Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo de la liberación Juan José Tamayo
Llevo la periferia en la boca
La manera en la que sonamos cuenta un origen, una historia y remite a un hogar, a varios o a un éxodo. “Retorcí mi acento tanto que a destierro olía mi boca”, escribía Yeison F. García en su magnífico poemario Derecho de Admisión. De un modo muy bello y en verso explicaba que daba igual que mareara su habla o lo hiciera jirones para tratar de encajar en algún lugar puesto que, por su trayectoria vital, una migración de su Cali natal a Madrid durante su infancia, siempre le iban a leer como alguien foráneo en los dos lados. Vamos, que a lo que suena, en realidad, es a desarraigo. O a puente, supongo, a ratos.
Mi boca huele a extrarradio madrileño y a viejuno, aunque se empeñen en hacerme la pregunta al cubo (de dónde eres, pero de dónde, pero de dónde). Digo 'egque' y 'mazo'. Y no solo eso, como buena nostálgica, uso 'dabuten', el verbo 'molar' y 'fetén', cosa que me encanta porque son préstamos del caló. A veces, hasta utilizo expresiones tipo 'efectiviwonder', 'chachi pistachi' o me despido con un 'ciao, pescao'. Vamos, que si quien me escucha cierra los ojos, le podría venir a la cabeza Mané o Makinavaja porque tengo acento de Madrid pero no del fino. Encima, me expreso en una versión tan desactualizada que no solo delata mi edad, cosa que no me importa, sino que las generaciones con menos solera no siempre me entienden. Ahora, son más de rentar en su forma reflexiva y de spanglish pero pronunciando bien. La juventud, al fin, se comunica con soltura en inglés de forma más o menos generalizada y sin necesidad de los cursos esos de mi época que eran como una enciclopedia de VHS tan enorme que ocupaba medio salón.
El caso es que, como buena mesetaria, padezco de leísmo, laísmo, loísmo y hasta liísmo, no obstante, mi forma de hablar, históricamente, ha tenido más cabida en la televisión, que es donde trabajo, que el de las personas provenientes de otras latitudes del Estado. Aunque eso, por suerte, esté cambiando, durante mucho tiempo, salvo en casos muy puntuales o de figuras top, que podían hacer lo que quisieran, el hablismo centrista extirpó del medio el seseo, el ceceo, las entonaciones más cantarinas, las eles fuertes o los sufijos –ico o iño–. Esto provocó que, en los canales de emisión nacional, la gente tuviera que ocultar un aspecto importante de su identidad en aras de expresarse de forma “neutra”. Como si la neutralidad existiera.
Cada vez más entiendo los acentos "fuera de lugar" como una forma ya no solo de resistencia ante el menosprecio sino como un estertor identitario, como una línea que conecta el sitio en el que estás con aquel en el que naciste o al que decides llamar hogar
Sin embargo, hace no mucho, me pusieron los pies en la tierra y me hicieron entender que no es comparable tener acento de Madrid-Madrid, o sea del mismísimo átomo del núcleo de la almendra central, a expresarse en madrileño periférico, en “extrarrádico”.
Una persona me comentó lo gracioso que le resultaba que yo continuara hablando así, como si llevar el barrio en la lengua tuviera que ser una fase de la vida que, al igual que la adolescencia, se superara con los años. “¿Así, cómo?”, le pregunté, porque, claro, una no siempre se escucha de manera crítica. “Así, tan de Alcorcón”. De un plumazo, me hizo consciente de mi privilegio, con respecto a otras partes del Estado, porque hasta ese momento nadie me había cuestionado frontalmente por ser de Madrid, pero me dejó claro que no sueno a Madrid Madrid. Y también provocó que me planteara lo mucho que cuentan las palabras y los dejes lingüísticos de las personas. Yo en la tele no digo “tronco” ni “mazo”, pero no hace falta porque es obvio que ahí hay un tonillo macarra que evidencia mi origen y que se supone que este es malo debido a que me sitúa en un lugar al cual se asocian un montón de estereotipos negativos. Menos, por supuesto, el glorioso alcorconazo (never forget). Y, ante eso, a mí no me sale desprenderme de una parte de mi identidad sino blindarla.
Quizá heredo esa actitud defensiva de mi padre, un señor que parece que se bajó ayer mismo del avión que le trajo de la antigua Santa Isabel (hoy, Malabo). Llegó en 1966, pero a él todavía se le cuela el bosque ecuatorial, el abáa y el suelo rojo en cada palabra. Sus paisanos dirían que es más que evidente que nunca ha comido yogur. Un modo muy suyo de mofarse de quienes pierden su acento nada más pisar Barajas o El Prat a raíz de consumir ese tipo de lácteos, algo que consideran de blancos ya que ahí es un lujo cuyo consumo habitual solo pueden permitirse las personas ricas y/o expatriadas.
Cada vez más entiendo su acento, los acentos deslocalizados, “inapropiados” o “fuera de lugar” como una forma ya no solo de resistencia ante el menosprecio sino como un estertor identitario que pospone ad infinitum las despedidas con lugares y momentos, como una línea continua dibujada en un mapa que conecta el sitio en el que estás con aquel en el que naciste o al que decides llamar hogar.
Y sí, voy a continuar hablando así porque no sé hacerlo de otra manera y porque llevo la periferia en la boca.
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