La política española sigue en un estado de profundo desorden e inestabilidad. Así viene sucediendo desde 2014. Cada elección nos aleja más del antiguo sistema de representación de intereses caracterizado por la presencia de dos partidos fuertes (PSOE y PP), algún partido pequeño de ámbito estatal como Izquierda Unida, y partidos nacionalistas que obtienen una pequeña pero decisiva representación en el Congreso.
Este proceso de transformación ha llegado a una de las Comunidades Autónomas más estables, Andalucía, con cinco partidos que han superado el 10 por ciento del voto. El PSOE, por su parte, ha perdido su histórica condición hegemónica, cayendo por debajo del 30 por ciento.
Lo más llamativo, en cualquier caso, ha sido el ascenso de Vox. Como es lógico, no obedece a un solo factor. Pero de todos los que se pueden considerar, me parece que hay uno determinante. Si pensamos en factores como la crisis económica o la inmigración, han estado presentes mucho antes de las elecciones andaluzas; no sirven, por tanto, para explicar por qué Vox ha obtenido un apoyo importante justamente ahora. Me parece evidente que Vox irrumpe en estos momentos debido a la crisis constitucional que atraviesa España desde la crisis catalana de otoño de 2017. Es una consecuencia más de los daños que ha producido no haber negociado y desactivado el conflicto cuando todavía era posible.
Hasta el año pasado, el eje principal de debate público entre las fuerzas políticas era el socioeconómico, con una presencia añadida e importante de la corrupción. La recesión y sus efectos estructurales (desigualdad, recortes de las pensiones, un mercado de trabajo basado en la precariedad, falta de oportunidades para los jóvenes, problemas en el mercado de la vivienda) monopolizaban las diversas propuestas políticas.
La crisis de Cataluña rompe con ese marco de discusión. Se produce, además, en un momento en el que el crecimiento económico es notable, con la consiguiente reducción de la tasa de paro y la recuperación (parcial) de los ingresos públicos que financian las políticas sociales y de inversión.
La crisis territorial explota tras años de inacción del Gobierno de la derecha y de radicalización creciente del movimiento independentista catalán. Constituye un fracaso colectivo, pues el ideal democrático consiste en encontrar fórmulas inclusivas en la resolución de los conflictos de interés y lo que nos encontramos en este caso es un enfrentamiento descarnado en el que cada una de las partes trata de imponerse a la otra con poco respeto por el principio democrático.
El ascenso de Vox, a mi juicio, debe entenderse ante todo como resultado de un conflicto identitario y cultural.
No descubro nada nuevo a estas alturas si afirmo que la crisis catalana ha activado el lado más excluyente e intolerante del nacionalismo español. Hasta dicha crisis, con todos los matices que se quieran, el nacionalismo español (que nunca ha dejado de existir) se basaba en valores cívicos, era compatible con un cierto cosmopolitismo europeísta y tenía su base en la Transición y, más específicamente, en la Constitución de 1978. Era un nacionalismo comparable al de muchos países avanzados. La crisis catalana, sin embargo, ha producido una inflamación emocional: una buena parte de la sociedad vive dicha crisis como una ofensa, como una herida en su orgullo nacional. Y sale de ahí un espíritu excluyente, vengativo y primario, que considera que defender la patria consiste en renunciar a integrar y que ve en el independentismo catalán una anomalía patológica que debe corregirse mediante la justicia penal. Sin remilgos, sin complejos.
El ambiente que se ha creado en España a raíz de la crisis catalana resulta irrespirable. Se han ido imponiendo ideas cada vez más extremas y atrabiliarias, como la de que en Cataluña se produjo un golpe de Estado fallido. Se ha presentado además al movimiento independentista como antidemocrático y antiliberal. La deslegitimación sin contemplaciones del independentismo catalán impide cualquier solución negociada o pactada. Con los “golpistas” nada hay que hablar; tan sólo cabe juzgarles por rebelión.
Buena parte de la sociedad española se ha intoxicado con ese discurso, que cuenta con el apoyo cerrado de todos los partidos de la derecha (PP, Ciudadanos y Vox no se diferencian en la cuestión catalana), de una parte del propio PSOE (sobre todo de sus dirigentes de mayor edad), de los principales medios de comunicación y de la mayoría de analistas e intelectuales.
Fuera de España no se ve así y no me refiero solo a los varapalos judiciales que ha recibido nuestro país en los últimos tiempos, sino al último barómetro del Real Instituto Elcano, en el que puede verse claramente que una mayoría de belgas, alemanes, británicos, franceses, italianos, holandeses, polacos, suecos y portugueses consideran que el Gobierno de Mariano Rajoy fue poco dialogante y demasiado autoritario en respuesta al independentismo catalán. En nuestro país, sin embargo, la crítica a la forma en la que el Gobierno, la monarquía y el sistema judicial están tratando el asunto catalán se entiende como muestra de complicidad con el independentismo y, por tanto, como una traición a España.
Ver másLa derecha contra el sistema
Frente a ese discurso tan extremo y de bajo contenido democrático, no se ha construido una forma alternativa de hablar y razonar sobre la crisis catalana. El talante dialogante del PSOE actual no supone realmente una interpretación distinta de lo sucedido y el propio Pedro Sánchez se dejaba arrastrar por el clima dominante en mayo pasado afirmando que los independentistas habían cometido un delito de rebelión. Podemos es el único partido que ha mostrado una resistencia firme, aunque sin darle demasiado protagonismo a la cuestión porque cree que le perjudica electoralmente. Más allá de los partidos, las asociaciones, grupos y personas que se desvían de la corriente principal no han conseguido hacer oír su voz.
En un terreno de juego tan favorable a este nacionalismo español excluyente, sin apenas contrapesos, el discurso contra los “golpistas” ha ido recalentándose gracias a la competición entre PP y Ciudadanos y a la presión de los medios más conservadores. Al final, se ha creado el caldo de cultivo para que surgiera un partido de la derecha radical como Vox.
El ascenso de Vox es consecuencia, en última instancia, de la debilidad de nuestro debate público sobre política. Se han impuesto las posiciones más estridentes acerca del nacionalismo no español y el independentismo. No ha ayudado nada, por supuesto, el comportamiento irresponsable y desleal de los líderes independentistas durante el pasado otoño, ni el empeño de algunos de ellos en atacar de forma exagerada al sistema democrático español, calificándolo de “neofranquista” y autoritario. Pero si en lugar de caer en una cadena de agravios y ofensas hubiéramos buscado una salida democrática al problema catalán, no estaríamos ahora lamentándonos por el crecimiento de Vox.
La política española sigue en un estado de profundo desorden e inestabilidad. Así viene sucediendo desde 2014. Cada elección nos aleja más del antiguo sistema de representación de intereses caracterizado por la presencia de dos partidos fuertes (PSOE y PP), algún partido pequeño de ámbito estatal como Izquierda Unida, y partidos nacionalistas que obtienen una pequeña pero decisiva representación en el Congreso.