Estudia 2º de Derecho y Economía en la Carlos III. Le gusta tanto la política como repudia el politiqueo. Hace unos meses me lo llevé a una de las últimas sesiones de control del curso y cuando Rubalcaba terminó de debatir con Rajoy y el hemiciclo se fue quedando desierto y los diputados empezaron a hacer esos minicorrillos característicos, hablando entre ellos dando la espalda al debate que aún se mantenía como clamor en el desierto, me espetó:
—Papá, ¿cómo queréis que la gente os siga si esto es una vergüenza...?
—No, hijo... esto es parte del ritual... El verdadero trabajo está en los despachos... Aquí se trabaja mucho... —dije yo, con el tono de ese profesor engolado que, en realidad, no sabe qué contestar a una observación tan certera y tan obvia.
—Joder, papá, pues no se nota —sentenció—. Al menos podían escuchar cuando el otro habla...
Creo que en asuntos de política mi hijo y yo coincidimos en todo. Incluso en nuestra visión sobre Venezuela. En el colegio privado al que fue en una zona rica del Noroeste de Madrid, había un chaval venezolano del exilio con el que hizo algunas migas. Pero también trabó amistad con su tutor, Leopoldo, un profesor de Filosofía de los que marcan, que con seguridad simpatizó en el algún momento con el Chávez inicial. Como lo hizo el mismísimo PSOE. Hay que recordar que el chavismo no siempre estuvo tan decrépito como ahora, y que la órbita del PSOE en algún momento se fundió con la de la izquierda latina a través de los convenios de colaboración, los intercambios académicos o la cooperación internacional.
A la mayoría de quienes en los 90 estábamos en Políticas y Sociología de la Complutense, Chávez no nos parecía un dictador golpista. Aquello era un reducto en el que aún se podía fumar hachís, e incluso comprarlo en la puerta de la cafetería, y donde colgaban carteles anarquistas de papel blanco, o los estudiantes se tumbaban sobre "la moqueta" formando una almohada con sus pañuelos palestinos. Aunque sabíamos todos que Monedero y otros iban y venían a Venezuela con frecuencia y ayudaban al Gobierno de Chávez, no nos parecía que aquello fuera tan malo. Esos profesores, a fin de cuentas, compartían martillo —así se llamaban los pasillos del edificio naranja y blanco de Somosaguas— con viejas glorias del PSOE de Felipe. Había las rivalidades académicas ridículas típicas de la lánguida universidad española, pero no grandes diferencias ideológicas, más allá de los matices, y dejando aparte, claro está, a los profesores conservadores, que alguno había.
Por supuesto, nadie en su sano juicio entendería la misma complacencia con la Venezuela de hoy, que es un desastre económico, social y político. Un lugar en el que la gente vive asustada por los delincuentes comunes o por la imposicion ideológica. Solo cuatro friquis europeos que no hayan estado en Caracas más de cuatro días pueden reirle a Maduro la gracia del caudillo transmutado en pajarito que habla con sus trinos. Aquello es un auténtico desastre. Tanto, que estoy seguro de que buena parte de aquellos profesores más izquierdistas de los 90, de haber sido alumnos de Polílticas en la Venezuela de hoy, estarían del lado de los estudiantes universitarios que protestan contra la opresión de la bota bolivariana, el racionamiento, el coñazo de la propaganda del Gobierno, el encarcelamiento de los disidentes y la impunidad de los bandidos que tanto abundan.
Hay algunas cosas que casi todos sabemos en la izquierda aunque no las digamos o las digamos con la boca chica. Así, cuando mi hijo me cuenta que él va a votar a Podemos porque le cae mejor que el PSOE o Izquierda Unida, yo le aplico el argumentario aun sabiendo de su debilidad:
—Pero defienden el modelo chavista, hijo...
—Nadie se cree que esos tíos vayan a imponer aquí el modelo de Cuba, papá, no fastidies...
—Sus propuestas son imposibles y son unos demagogos —replico—. ¿Tú sabes lo que sería no pagar la deuda como prometen? Empobrecimiento y más deuda.
—Pero papá, por favor, ya sabemos las tonterías que todos ponen en sus programas... ¡Si además ellos no van a gobernar nunca..!
Entiendo a mi hijo, cómo no. En este momento tan angustioso para millones, y para él y sus amigos que ven tan poco claro su futuro, le seduce más ese juvenil tono pandillero de Podemos que el ambiente oscuro y envejecido de los plenarios, las maderas nobles y los dorados y los discursos baldíos y repetitivos con lenguaje de cartón piedra. No sé si por esa apelación a la lucha contra la casta, o más bien a la lucha contra la caspa, pero comprendo que mi hijo y sus amigos, y, por cierto, también mi cuñada y mi suegro parado y mis amigos intelectuales de la izquierda, se sientan más tentados por Podemos que por los partidos tradicionales de la izquierda amodorrada.
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Hay un plano expresivo y emocional muy importante en la política: el que se siente cuando se comparte con otros una manifestación, o uno coloca una pegatina en un coche o se pone una camiseta o saca una bandera a su balcón. Es la emoción de compartir una misión y luchar por una causa, la que sea. Está en la genética de los peces que se conducen y se protegen formando un cardumen o en las bandadas de los pájaros. Y es un poderoso sentimiento también en el ser humano. El que nos unió a todos en la izquierda contra la Guerra de Irak, como une a la derecha en la lucha contra el aborto, a la izquierda abertzale para pedir el acercamiento de presos, o el que junta a los independentistas en un lado y a los unionistas en otro.
Los votantes y simpatizantes de Podemos son nuestros hijos y nuestros hermanos. Como mínimo nuestros primos. Los mismos con los que compartimos manifestaciones, luchas y principios morales esenciales. Si fuéramos peces, nos juntaríamos en el mismo banco, y si mañana hubiera que salir a protestar, nos sentiríamos cómodos en la misma plaza.
Pero, si se me permite una nueva metáfora familiar, si tu pareja de toda la vida se va con una persona más joven y atractiva que tú, lo último que debes hacer, por fuerte que apriete la gana, es insultar a ninguno de los dos amantes. Tu despecho no puede manifestarse poniendo a parir ni a tu pareja ni al seductor o seductora que la ha enamorado. Harías el ridículo y asegurarías el divorcio. Si aún la quieres, mejor adelgaza, sal a correr y a pensar, rejuvenece tus palabras, expía tus culpas, deja de sestear y pon en valor lo que habéis vivido juntos. Mándale unas rosas y pide perdón. Y así, cuando ya se haya desahogado y empiece a cansarle el sexo fogoso tres veces al día, y descubra que el amante o la amante tenía el baño hecho una pocilga y recuerde lo ordenado que lo tenías tú, quizá considere volver contigo. No es fácil, pero para nada es imposible.
Estudia 2º de Derecho y Economía en la Carlos III. Le gusta tanto la política como repudia el politiqueo. Hace unos meses me lo llevé a una de las últimas sesiones de control del curso y cuando Rubalcaba terminó de debatir con Rajoy y el hemiciclo se fue quedando desierto y los diputados empezaron a hacer esos minicorrillos característicos, hablando entre ellos dando la espalda al debate que aún se mantenía como clamor en el desierto, me espetó: