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La derecha contra el sistema
La derecha lleva 40 años ganando. Más allá de los partidos que hayan ocupado los gobiernos nacionales en Occidente, donde la alternancia ha sido lo común, desde que la crisis de 1973 hizo acto de presencia la sociedad ha girado insistentemente hacia sus ideas y su organización económica y social. El cambio de siglo intensificó ese dominio, tras los atentados del 11-S y la crisis, de forma que la parte superior de la pirámide social ha seguido recuperando el poder y los recursos que hubo de ceder a mediados del siglo XX. Este giro es global, y cualquier intento de analizar los cambios desde una perspectiva puramente nacional estaría borrando el peso que tiene el viento de los tiempos. Otra cuestión es que existan especificidades en nuestro país, como ocurre en Noruega, Italia, Dinamarca o Polonia, por citar algunos ejemplos, pero lo que está viviendo España no se desarrolla en el vacío.
La irrupción de Vox en la escena política española ha servido para insistir en esa teórica excepción española, puesto que un partido más religioso, más neoliberal y más nacionalista que el PP ha aterrizado en el parlamento andaluz, y se prevé que lo haga con fuerza en la política nacional. La lectura más frecuente de esta aparición ha aludido a un cierto carácter cortijero: obispos, militares y nostálgicos del antiguo régimen estarían impulsando un regreso a viejas posiciones, tratando de deshacer en el presente todas las concesiones que la derecha franquista tuvo que hacer en la Transición, desde el aborto hasta las autonomías, pasando por la igualdad de género. Esta lectura es cierta en parte, dado el carácter extremista de Vox, pero tampoco podemos quedarnos en ella: buena parte de la derecha del norte de Europa ha crecido también mediante el discurso de la nación fuerte, la antiinmigración y los aspectos culturales. Las nuevas derechas han ido adaptando su discurso según los contextos: Trump se apoya en la religión y apuesta por el cierre nacional y la vuelta de las fábricas a EEUU, Le Pen y Salvini por un amplio programa de protección social, muy similar al de la vieja socialdemocracia, y las derechas del este y del norte europeo se mueven en un terreno muy similar a Vox.
Las preguntas más obvias son por qué están creciendo en todas partes y cómo pueden estar regresando con éxito ideas que se entendían superadas. La respuesta a la primera cuestión es evidente, por más que sea un diagnóstico que el capitalismo contemporáneo no quiera escuchar y mucho menos corregir, como es la desestructuración social que ha empobrecido a grandes capas de la población occidental, eso que se ha dado en llamar desigualdad y que en realidad no es otra cosa que la conversión del capitalismo en la extracción de rentas del 90% de la pirámide social.
La segunda cuestión, la referida a los mecanismos que emplean para ganar aceptación social, suele contestarse desde planteamientos más o menos manidos, como la mayor presencia mediática de sus mensajes, la vuelta a lo nacional después de décadas de globalismo o la pulsión inherente al ser humano, y más aún de las clases medias, de invocar a figuras fuertes cuando la situación social se deteriora.
Un fenómeno con muchas causas
Estos análisis tienen su parte de realidad, pero el auge de los discursos y partidos de derechas va mucho más allá de estas explicaciones, que son mucho más consecuencia que causa. Y entendiendo que todos los fenómenos son multicausales, el crecimiento de las derechas desde Reagan, esto es, la difusión de unas ideas que han impregnado el cuerpo social hasta el punto de que han sido insistentemente respaldadas por los electorados occidentales, sí ha contado con un eje principal a partir del cual se han añadido derivas y complementos.
Estas nuevas derechas aparecen a finales de los años setenta en Occidente, justo después de la crisis del petróleo, desde entonces han estado manejándose en contextos en los que buena parte de las clases sociales han ido perdiendo poder y recursos, y son indisociables de ellos. Si bien España cuenta con una diferencia temporal, dada su tardía entrada en la democracia y en Europa, los discursos han sido, en esencia, los mismos aquí que el resto del primer mundo.
