Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
Pensar en mí
Desde que era adolescente me acostumbré a fijarme en la velocidad de la gente que camina por la calle. Debe ser una deriva más de mi afición por la lectura, ya que el ritmo de los caminantes solitarios me invita a imaginar los destinos, los estados de ánimo y las circunstancias de cada transeúnte. Quien tiene una meta y una hora precisas camina rápido, porque suele salir de su casa a la hora fijada por una meticulosa preparación. Aunque vaya concentrado en sí mismo con la ayuda de unos auriculares, la rapidez es compatible con lo que oye si se trata de música.
Con menos prisa suelen caminar los que hablan por teléfono. Mientras apoyan los pies en el suelo y el móvil en la mejilla, necesitan escuchar al otro, responder a lo que la vida les dice, y eso recorta un poco la velocidad. Escuchar y mirar con atención son ejercicios que detienen el vértigo de la existencia. Frente a las normas sociales que nos fijan y nos marcan la hora como si fuésemos siervos de un itinerario establecido, escuchar y observar nos convierte a veces en extranjeros de nosotros mismos, gente que camina para descubrir una calle, un paisaje, algo que se ve por primera vez.
Ocurre lo mismo con el ejercicio de pensar. No es aconsejable ir con pasos de urgencia si nos encerramos en el propio pensamiento para indagar, dudar, prevenir y decidir, aunque a veces la vida nos obligue a navegar bajo la tormenta. Y si se piensa en el pasado, si se trata de recordar, la lentitud nos hace caminar con pies de plomo en medio de detalles que necesitamos reconocer poco a poco, coser en la memoria para conformar el tejido que lleva nuestro nombre. Eso sí, una vez que el pasado se hace presente y empezamos a revivir lo que sucedió, lo que nos sucedió, la lentitud entra en un proceso íntimo de reanimación que une el pasado y el presente, mientras le habla al mismo tiempo a la razón y a los sentimientos. Recordar es una forma de pensar, pero también de decirle al corazón.
Falsear con premeditación lo que uno ha vivido, falsear con alevosía una información política, puede salvarnos de los pies de plomo, pero nos condena a la deshonestidad
Cumplir años con cierta tranquilidad exige que el pasado sea una buena compañía. La hermandad, las conversaciones, las paces o los pactos en el camino que falta por andar son posibilidades que conviene cultivar. Para vivir como una persona madura, y luego como una persona mayor, y luego como un viejo tranquilo, resulta necesario que la conciencia y los recuerdos puedan caminar de la mano. Como la lentitud del recuerdo desemboca en los pies ligeros de la reanimación, y es sabido que cada cual vive la misma realidad de distinta manera, a mi memoria le aplico el consejo que Albert Camus nos dio para hacer periodismo: no podemos creernos en posesión de la verdad absoluta, pero debemos comprometernos a no mentir. Falsear con premeditación lo que uno ha vivido, falsear con alevosía una información política, puede salvarnos de los pies de plomo, pero nos condena a la deshonestidad y a la convivencia atormentada con nuestro propio rostro en el espejo.
La deshonestidad de los destinos humanos y de los proyectos políticos dañinos provoca sus primeros síntomas en la aceptación del imperio de la mentira, donde el pensamiento acaba en las caminatas vertiginosas del fanatismo, y en la cancelación de la memoria, porque el fanatismo necesita más la reinvención del pasado que el recuerdo comprometido con la verdad, que no es un valor absoluto, pero sí un acuerdo, un deseo de convivencia y mundo compartido.
Vivimos junto al agua, escribimos sobre el agua. Por eso conviene aprovechar la ocasión para observar nuestro rostro en el agua del mar, los lagos, los ríos, las piscinas y los charcos. Observar nuestro rostro es una buena manera de hacernos dueños de nuestro tiempo para preguntarnos sobre nuestra vida. Tomarnos el tiempo necesario para hablar con nosotros mismos, para recordarnos, es un acto de conciencia ante las realidades que apuestan por el vértigo de las servidumbres.
Uno de los poemas que prefiero de Baudelaire se titula “El hombre y el mar”. Nos dice que el hombre libre siempre preferirá el mar y nos recuerda que el agua marina puede ser un espejo para observarnos. Pero después la metáfora del poeta se pone en movimiento para hablar de los rumores en la superficie y las profundidades oscuras, los siglos y las mismas luchas de siempre. Sin piedad y sin remordimiento, hermanos implacables, acabamos formando parte de la masacre.
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