busca la rentabilidad de su producto sin importarle demasiado las consecuencias que provoque?¿Una industria que, al ser cultural, carece de cualquier reglamentación como puede tener la alimentaria o la automovilística? Si la respuesta es afirmativa tenemos un problema de consideración sólo atendiendo a la influencia que tiene en los adultos. Imaginen las consecuencias en los jóvenes y los niños.

El porno no es sexo grabado, es una reproducción audiovisual del sexo para lograr una excitación máxima en un tiempo minúsculo para que el productor obtenga amplios beneficios económicos. Muchas voces han apelado hoy a la educación como primera barrera contra esta confusión. Y tienen razón. La cuestión es que, mientras, la primera respuesta que hemos dado ha sido penalizar a la administración que se ha tomado en serio el problema y ha intentado hacer algo.

Claro que es bueno el debate en torno a si la app será lo suficientemente segura para no permitir el rastreo del individuo, por mantener a salvo su intimidad, también por evitarnos sustos futuros en una Europa cada vez más radicalizada. Igual que cabe plantearse su utilidad real teniendo en cuenta que si se restringen unos canales más o menos profesionalizados, aparecerán otros que evitarán la comprobación de edad, ya sin filtros éticos de ningún tipo.

Todos esos debates son razonables. El asunto es que en cada uno de ellos lo que subyace, por desgracia, es la aceptación de que el Estado debe mantenerse al margen de regular cualquier cosa que tenga que ver con Internet y, por ende, con el mercado digital. Lo que hoy le hemos gritado a Escrivá no es que lo haga mejor, sino que deje de hacerlo porque es una batalla perdida y ante las derrotas es mejor replegarse y mirar para otro lado, como si nada de esto ocurriera.

Lo peor es que los que más chanzas han hecho, los que más han esgrimido la bandera de la libertad, los que más puntillosos se han puesto con la medida, son los que llevan ya tiempo utilizando a “la infancia” como ariete político. Pobres críos expuestos a la locura del feminismo, desamparados niños víctimas de la perniciosa influencia LGTBI, pena de infancia sometida a la ideología progre-globalista, pero menudo liberticida el ministro que ha venido a intentar que el porno no les fría el cerebro.

Es el mecanismo que tan buenos resultados les está dando a las derechas. El neoliberalismo crea un problema a toda la sociedad con su ansia desregulada de beneficios. El problema, en vez de tratarse desde el ámbito material, se transforma mediante los canales ultras en una conspiración, una batalla cultural o un asunto de moralidad conservadora. Cuando la izquierda intenta solucionarlo o bien no dispone de las herramientas necesarias, ante mercados globales, o bien no se atreve a usarlas. Al final acaba cargando con el peso de “decirle a la gente cómo tiene que vivir”. Y esto, queridos lectores, sí que es porno duro.

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