La eficacia política de la porra

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Nada le puede gustar más a un Gobierno políticamente débil que tirar de la porra para fortalecerse ante el electorado. Esta costumbre no es novedosa ni exclusiva de España: Franco inventaba de cuando en cuando una conspiración judeomasónica para darse un autohomenaje en la Plaza de Oriente después de firmar unos cuantos fusilamientos, pero ahí están también los reiterados ejemplos de muy diversos presidentes norteamericanos capaces de decretar guerras patrióticas en lugares exóticos para excitar la unidad del pueblo en torno a la Casa Blanca. Hoy el recurso a la porra ha adquirido formatos más pacíficos y burocráticos, aunque igualmente eficaces desde el punto de vista político. Vale para un amago de legislación secesionista en Cataluña, pero también para una huelga de seguratas en el aeropuerto de El Prat. El Gobierno saca la porra de la autoridad con indisimulado orgullo y satisfacción, convencido de que tal ejercicio es una fábrica de futuros votos.

Mariano Rajoy había convocado para el miércoles 16 de agosto un Consejo de Ministros extraordinario (obsérvese el oxímoron que ya supone la organización anticipada de una reunión supuestamente “extraordinaria”) en previsión de que la Mesa del Parlament iniciara la tramitación de la ley del referéndum, para recurrirla de inmediato ante el Tribunal Constitucional. A falta de esa iniciativa, aplazada por los independentistas hasta ocasión más propicia a sus intereses (o menos arriesgada judicialmente para sus dirigentes), el Gobierno aprovechó la cita para tomar otra decisión “extraordinaria”: decretar que fuera un árbitro o mediador quien resolviera el conflicto de El Prat por la huelga de los vigilantes de Eulen, empresa adjudicataria de los servicios de seguridad en el aeropuerto barcelonés, donde ya no hay enormes colas ante los arcos metálicos de filtro de pasajeros tras la imposición por el Gobierno de servicios mínimos del 90% y la sustitución de los huelguistas por guardias civiles. El "árbitro" nombrado por el Gobierno, Marcos Peña (presidente del Consejo Económico y Social), deberá tener listo este mismo miércoles un laudo que los sindicatos ya han advertido que denunciarán en los tribunales.

Todo eso ocurrió en vísperas de los atentados de Barcelona, hace menos de dos semanas, aunque la gravedad de los mismos y la intensidad con la que vivimos cada minuto de los hechos y las reacciones posteriores instalen la sensación colectiva de que hace siglos de "lo de El Prat". Observado desde la simplicidad con la que conviene analizar las decisiones guiadas por la eficacia política, el conflicto de El Prat era una golosina veraniega para cualquier Gobierno: los seguratas de una empresa privada fastidian las vacaciones a miles de ciudadanos con el fin de presionar para lograr mejoras salariales. Una vez producido el grado suficiente de “alarma social” o encabronamiento colectivo, acude entonces el Gobierno con su porra en forma de guardia civil y de laudo obligatorio para garantizar la tranquilidad de los sufridos pasajeros-ciudadanos-votantes.

El inconveniente político principal del uso de la porra es que debe tener carácter realmente “extraordinario” para no volverse contraproducente. El Gobierno lo sabe, y ante la firme posibilidad de que los conflictos laborales a imitación de El Prat se sucedan, declaró ese mismo miércoles su disposición a crear un “grupo de trabajo” que aborde las condiciones del sector de la seguridad privada en las diferentes contrataciones con la Administración (no sólo aeropuertos sino todo tipo de edificios que albergan servicios públicos). Ya se sabe que anunciar la creación de un “grupo de trabajo” equivale a soltar un patadón a la pelota o problema lo más lejos posible en el espacio temporal, es decir hasta más allá de la fecha en que sea posible recoger los frutos electorales del uso previo (y extraordinario) de la porra. Los vigilantes privados de El Prat, que habían suspendido los paros a los pocos minutos de los atentados, votaron este domingo una nueva huelga a partir del 8 de septiembre, y los sindicatos del gestor aeroportuario público-privado Aena tienen anunciada también  su intención de ir a la huelga a partir del 15 de septiembre y durante todo el otoño-invierno en las fechas más complejas para el tráfico de pasajeros. El Gobierno sabe que si se dedica a tirar de la porra cada dos semanas llegará un momento en que será considerado, con razón, inútil para la resolución razonable de los problemas o para anticiparse a los mismos.

