El vídeo de la semana
Supremacistas
Qué simpático podría resultar que un tipo que se está empeñando en dibujar fronteras nos cuente a todos que vivimos en un mundo que las está borrando. Simpático, si no jugara al supremacismo ni fuera descaradamente manipulador en su acciones y sus omisiones.
Ver a Puigdemont en su tele de cabecera, la pública que han puesto al servicio de una parte de los catalanes, asegurar que “un gobierno chapado a la antigua” –en referencia, supongo, al español, o al de la Unión Europea– no se da cuenta de que vivimos en un mundo que “no tiene fronteras”, resulta altamente clarificador de la catadura moral y la altura intelectual del personaje, por mucho que aclare que está hablando “en el caso de la comunicación electrónica”.
Es el ejemplo perfecto del embudismo militante –para mí lo ancho, para ti lo estrecho– que practican los independentistas en general, y estos “neoantisistema” de la antigua burguesía catalana en particular. Viene a decirnos que ese gobierno antiguo que no entiende que no hay fronteras electrónicas me está impidiendo a mí que levante las mías físicas. Inmenso.
La siguiente va a ser acusar de imperialista al gobierno que va a intervenir sus cuentas, esas que nutren y gestionan con el dinero del resto de los ciudadanos de esta España al parecer simplona y predemocrática.
El nacionalismo es una ideología supremacista, conviene no olvidarlo. Basa su posición y estrategia en su superioridad cultural, cuando no racial o intelectual, y ahí navega y ahí recoge su cosecha. El dibujo de fronteras, más aún en ese mundo que el propio Puigdemont nos recuerda que las está borrando, no es sólo una inútil definición geográfica de diferencia, sino una salvaguarda de la superioridad de quienes lo realizan. El discurso independentista está hoy en Cataluña al nivel de aquello del tal Lupiañez de Blanes, que vino a fijar la distancia que hay entre la forma de vivir de los catalanes y el resto de los españoles, comparando a Dinamarca con el Magreb. Se creen superiores y lo exhiben sin pudor. El independentismo se ve tan por encima de los demás, en la calle y en los despachos, que cree que puede saltarse cualquier ley que no sea la propia en su camino para obtener la supuesta felicidad individual y colectiva de sus partidarios. Lo peor es que hay cientos de miles de personas que lo entienden así, que siguen pensando que el malo es el sistema democrático constitucional español y que los buenos de la burguesía catalana radicalizada, la izquierda contradictoriamente nacionalista y las legiones de los antisistema, son los pastores que les conducirán a la felicidad absoluta cuando por fin consigan bajar las barreras y vivir en su Arcadia feliz.
No hay un solo responsable, por supuesto. Ha habido años de manipulación nacionalista y torpeza del Estado central que utilizó en beneficio propio el poder de los nacionalismos catalán y vasco para formar gobierno y no supo mantener una relación igualitaria y fluida con él. Pero sí existe un actor principal, ese independentismo tan pagado de sí mismo como para creerse y hacer creer que en nombre de la gran mentira de la patria catalana se puede pisotear la ley, la democracia y el futuro, tergiversando la realidad hasta el punto de arrogarse la única representación de la ley, la democracia y el futuro.
Un independentismo en el que se han hermanado contra natura la amalgama de Junts pel Si y la muchachada de la CUP, tan interesados todos ellos y tan de andar por casa que siguen sin responder a qué harían con su alianza cuando consiguieran la independencia, cómo volverían a la Unión Europea después de salir automáticamente al abandonar un país miembro, qué le dirían a los agricultores, los empresarios, los ciudadanos que perderían derechos y ayudas de esa Unión en la que no estarían, cómo retendrían la desinversión general que se produciría al crear el nuevo estado, qué garantías ofrecería a inversores nuevos un régimen nacido del incumplimiento de leyes democráticas, cómo explicarían el ínfimo valor de su moneda, la peseta naturalmente, fuera del universo euro, cómo sería su ejército, quién vigilaría sus fronteras, en qué liga jugaría el Barcelona… y tantas y tantas cuestiones abiertas.
Pero todo eso no importa mientras haya un Estado malo que lanza contra los pacíficos pastores, que ni presionan ni amenazan ni silencian a los disidentes, a toda su artillería mediática y judicial perfectamente organizadas para reprimir derechos históricos. Ante esa situación, ¿qué más da la historia? ¿Quién quiere respuestas a la razón si el futuro es la felicidad de la patria luminosa gobernada por seres incorruptibles y sin pasado? ¿Para qué nos vamos a complicar en cálculos que pueden ensombrecer el horizonte si lo que vamos a conseguir es una patria nueva, una bandera propia, un himno y unas brillantes alambradas de frontera? ¿A quién le importa lo que tengamos si seremos todos ciudadanos de la feliz, justa e igualitaria República Catalana?
Porque la razón está de más mientras haya un horizonte que otorgue carta de naturaleza política a la supremacía cultural, económica y probablemente también racial. Aunque sea falsa, como todo el proceso. Aunque cueste el futuro.