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Si vas a casa de alguien y no tiene libros escritos por mujeres no te lo folles

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“Cuando Adam Smith se sentaba a cenar, pensaba que si tenía la comida en la mesa no era porque le cayera bien al carnicero o al panadero, porque estos perseguían sus propios intereses por medio del comercio. Era, por tanto, el interés propio el que le servía la cena. Sin embargo, ¿era así realmente? ¿Quién le preparaba, realmente, ese filete a Adam Smith?”

La pregunta es mucho más relevante de lo que parece. Porque sin un plato de comida, Smith difícilmente hubiese podido escribir La riqueza de las naciones, en 1776. Era soltero así que fue su madre la que, durante toda su vida, se encargó de prepararle el almuerzo o la cena mientras él se dedicaba a estudiar. Pero a la vez que Smith teorizaba sobre cómo el libre mercado era la única vía para crear una economía efectiva y predicaba conceptos revolucionarios sobre la libertad, estaba obviando en su obra una realidad: que sin las tareas de cuidados, que recaen mayoritariamente sobre los hombros de las mujeres, el mundo no puede funcionar. Frente a las tareas visibles y admiradas de los hombres, eclipsadas y menospreciadas las de ellas.

Algunos siglos después, fue otra mujer la que puso el foco sobre Smith y destacó cómo el considerado padre de la economía moderna había invisibilizado la importancia del trabajo de las mujeres en la economía. Se llama Katrin Marçal y su Quién le hace la cena a Adam Smith es el libro al que pertenece el fragmento con el que empieza esta columna y que les recomiendo leer. 

Trasladémonos ahora hasta el siglo pasado. Mayo del 68 está considerado como uno de los paradigmas revolucionarios de la historia reciente. Lo que empezó como una sentada en la universidad acabó con una histórica huelga obrera que pretendía acabar con el orden establecido. La implicación de las mujeres fue plena -estudiantes, funcionarias de servicios públicos o trabajadoras textiles- y está documentada, pero mientras ellos idearon las protestas y se erigieron cabezas visibles de las manifestaciones en la calle, ellas quedaron relegadas a un plano secundario: transcribir los documentos a máquina, repartir octavillas o preparar café. La revolución que lo iba a cambiar todo reproducía los mismos roles de opresión y dominación de siempre. Vaya, qué sorpresa.

Un año antes, Gabriel García Márquez se hacía mundialmente conocido por escribir Cien años de Soledad y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias ganaba el Premio Nobel de Literatura. Son dos de los escritores que encabezaron el denominado bum latinoamericano, al que también pertenecen Cortázar o Vargas Llosa. Nadie niega la grandiosidad de sus obras, pero en este punto merece la pena volver a la pregunta inicial: ¿hubieran tenido el mismo éxito sin nadie que les preparara la cena mientras escribían? Fueron ellos mismos los que alardearon en numerosas ocasiones de que gracias a la dedicación doméstica de sus parejas pudieron entregarse sin preocupaciones a sus rutinas literarias. 

Tremendamente sospechoso resulta también que en ese esplendor narrativo apenas destacaran nombres femeninos, algunos de ellos recuperados por el feminismo. La autora chilena Marcela Serrano sintetizó hace algunos años el problema en una sola frase: lo que una escritora necesita es lo que ellos han tenido, una esposa. 

Sirva el recorrido histórico anterior para ejemplificar, a grandes rasgos, cómo se ha invisibilizado de una u otra forma a las mujeres en la creación artística o intelectual. ¿Cuántas han tenido que usar nombres masculinos para publicar? Anónimo era una mujer, escribió Virginia Woolf en 'Una habitación propia', ¿cuántas tuvieron que usarlo para no revelar quiénes eran?

Criticar el bum de mujeres escritoras es una forma de negar su talento y de agruparlas en esa etiqueta de ''literatura para mujeres'. Una etiqueta que oculta que los cuidados o la sexualidad son temas universales y no sólo 'cosas de mujeres' y que obvia que ahora hay editoriales, editoras, lectoras y lectores que demandan voces nuevas.

Leo con asombro estos días las voces que critican el auge -plaga lo llegan a llamar- de literatura escrita por mujeres. No es que haya más, aseguran, es que ahora son más visibles porque el mercado editorial las premia más. Una afirmación que pretende negar su talento y que las agrupa, como un grupo compacto y homogéneo, en esa horrible etiqueta llamada literatura para mujeres. ¿Hablamos, acaso, de literatura para hombres? Una etiqueta que pretende esconder que pueden escribir sobre lo que quieran, pero que los cuidados o la sexualidad son temas universales y no sólo 'cosas de chicas'. Una etiqueta que niega que ahora hay editoriales, editoras, lectoras y lectores que demandan voces nuevas. Voces que ocupan el lugar que merecen, a pesar de que el patriarcado se lo ha negado a lo largo de la historia.

Fue el director de cine John Waters el que dijo aquello de: si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles. Una frase redonda a la que yo añado: libros escritos por mujeres. Si no los tiene, no te lo folles. No merece la pena.

“Cuando Adam Smith se sentaba a cenar, pensaba que si tenía la comida en la mesa no era porque le cayera bien al carnicero o al panadero, porque estos perseguían sus propios intereses por medio del comercio. Era, por tanto, el interés propio el que le servía la cena. Sin embargo, ¿era así realmente? ¿Quién le preparaba, realmente, ese filete a Adam Smith?”

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