Un árbol de navidad a medio montar, una plaza llena de fervor y banderas rojigualdas, algunas con el escudo arrancado, como aquellas de la Rumanía que se enfrentó a Ceaucescu. “No nos callaremos hasta hablar en unas elecciones y que todos podamos otra vez votar” dice un hombre subido a un pequeño estrado, jersey negro, como de gurú de la informática o de alguna protesta estudiantil. Un observador despistado, recién aterrizado en España este pasado domingo, al contemplar la escena podría pensar que ha llegado a un país en plena insurrección contra alguna tenebrosa tiranía.
La tormentosa retórica empleada por los manifestantes le convencería de ello. Los hechos no. Los medios cubren con normalidad la cita y nadie espera que el orador principal, Alberto Núñez Feijóo, sea detenido al acabar su discurso. Tuvo su oportunidad hace mes y medio para ser investido presidente. No lo logró por la sencilla razón de que el Congreso decidió no otorgarle su confianza, entre otras cosas porque su proyecto para llegar a la Moncloa incluía sentar en la vicepresidencia a la ultraderecha. El conjunto de la ciudadanía votó hace tan sólo tres meses y medio. Alguien pretende superponer una película de terror a los procedimientos de una democracia plenamente reconocida e integrada en las estructuras internacionales.
Por contra, la investidura que tiene como protagonista a Pedro Sánchez muestra una realidad diferente: 179 escaños a favor. Nunca un candidato había logrado reunir apoyos tan variados, siete grupos con los que su partido ha cerrado sendos compromisos: si el éxito se mide por la capacidad de integrar las diferencias, el PSOE ha hecho valer su papel de partido central en el ecosistema político. En España una mayoría parlamentaria ha trabajado para consensuar quién presidirá el país. Las leyes que presente el Ejecutivo podrán ser fiscalizadas por una oposición que controla el Senado y, más allá, podrán ser analizadas por un alto tribunal que vigilará su encaje constitucional.
Alguien pretende superponer una película de terror a los procedimientos de una democracia plenamente reconocida e integrada en las estructuras internacionales
¿Dónde se encuentra entonces la excepcionalidad? En que las derechas han decidido ganar con desestabilización lo que no consiguieron en las urnas. Lo anormal no es que se apruebe una ley de amnistía, que se suma a las dos docenas de procesos de este tipo que se han dado en la Europa occidental en el último medio siglo, sino que el principal partido de la oposición insista en fomentar la confusión de que la lista más votada debe gobernar, como si nuestro sistema fuera presidencialista. Lo anómalo es que Isabel Díaz Ayuso asegure que España entra en “una dictadura” y que para salvar la situación cuenta “con el rey, los Cuerpos de Seguridad del Estado y las Fuerzas Armadas”.
Lo extraño es que una asociación de Guardias Civiles asegure estar dispuesta a “derramar hasta la última gota de su sangre” para defender el ordenamiento constitucional, apelando, a la vez, a desconocer al poder legislativo, al que califica de “cambalache”, para ponerse a las órdenes de la carrera judicial a quien considera barrera frente a “inspiraciones totalitaristas”. Lo insólito es que, precisamente el órgano de gobierno de ese poder judicial, con su mandato caducado desde hace cinco años, se pronuncie sobre leyes que aún desconoce extralimitándose en sus competencias.
Lo atípico es que un juez como García-Castellón tergiverse, haga suposiciones y omita datos, según la fiscalía, para lanzar imputaciones que afectaron al desarrollo de los acuerdos para la investidura. Lo anormal es que Santiago Abascal se permita amenazar con sentar en el “banquillo” a Pedro Sánchez, a quien califica de “dictador”, al tiempo que se deja ver en unas algaradas tenebristas que han terminado entre violencia y cánticos abiertamente fascistas. Lo inédito es que toda esta coreografía del apocalipsis se desate con precisión tras el llamamiento de un expresidente, José María Aznar. O no. Ya en 2004 se formó una coalición de los dispuestos para ilegitimar la victoria de José Luis Rodríguez Zapatero mediante la conspiranoia sobre el trágico atentado del 11M. Algunas heridas no cierran a base de envenenarlas con rencor.
Si a esto le sumamos que en la pasada campaña el PP alentó bulos sobre fraude electoral y agitó el espantajo de ETA, a pesar del disgusto de las víctimas, puede que cuando califiquemos toda la secuencia de “hipérbole” no sólo nos estemos quedando cortos, sino que rehuyamos una inquietante realidad: la derecha española ha culminado su transformación pasando de ser una opción conservadora a una fuerza entregada a las pulsiones más disruptivas.
Hoy lo extraordinario no es la legítima actividad de nuestro parlamento, sino que la derecha ha decidido desconocer el resultado del 23J, sembrando la sospecha sobre uno de los pocos resortes que no controla: el Congreso. Hoy lo verdaderamente excepcional es que el PP se encuentra más lejos de Berlín y un poco más cerca de los asaltantes del Capitolio, de Bolsonaro, de Milei. Puede que en enero de 2024 estemos debatiendo sobre la terrible catástrofe económica que supondrá la reducción de la jornada laboral. Será la constatación futura de quienes trabajan por hacer excepción de la normalidad política. Será el fracaso de sus maniobras presentes.
Un árbol de navidad a medio montar, una plaza llena de fervor y banderas rojigualdas, algunas con el escudo arrancado, como aquellas de la Rumanía que se enfrentó a Ceaucescu. “No nos callaremos hasta hablar en unas elecciones y que todos podamos otra vez votar” dice un hombre subido a un pequeño estrado, jersey negro, como de gurú de la informática o de alguna protesta estudiantil. Un observador despistado, recién aterrizado en España este pasado domingo, al contemplar la escena podría pensar que ha llegado a un país en plena insurrección contra alguna tenebrosa tiranía.