Verso Libre

Europa: perder la vergüenza

No hay ninguna obligación de escribir o de actuar para caer simpático. La tarea, por ejemplo, de un intelectual tiene más que ver con los usos de la conciencia crítica que con el deseo de levantar aplausos. Pensar no es buscar unanimidades, sino asumir los incómodos matices de la realidad. Se trata de no mentir, y a veces esta voluntad de la no mentira resulta menos simpática que la mentira o, incluso, que la verdad.

Quien no busca la simpatía acepta el riesgo de perder prestigio. Situar las discusiones en la inquietud, en los matices que interrumpen la prisa de la opinión tajante y las conclusiones fáciles, suele generar un efecto de animadversión. Opinar sin responder a un espacio prefijado supone quedar fuera de onda.

Tampoco es demasiado grave. Se puede vivir sin prestigio y sin caer simpático. Los aplausos son un postre del que se llega a prescindir sin demasiado dolor siempre que uno no busque un papel en la sociedad del espectáculo. Pero lo que resulta inaceptable es la conciencia de haber perdido la vergüenza delante de los demás. Y no sólo llegan a perderla las personas, sino también las instituciones, los países y sus fronteras.

Para quien no cree en las verdades esenciales, sino en la voluntad de no mentir, una comunidad es un proyecto de convivencia, un hacerse y deshacerse en la realidad cotidiana. El proyecto europeo no es que haya dejado de ser simpático o que haya derrochado su prestigio, es que ha perdido la vergüenza. La tragedia de los refugiados es una catástrofe para el sentimiento europeo, para la ilusión de los que querían heredar unos valores y construir de manera legítima un futuro compartido.

Más de 2.500 personas se han ahogado en las costas europeas en lo que va de año. Estas muertes no son un efecto de la guerra que expulsa a las familias de sus países, ni del hambre que obliga a la emigración. La amenaza de la guerra y del hambre sólo se resuelve en muerte cuando las condiciones de los países de acogida exponen a las víctimas al desamparo y la clandestinidad. El comportamiento vergonzoso de la Unión Europea es más responsable de los naufragios y las muertes que las supuestas causas originales.

Los cuidados

Europa ha perdido la vergüenza a la hora de responder a una situación difícil. Su vileza es comparable a las corrupciones políticas de las mafias asesinas o a la desarticulación de los Estados que provocan las guerras del narcotráfico. Europa viola sus propias leyes, incumple con sus acuerdos internacionales y con el derecho de asilo, firma una subcontrata con un país inseguro y sin condiciones para solidaridad, deja a los seres humanos en el desamparo y mantiene un muro, o una alambrada, o una guillotina de olas, o un patíbulo legal para que la gente pierda la vida ante sus fronteras.

Y la vida continúa. Hablamos de política, celebramos elecciones, debatimos sobre el déficit, nos escandalizamos con la corrupción, jugamos al fútbol, pero tanto el recuerdo como el olvido lo tiñen todo de hipocresía. Perdemos la vergüenza porque nuestra legitimidad, nuestros valores y nuestro mundo político son una amarga, insidiosa, despiadada mentira ante la matanza europea del siglo XXI. La hipocresía tradicional llenaba las calles de mendigos y limosnas. La hipocresía actual llena las páginas de los medios de comunicación con fotos premiadas en las que aparecen niños ahogados o militantes de la solidaridad con bebés muertos en los brazos. Los mismos medios o instituciones que premian a magníficos fotoperiodistas son aquellos que sostienen a los gobiernos responsables de esta vergüenza. Una versión novedosa de la caridad. Es la caridad mediática.

Mirarse en el mar o mirarse en el espejo supone hoy un ejercicio peligroso para Europa. Los ojos ven crueldad, miedo, miseria, muerte. Pero las personas no pueden cerrar los ojos. No se trata ya de compadecer, imaginar el dolor ajeno y solidarizarse con los otros. Es una cuestión de principios, de solidaridad con nosotros mismos y con nuestra condición humana. No podemos aceptar la degradación íntima a la que nos está condenando el dolor de los refugiados sin amparo. Los niños muertos sostienen en sus brazos el cadáver de Europa.

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