La operación conservadora se entiende bien si recurrimos al arrollador triunfo reaganiano. Después de una época de crecimiento y prosperidad en EEUU, de giro social hacia la izquierda, implantado en la conciencia social mayoritaria, llegaron la recesión, el Watergate, la delincuencia vinculada a la droga, la pérdida de empleos y la sensación de que una época se había terminado. Reagan entró en juego prometiendo otra era de prosperidad, pero esta vez ligada a la responsabilidad personal, al esfuerzo, al combate contra un Estado opresor que había hecho débiles a los americanos con tanta provisión social y que sólo funcionaba por los votos cautivos que los políticos conseguían gracias a los subsidios. Ya no había carácter, decisión e ímpetu en EEUU, sino un montón de personas adocenadas, demasiado pendientes de la búsqueda del placer y muy poco de los lazos comunitarios y de la responsabilidad para consigo mismos.
La delincuencia en los entornos urbanos resultaba lógica, porque los progresistas creían ingenuamente que el ser humano era bueno, y eran demasiado complacientes con ellos. Las débiles y absurdas ideas progresistas, respecto de un Estado paternal, el fomento del individualismo, el apoyo a las minorías y la ausencia de mano dura eran las causas del mal social americano. Necesitaban un cambio radical en lo económico, y un regreso a bases más comunitarias en lo social, y el futuro volvería a ser brillante. Sólo que eso significaba luchar contra el statu quo, contra Washington, contra los ricos de Boston, contra los demócratas, que eran la élite política.
Transgresora en las formas
Desde entonces, la derecha siempre ha sido revolucionaria en lo económico y transgresora en sus formas, porque ha apelado a un carácter de resistencia a la corrección política, de rebeldía contra el sistema, que constituía su núcleo discursivo. Siempre ha ganado las elecciones contra algo: contra el Estado que impedía la iniciativa individual, la burocracia, los políticos de Washington o los de Bruselas, las trabas a la libertad, contra quienes eran demasiado débiles con los separatismos o los terroristas o los delincuentes o los inmigrantes, contra el totalitarismo venezolano o contra quienes se oponían a las reformas imprescindibles para que el Estado funcionase. La derecha contemporánea siempre ha combatido el mal, por así decirlo, y a las figuras progresistas que lo encarnaban.
Desde su perspectiva, la condición de posibilidad de una sociedad mejor pasaba por librarse de los frenos que impedían su desarrollo: los impuestos, el estatalismo, la mano de obra no adecuada al mercado, los rojos, lo que fuera. De este modo conseguía cerrar el círculo: sus medidas económicas deterioraban la sociedad y disminuían el nivel de vida de muchos de sus integrantes, y cuanto más lo hacían, más convencían al electorado de que ellos sabían cuáles eran los problemas y cómo corregirlos, porque habían identificado el núcleo de los males.
Vox es un paso más intenso en esa dirección, al que añade un matiz más desinhibido. Como asegura Arturo Pérez Reverte, “Vox es una reacción frente a las tonterías de la izquierda”. Y puesto que pelea a la contra, su aceptación social dependerá de hasta qué punto la sociedad entienda como problemas reales aquellos que Santiago Abascal identifica como prioritarios: los nacionalismos periféricos, la inmigración y los progresistas.
Es probable que Vox no vaya muy lejos. Vive un momento de efervescencia muy similar al de Podemos, pero carece de estructura, cuadros, implantación local y cintura política y se enfrenta a dos rivales importantes en la derecha que tratarán de cerrarle la puerta. Puede que siga ganando presencia, y llegue al 10% de los votos, pero seguirá siendo un partido minoritario. Eso no implica que carezca de relevancia: su papel parece ser el mismo que el de muchas derechas del norte de Europa, impulsar hacia el extremo al resto de partidos, y especialmente al dominante en la derecha. Y eso ya lo están logrando. No olvidemos que el UKIP hoy es minoritario, pero sacó al Reino Unido de la UE y consiguió que sus postulados fuesen comprados por el partido conservador. Ese parece su camino, y se producirá siempre peleando a la contra.
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*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí