Los asuntos exteriores deben ser siempre un tema de Estado, entre otras cosas porque los países que aspiran a ser fuertes, esto es, a tener una presencia notable en la escena internacional, necesitan presentarse al mundo con una única voz, consensuada y coherente.
En nuestro país la política internacional no se trata casi nunca como un asunto de Estado, sino como un medio para dañar al rival político, cuando no como una manera de beneficiar unos intereses partidistas o incluso personales. Suena descarnado, pero es lo que hay.
Sabemos que Venezuela es un país; pero Venezuela, en la política española, es sobre todo un arma arrojadiza que la derecha lleva utilizando 25 años con dos objetivos: el primero es crear un relato que dañe a la izquierda; el segundo aumentar su influencia en América Latina congraciándose con la ultraderecha radicada en Miami, de gran peso mediático y económico. Pregunten a Aznar por Carlos Slim.
Por todo esto, cuando este pasado 28 de julio tuvieron lugar las elecciones presidenciales venezolanas, no fue difícil pronosticar que su incierto resultado valdría al PP para agitar, aún más, el panorama político nacional. Lo que menos importa aquí es el propio país caribeño o las apelaciones a la democracia, sino cómo la derecha saca partido de su inestabilidad.
Esa inestabilidad proviene esta vez del escrutinio y la publicación de los resultados de las elecciones de Venezuela, que no reunieron, según diferentes organismos internacionales de observación, los mínimos criterios para considerarlas legítimas. Sobre este hecho conviene no andar con rodeos ni con eufemismos. Si publicas, como hizo el Gobierno de Nicolás Maduro, unos resultados en bruto y no los acompañas de las correspondientes actas que los justifiquen, es imposible validar que esos números son la expresión real de las urnas. Quien quiera cargar con esta mochila, que se arme de buenos hombros.
Algo que no han hecho la mayoría de países latinoamericanos. Brasil y Colombia, con especial intensidad, han intentado mediar para encontrar una solución dialogada que pasara por la publicación de esas actas, sin éxito. Tanto Lula como Petro saben que perder la legitimidad democrática les costaría la suya propia.
Los gobiernos progresistas latinoamericanos llevan luchando varias décadas para alejar el golpismo de su continente, algo que, sin ir más lejos, sucedió en Bolivia este pasado junio, cuando una asonada militar intentó deponer al presidente Luis Arce. Por eso el movimiento de Maduro, al no permitir un escrutinio transparente, es de tan difícil digestión.
Es imposible explicar en dos párrafos cómo Venezuela ha llegado a su punto actual. En la ecuación importa la responsabilidad del movimiento bolivariano, que lleva gobernando el país desde 1999, cuando Hugo Chávez ganó sus primeras elecciones. Se dice que antes de ese año Venezuela era un país próspero. Se suele ocultar que lo era sólo para una exigua minoría privilegiada y que su sistema político se parecía más al turnismo español del siglo XIX que a una democracia moderna.
El proyecto chavista puso en marcha ambiciosos programas sociales, para que de la riqueza petrolera se beneficiaran también las clases populares. Lo hizo además de manera pionera, plantando cara a un neoliberalismo que era tan incuestionable como agresivo. En la otra cara de la moneda, bajo su mandato, se sufrieron crisis económicas de magnitud, se dispararon los índices de delincuencia, floreció una nueva élite corrupta y se desarrolló una tendencia hacia el autoritarismo.
La cuestión es que la oposición ha sido, en estos últimos 25 años, escasamente democrática, también a la hora de aceptar resultados electorales adversos, validados internacionalmente y obtenidos con el mismo sistema de voto que ahora se reclama desde la prensa europea pero que en el pasado se vilipendió. Desde el antichavismo, donde hay amplios sectores de marcado corte ultraderechista, se han patrocinado golpes de Estado, con el concurso de EEUU, se han promovido protestas de gran violencia y se ha recurrido al terrorismo sin miramientos. Venezuela es un país, pero también un laberinto selvático.
Venezuela, en la política española, es sobre todo un arma arrojadiza que la derecha lleva utilizando 25 años para dañar a la izquierda
Ante una situación tan enrevesada, las soluciones nunca pueden venir de quien aprovecha Venezuela para fines espurios. Hay que exigir al Gobierno de Maduro que cumpla los acuerdos de Barbados que sentaron las bases para estas últimas elecciones. Pero también, al menos con la misma contundencia, que la oposición garantice que un traspaso de poder, de tener que producirse, no se convierta en un violento ajuste de cuentas.
