Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
El judío, el morisco que todos llevamos dentro
En una entrevista con Luis Bagaría, periodista de El Sol de Madrid, Federico García Lorca quiso tomar postura ante la atmósfera de odio que se respiraba en España. Era el 10 de julio de 1936: “Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”. Ya antes, a su vuelta de Nueva York y Cuba, había confesado en 1931 a La Gaceta Literaria: “el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco que todos llevamos dentro”.
Este respeto a la dignidad humana, raíz última de la cultura democrática, obliga en ocasiones a jugarse la vida propia, pero nunca a apoyar los ataques de ira que le quitan la vida a los demás. Los militantes del odio cambian de dirección como una veleta en el viento. La calma militante en la dignidad de los derechos humanos demuestra su firmeza al sostener sus derechos en medio de los huracanes o de las rutinas indiferentes. Duelen los cadáveres de un bombardeo tanto como los cuerpos ahogados cada vez que naufraga una patera.
La solidaridad con los perseguidos ha tenido como punto de referencia necesario el sufrimiento judío a lo largo de los siglos. Al estudiar en literatura los dogmas inquisitoriales del catolicismo medieval o el horror de los Estados totalitarios en el siglo XX, el judío que llevo dentro me ha hecho identificarme con las denuncias que Hannah Arendt hizo sobre la banalización del mal, o con las advertencias de Primo Levy cuando nos explicó que el mal no se encarna en monstruos, sino en personas normales que asumen el odio asesino o cierran los ojos ante la barbarie de la industria de la muerte.
Me da miedo comprender cómo las élites económicas de las democracias están dispuestas a desentenderse del respeto a los derechos humanos igual que hacen los países totalitarios y los fundamentalismos
Por eso me duele la pérdida de sentido democrático y dignidad humana que ha generado durante los últimos meses el genocidio que soportamos en Palestina. El palestino que llevo dentro sufre al ver las consecuencias del extermino televisado de hoy, como antes sufrió al identificarse con las víctimas de La Noche de los Cristales Rotos. Pero este dolor de hoy es más inquietante: un pasado deleznable que creímos propio de un tiempo superado resulta menos hiriente que el miedo a un futuro marcado por el odio y la liquidación de los derechos humanos.
No comprendo en las discusiones a los que utilizan el sufrimiento pasado para justificar la barbarie homicida de los genocidios de hoy. No comprendo a los que sienten una simpatía repugnante por Hamás. No comprendo a los que quieren confundir las denuncias de un exterminio con los desprecios del antijudaísmo. No comprendo a los que en nombre de su verdad legitiman el odio contra unos o contra otros. Comprendo un poco mejor, porque se les ve venir, las muestras de simpatía que los herederos del viejo nazismo le ofrecen ahora a Netanyahu. Y me da miedo comprender cómo las élites económicas de las democracias están dispuestas a desentenderse del respeto a los derechos humanos igual que hacen los países totalitarios y los fundamentalismos.
Ante tanto desconcierto, conviene reafirmarse en los valores de la gente capaz de llevar dentro a un judío, un gitano, un morisco o un palestino. García Lorca descubrió en Poeta en Nueva York que hay gotas de sangre bajo las sumas, las divisiones y las multiplicaciones de muchas oficinas. Y se reafirmó en su sentido de la decencia humana: “Yo denuncio a toda la gente / que ignora la otra mitad”.
No podemos callarnos. En nombre de la historia de Sefarad, nuestra amada Sefarad, debemos pedir el cese inmediato de la guerra. Y pedir respeto, justicia y reparación para todas las víctimas.
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