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Freguemos las escaleras de la política

Ensuciar la actividad política es una de las tareas fundamentales de los que quieren limitar la autoridad del Estado social a la hora de definir los marcos económicos y jurídicos de la convivencia. El neoliberalismo que apuesta por la acumulación de beneficios de las grandes fortunas y la generación sin escrúpulos de desigualdades no sólo necesita consolidar el predominio de las mayores corporaciones económicas para imponer la ley de los más fuertes. Necesita también desprestigiar el poder político, deteriorar la voluntad cívica de establecer normas que democraticen palabras como beneficios, inversiones, derechos, trabajo, educación, salud, fiscalidad, comunidad, justicia y progreso.

Cuando se crispa una situación y se hacen descalificaciones impudorosas del adversario, se intenta dañar la imagen de la persona atacada, pero se procura –al mismo tiempo y sobre todo– dañar la política, situarla en un espacio enfangado. El paisaje final que se busca es el de un basurero lleno de frases como todos son iguales, todos son unos corruptos, todos vienen a robar, nada tiene arreglo o sálvese quien pueda. Y el mal olor del basurero político provoca algunos efectos que conviene analizar:

  1. Los problemas sociales son una consecuencia de la mala política.
  2. La negación de que los éxitos y los progresos sociales son resultado de la buena política.
  3. El impudor público extrema el uso de la mentira y de la manipulación de los datos.
  4. El impudor privado favorece la confusión entre deseos y derechos, egoísmos personales y libertades.
  5. El respeto a la diversidad en el espacio común se sustituye por una fragmentación de identidades enfrentadas y sectarias
  6. El atractivo adquirido como líder o lideresa por quien mejor se mueve en el fango de la mentira, el insulto y el impudor.
  7. El uso de las identidades nacionales y del patriotismo para dañar la convivencia nacional.

Y 8. El daño causado al prestigio de las instituciones por su uso partidista o su descalificación interesada en las disputas coyunturales.

Por desgracia, la voluntad de informar está siendo superada por un fluido comunicativo que busca fomentar obsesiones polarizantes más que una conciencia de la realidad

Las amenazas a la convivencia democrática no vienen hoy señaladas por el miedo a un golpe de Estado, sino por estos males nacidos de la agitación permanente  y el desprecio de la política. Si una democracia se funda en el pluralismo, esta dinámica crispada cancela cualquier entendimiento de la pluralidad en favor de la descalificación, el insulto, la tergiversación, el descrédito y la difamación. Ocurre, además, que la democracia requiere mecanismos de intermediación con la ciudadanía. Uno de estos mecanismos es la prensa, su obligación de informar y sostener una opinión pública basada en el conocimiento de los hechos. Por desgracia, la voluntad de informar está siendo superada por un fluido comunicativo que busca fomentar obsesiones polarizantes más que una conciencia de la realidad. Hoy no hace falta mucho dinero para que un pequeño grupo de manipuladores componga una cabecera periodística en las redes sociales al servicio de la mentira. Tampoco resulta difícil que algunas cabeceras tradicionales, subvencionadas por los políticos de la crispación o por las grandes fortunas partidarias de la ley de la selva, confundan a diario la palabra periodismo con la basura del titular manipulado, la consigna partidista o la demagogia tóxica.

Estos días hemos escuchado abundantes críticas para ensuciar la política de una forma extrema. Se ha considerado inconstitucional el respeto a la Constitución, se ha considerado un golpe de Estado la decisión de un parlamento elegido democráticamente, se ha invitado al pueblo a que cuelgue por los pies a un presidente de Gobierno, se ha agredido en público a un político en un pleno municipal y se ha vuelto a utilizar sin escrúpulo la memoria de las víctimas del terrorismo para deslegitimar una escrupulosa decisión democrática. 

Como el deterioro de la política es una amenaza general, conviene que nos tomemos en serio la situación y defendamos la palabra política en lo posible. Los demócratas somos responsables de la pulcritud y debemos fregar con orgullo las escaleras ensuciadas de la política, porque a través de ellas se asciende al bien común y a la convivencia social más allá de cualquier elitismo. Tengamos en cuenta las dificultades de la situación y todo lo que está en juego a la hora de establecer nuestros debates. Por lo pronto, hay dos inercias que me preocupan:

  1. La irresponsabilidad de una derecha democrática que parece dispuesta a identificarse con las formas indecentes de una derecha extrema y fanática.
  2. La soberbia de un izquierdismo democrático menos comprometido con la solución progresista de los conflictos que con algunos protagonismos personales. Las impurezas de los puros caracterizan todo tipo de clericalismos.

Con estas preocupaciones ya viejas comienzo el año 2024.

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