Algo que por otro lado no parece que vaya a tener lugar. Edmundo González, el candidato opositor, ha decidido exiliarse en España, “agradeciendo profundamente” al Gobierno de Pedro Sánchez que le haya acogido y manifestando que su decisión busca el entendimiento entre venezolanos. Maduro, por su parte, ha expresado que respeta la decisión y que guardará secreto sobre cómo se llegó al acuerdo para permitir su marcha.
Esta nueva situación ha descolocado a la derecha española, que bajo la batuta del PP ha quedado en fuera de juego al buscar un escenario de confrontación que pusiera en aprietos al Gobierno español. Tanto es así que González Pons, portavoz del PP para Europa, ha declarado que Corina Machado, otra líder opositora, “no se vende ni se rinde ante la dictadura”, dando a entender que Edmundo González sí lo hace.
No obstante, al margen de la locuacidad de Pons, el PP ha promovido este martes, mediante una proposición no de ley, el reconocimiento de Edmundo González como presidente electo de Venezuela. La jugada tiene como objetivo dar titulares que perjudiquen al Gobierno en España y romper el bloque de la investidura, al contar con la aquiescencia del PNV. Quizá, incluso, algo peor.
Reconocer a Edmundo González es cometer el mismo error que se tuvo con el autoproclamado Guaidó, salvo que esta vez es tropezar dos veces con la misma piedra, al otorgar legitimidad a alguien que fácticamente no puede hacer uso de la misma. Además sienta un precedente peligroso al otorgar a cualquier líder de cualquier oposición la posibilidad de erigirse como presidente al margen de los resultados electorales. Aquí nadie da puntada sin hilo.
Que Edmundo González no sea presidente de su país no depende del Parlamento español o del europeo. Tampoco de Pedro Sánchez o de José Luis Rodríguez Zapatero, por mucho que los medios de la derecha se desgañiten pidiendo responsabilidades a quien no las tiene. Sí, esta vez, de una situación internacional que Maduro ha tenido en cuenta.
Nadie de peso quiere que el conflicto en Venezuela escale a un estadio mayor. En primer lugar los países de su región, por motivos políticos, como hemos dicho, pero también porque podría significar una nueva ola migratoria. Algo que a Estados Unidos también le afecta de lleno, de ahí que los movimientos de Washington hayan sido mucho más cautos que otras veces.
Estados Unidos, de hecho, es un actor clave en todo este asunto. Entre otras cosas porque el parlamento de Venezuela, de mayoría chavista, amplió este pasado 18 de julio la prórroga para que Chevron opere en su país hasta 2050. Con la guerra de Ucrania sin resolverse, a EEUU no le interesa perder sus intereses en la nación que controla las mayores reservas de petróleo del mundo.
EEUU ha enseñado los dientes de cara a la galería, incautando un avión en República Dominicana propiedad del Estado venezolano. Mantendrá las sanciones económicas, pero no hará, previsiblemente, movimientos de mayor envergadura. Sobre todo a las puertas de unas elecciones presidenciales propias que pueden llegar a ser muy problemáticas si el resultado es ajustado en contra de Trump.
Todas estas cuestiones, alguna más, son las que importan al hablar sobre Venezuela, el país real. Si de lo que hablamos es de Venezuela como ariete en la política española, ahí sí, tendremos que cargar con los desbarres de Tellado, el tono belicista de Cayetana Álvarez de Toledo o el populismo procaz de Díaz Ayuso.
Si el Partido Popular y la derecha española quieren ungirse con los óleos democráticos, antes de andar reconociendo a presidentes en el extranjero, podrían empezar por admitir el resultado del 23J, hacer oposición y no llevar un año promocionando maniobras al estilo de la burguesía caraqueña al grito de 'el que pueda hacer que haga'.
Por cierto, y para acabar, que algunos barrios caros de Madrid sean conocidos como la little-Caracas ha importado no sólo en el crecimiento desmesurado del precio de la vivienda. Pregunten a la presidenta de esta comunidad por la inspiración de los cacerolazos que en pleno estado de alarma ella misma se jactó de amadrinar. Tradiciones que, a veces, cruzan el océano.
Los asuntos exteriores deben ser siempre un tema de Estado, entre otras cosas porque los países que aspiran a ser fuertes, esto es, a tener una presencia notable en la escena internacional, necesitan presentarse al mundo con una única voz, consensuada y coherente.