Reforma fiscal y el virtuosismo parlamentario Pilar Velasco
No deben confundirse los deseos con los derechos
Cuando la melancolía optimista de Prometeo se sienta junto a su fuego para ver la televisión de los mortales, observa que la ideología neoliberal no intenta legitimar políticamente su pensamiento, sino que convierte la deslegitimación de la política en una parte central de su pensamiento y sus costumbres.
Por eso la realidad deriva espectáculo. Por eso el debate político oculta sus intenciones verdaderas con el ruido de los insultos y las mentiras exaltadas. Por eso la cultura cae hasta el entretenimiento zafio. Por eso un deseo personal se confunde con un derecho cívico.
Solemos denunciar los intereses económicos que mueven a grandes empresas, grupos mediáticos y formaciones políticas. ¿Pero qué nos mueve a cada uno de nosotros? Mientras quema la convivencia, la luz del fuego incontrolado tal vez nos pueda descubrir que nos mueven, aunque no los calculemos, esos mismos intereses. La mejor forma de que la libertad olvide que no sólo tiene derechos sino responsabilidades es la conversión de la convivencia en un conflicto de apetitos. La ley del más fuerte penetra así en nuestro existir.
Esa confusión entre deseos y derechos, que caracteriza la realidad líquida y narcisista de la sociedad de consumo, nos convierte en clientes de nosotros mismos. Ya no somos viajeros en un marco de ciudadanía, sino clientes de nuestra propia existencia. No hay ciudad de llegada, sino un apetito inmediato de vivir en el aquí y el ahora, en el instante mercantilizado de las demandas que interiorizamos hasta sustituir la reflexión de cómo debemos ganar nuestro dinero por la pulsión dictada de cómo debemos gastarlo.
Aunque las brechas económicas aumentan, la pérdida de conciencia social diluye la división en una apariencia de clases medias. Nos une la compra de un móvil para poner los mensajes de nuestra intimidad en las redes sociales. No importa que haya quien compre un buen móvil con el dinero que le sobra y quien se hipoteque por meses para conseguir un móvil humilde con el dinero que le falta. El caso es que todos se sienten partícipes de la misma red.
Pero esta confusión de deseos y derechos va más allá de las superficies obsesivas del consumo. Pensemos en nosotros mismos como lectores de periódicos. Ahora leemos las dos o tres noticias que nos apetecen en el periódico que suele darnos la razón. Buenos pantallazos comunicativos que no nos informan, pero que captan bien nuestra atención. Ese círculo vicioso nos hace confundir las obsesiones particulares con la realidad amplia y abierta del mundo.
La confusión de deseos con derechos es la causa más peligrosa de las transformaciones de las buenas causas en movimientos sectarios y unidimensionales que fragmentan la convivencia
Pensemos también en las diversas formas de mercantilización del cuerpo. Todavía a principios del siglo XXI, el imperio del deseo invita a teorizar la prostitución como una forma de libertad y derecho social. Tú eres pobre y necesitas alimentarte, tienes la libertad de vender tu cuerpo, como tienes la libertad de dormir debajo de un puente o en un recodo de una avenida, y yo tengo la libertad de salir de mi buena casa para comprar tu cuerpo.
A veces asistimos al triste espectáculo de que las víctimas de una marginación confundan la defensa de sus derechos con el imperio de sus deseos. Vemos que parejas de homosexuales desean tener hijos y confunden la dignidad del deseo homosexual con el derecho a alquilar un vientre de mujer y ajustar un precio para explotar su biología de forma inmisericorde. Y no se trata de un caso aislado. La confusión de deseos con derechos es la causa más peligrosa de las transformaciones de las buenas causas en movimientos sectarios y unidimensionales que fragmentan la convivencia.
La sirena de una ambulancia suena en la urgencia de un discurso o en el brillo consumidor de unos ojos, convierte el deseo en derecho y se considera en condiciones de negar el cuerpo en carne y hueso y la experiencia histórica en favor de una realidad virtual de apetencias.
No importa que la propia experiencia suponga el 0,01 % de la sociedad. La dinámica de urgencia hace que mi legítimo derecho a defender mi dignidad se convierta, ya sea del 0,01 %, ya sea del 50 %, en un esfuerzo por imponer que no hay más dignidad que la mía, y sin matices ni coyunturas. Cuando las razones se convierten en obsesiones, las buenas causas derivan en su contrario. Resulta peligroso confundir lo lívido con la libido.
Es un triste espectáculo ver cómo la ilusión comunista puede transformarse en una falta de respeto a la comunidad, la lucha contra el racismo en una defensa racista de mi propia identidad ofendida, la dignidad territorial en un fanatismo degradador de patrias y el feminismo en prepotencia patriarcal y machista.
Son muchos los caminos por los que la libido neoliberal nos hace confundir nuestro deseo con un derecho. Por eso conviene recordar que nuestra apetencia clientelar no siempre tiene razón.
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