Lo que esconde el conflicto de El Prat

En realidad al fondo del conflicto de El Prat asoman dos cuestiones graves y muy significativas de lo que ha sido la gestión política de la crisis económica y lo que está siendo la presunta y desigual “recuperación”. Por un lado, las reivindicaciones de los empleados de Eulen son perfectamente legítimas: su salario medio se ha recortado desde 2012 casi un 12%, se han eliminado pluses de antigüedad y los nuevos contratos suponen un sueldo que no llega a los 900 euros mensuales. Mientras tanto, como hemos contado en infoLibre, los sueldos de los administradores de la sociedad que gestiona esos filtros de pasajeros en 21 aeropuertos crecían un 20%, y la empresa declaraba constantemente pérdidas pese a ingresar entre 2012 y 2016 casi 926 millones de euros. De modo que los seguratas de Eulen (que no son los vigilantes que peores condiciones laborales sufren) vienen a simbolizar lo que ha ocurrido con millones de trabajadores de todos los sectoresno son los vigilantes que peores condiciones laborales sufren, que han visto disminuir sus rentas de forma contundente, al tiempo que las de sus máximos ejecutivos aumentaban. Además, los procesos de privatización de empresas públicas o de externalización de servicios públicos han significado una precarización clara de las condiciones laborales sin aportar tampoco una mejora de la calidad de esos servicios. (Podrían citarse decenas de ejemplos, uno de los más sonoros el de las empresas adjudicatarias de los servicios de limpieza de las calles de Madrid y la recogida de basuras, cuyo deterioro galopante llevó a una huelga en tiempos de Ana Botella que desveló los recortes y el exclusivo negocio de las sociedades beneficiadas).

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Por otro lado, el conflicto de El Prat deja en evidencia los tics autoritarios de la legislación vigente sobre el derecho a la huelga, como apuntaba nuestra compañera Elena Herrera tras contrastar los datos con expertos en materia laboral. Esa legislación se basa en un decreto de 1977, preconstitucional, que ha sido reinterpretado en fallos posteriores pero que sigue otorgando al Ejecutivo un estatus de juez y parte en asuntos capitales como la capacidad de determinar qué actividad es esencial para la ciudadanía, qué porcentaje de servicios mínimos fija o la utilización a capricho del arbitraje obligatorio. El Tribunal Supremo ha anulado los laudos obligatorios impuestos por el Gobierno en casos como huelgas de pilotos de Iberia o de empleados de gasolineras, pero lo ha hecho con años de retraso, de modo que esas decisiones son papel mojado, como denuncian con razón los sindicatos. El propio Comité Europeo de Derechos Sociales y los tribunales de justicia de la Unión Europea han denunciado y sentenciado reiteradamente los incumplimientos del Estado español en materia de derechos laborales. (Puede leerse aquí un detallado informe de Belén Cardona sobre los atropellos a la Carta Social Europea o aquí un análisis de Luz Rodríguez sobre la absoluta precariedad en la contratación por las administraciones públicas).

Lo que asoma por tanto al fondo del conflicto de El Prat es la consecuencia de unas políticas austericidas y privatizadoras que han precarizado las condiciones laborales de los trabajadores y deteriorado los servicios públicos. El recurso a la porra administrativa por parte del Gobierno demuestra una vez más las enormes lagunas en la protección de derechos fundamentales como el de huelga, que queda anulado de facto por las decisiones que puede tomar la autoridad competente, por ilegales que se demuestren demasiado tarde.

Entre las muchas y graves consecuencias del proceso independentista en Cataluña, algún día habrá que analizar su descarada utilización (en Cataluña y en Madrid) para desviar los focos de asuntos tan trascendentes como la precarización generalizada tras la crisis o el progresivo debilitamiento de los derechos sociales y laborales. Esos sí que son fenómenos de carácter “extraordinario” que amenazan con convertirse en crónicos.

Nada le puede gustar más a un Gobierno políticamente débil que tirar de la porra para fortalecerse ante el electorado. Esta costumbre no es novedosa ni exclusiva de España: Franco inventaba de cuando en cuando una conspiración judeomasónica para darse un autohomenaje en la Plaza de Oriente después de firmar unos cuantos fusilamientos, pero ahí están también los reiterados ejemplos de muy diversos presidentes norteamericanos capaces de decretar guerras patrióticas en lugares exóticos para excitar la unidad del pueblo en torno a la Casa Blanca. Hoy el recurso a la porra ha adquirido formatos más pacíficos y burocráticos, aunque igualmente eficaces desde el punto de vista político. Vale para un amago de legislación secesionista en Cataluña, pero también para una huelga de seguratas en el aeropuerto de El Prat. El Gobierno saca la porra de la autoridad con indisimulado orgullo y satisfacción, convencido de que tal ejercicio es una fábrica de futuros votos.

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