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Pero, entonces, el centro qué es

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Lucía Mbomío

Vivo en una ciudad que antes fue una aldea. La A5 se convirtió en la vía de llegada de un montón de gente que se sumó al gran éxodo rural producto del cambio de modelo económico y que, poco a poco, vació áreas extensas de España y abandonó el campo. 

Esas personas, que necesitaban venir puesto que en su tierra no había opciones laborales o, simplemente, porque querían salir de ahí (aplíquese hoy también a quienes llegan de otros países), construyeron los barrios del sacrificio de las periferias y de lo que, poco a poco, fueron convirtiéndose en ciudades dormitorio. Después de hincharse a trabajar durante la semana, los domingos levantaban con sus propias manos sus hogares, y luego lucharon para que sus incipientes vecindarios contaran con alumbrado, alcantarillado, colegios u hospitales. Se dejaron la piel con el objetivo de transformar la enorme nada que rodeaba a los pequeños núcleos situados a kilómetros de las grandes urbes en un espacio habitable. Y más tarde, le confirieron alma e identidad a base de vivirlos. Todavía queda su impronta, eso sí, algo difusa, no tanto porque esas personas hayan desaparecido sino debido a que quienes ya nacieron aquí o vivieron desde su infancia no pueden narrar su historia ni continuar su legado. Hace demasiado tiempo que las generaciones que les sucedieron son incapaces de pagar los precios de los pisos, ni de alquiler ni comprando, y han tenido que marcharse llevándose la memoria de sus rinconcitos a otro sitio. Es como si de todos esos esfuerzos pretéritos por conseguir un bienestar común, en la actualidad solo estuvieran sacando provecho los especuladores y las inmobiliarias y no los descendientes de quienes pusieron el cuerpo y la voz para lograr cierto bienestar. 

Más allá de romantizar mi vínculo con el lugar en el que he crecido y llevándolo a lo práctico, residir en mi barrio me permite tener a mis padres a un paseo. Ahora que van para arriba y que ni la cabeza ni las rodillas son las mismas, ya no solo me quieren sino que también me necesitan y, si puedo responder casi de inmediato a sus requerimientos, es gracias a que me pillan cerquita. Cuando les visito, me sigo encontrando a esos vecinos que antes iban corriendo y me preguntaban qué tal las notas y que, últimamente, arrastran los pies y llevan garrota. Por desgracia, hace años que fallecieron Mercedes o Ignacia, auténticas “vemigas”, una figura que resultaba del cruce de la amistad y la vecindad. Lo mismo se les podía ir a pedir laurel, porque hacía falta para la receta de turno, que se quedaban a mi cargo si mis progenitores se ausentaban. No era nada raro en la era previa al Spanglish y, por tanto, al uso de términos como babysitting.

Quedarse en el barrio no debería considerarse un capricho. Implica mantener o hasta estrechar lazos, sin coche ni paradas de metro mediante, y, también, cuando las cosas se ponen feas y la salud se resiente, algo tan deseable como es cuidar y amar de proximidad

Me fastidia pensar que, a día de hoy, debo considerarme afortunada por poder residir en un sitio en el que si me cruzo con una persona conocida, intercambiamos sendos “cómo estás” y lo hacemos con un interés real y en donde las conversaciones de ascensor o las de descansillo, que duran un poco más, hacen casi las veces de bando municipal. Son las que nos ayudan a adivinar, sin necesidad de ver su rostro, a quién va a llevarse la ambulancia que está parada delante del portal y, por tanto, a qué puerta llamar para preguntar qué tal. Y gracias a esas charlas informales, salvo en caso de infarto o de accidente, encajamos con dolor pero sin sorpresa los carteles pegados en la puerta del ascensor en los que anuncian el fallecimiento de cualquiera de las personas con las que compartimos edificio. Ahí toca arropar y acompañar.

Ojalá residir en nuestros barrios de infancia no fuera algo imposible. Qué maravilla sería que no inflaran los precios de los pisos y las inmobiliarias no tuvieran la jeta de llamar “centro” a Villaverde, a Carabanchel o a cualquier periferia, antes denostada y ahora gentrificada o en proceso de. La palabra y la acción tristemente de moda provocan la expulsión de demasiadas personas a las que han hecho sentir que sobran en los lugares que han contribuido a construir. Es triste, pero da la impresión de que poco importa que sus recuerdos estén anclados a los sonidos de los cierres de los comercios levantándose o cerrando siempre puntuales, a los graffitis que adornan las paredes, a los parques, a sus bancos, a los bordillos de las calles que usan para sentarse o con los que se han tropezado. A los usos y costumbres cotidianos que se generan en esos ecosistemas urbanos y que constituyen un sólido acervo comunitario. Qué pena que el vencedor en la pugna por el espacio “habitable”, solo con comillas, sea ese centro imaginario, ficticio e insaciable que, últimamente, parece no tener límites debido a que se extiende, imparable, hacia los cuatro puntos cardinales. Y lo fagocita todo, hasta la memoria, las luchas y los logros vecinales

Quedarse en el barrio no debería considerarse un capricho. Implica mantener o hasta estrechar lazos, sin coche ni paradas de metro mediante, y, también, cuando las cosas se ponen feas y la salud se resiente, algo tan deseable como es cuidar y amar de proximidad.

Vivo en una ciudad que antes fue una aldea. La A5 se convirtió en la vía de llegada de un montón de gente que se sumó al gran éxodo rural producto del cambio de modelo económico y que, poco a poco, vació áreas extensas de España y abandonó el campo. 

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